Dom 09.01.2011
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Sus hijos lo entenderán

Adolescencias sufridas, viajes en el tiempo, paradojas espacio-temporales, reflexiones socio-económicas sobre las raíces de los problemas en el presente, complejos de Edipo, madres e hijos en ebullición hormonal, Hace 25 años se estrenaba Volver al futuro, una película que cruzaba como nadie la ciencia ficción, la psicología y la crítica cultural con la agilidad de los viejos blockbusters. Por una de esas paradojas espacio-temporales y socio-económicas, la película vuelve a estrenarse en todo el mundo para su aniversario. Incluida la Argentina.

› Por Mariano Kairuz

El próximo jueves 13 de enero, exactamente 25 años, un mes y un día después de su estreno original en Argentina, Volver al futuro vuelve al cine. Y no va a haber duda: la mejor película en cartel entonces va a ser justamente este artefacto de un cuarto de siglo de antigüedad. O, mejor dicho, de un cuarto de siglo de vigencia, aunque fue concebida antes de Internet, del 3D digital, de los celulares que caben en un bolsillo, de Facebook y de Twitter. Vista y vuelta a ver mil veces en VHS, televisión y DVD, al regresar a la pantalla grande Volver al futuro volverá a probar su vitalidad, y a demostrar que es la mejor película de los ‘80, en uno u otro sentido: si no la mejor de las que se hicieron en Hollywood en esa década, sí al menos la que más y mejor habla sobre la década en la que se filmó y marcó millones de infancias y adolescencias.

Es que el tiempo es implacable pero no trató nada mal a Volver al futuro, que, como dijo Steven Spielberg en su momento –así aparece en los extras del DVD– es una película sobre el tiempo. No confundir con una película sobre una máquina o sobre la posibilidad de viajar en el tiempo, sino sobre el tiempo mismo. Sobre cómo pasa el tiempo: ahora estamos, ahora no estamos. O ahora estamos, pero ya no somos los que fuimos. Un film sobre cómo el tiempo puede convertirnos en otros, hasta que ya no nos reconocemos en aquellos que éramos. Uno –más viejo o más joven– como perfecto extraño de sí mismo. Y nuestros propios padres como perfectos extraños.

La brutal eficacia de Volver al futuro se monta sobre un mecanismo original y aceitado. Su guión corre sobre dos líneas de tiempo superpuestas: en primer plano, la de los grandes hitos de la historia personal e íntima de sus personajes; mientras que por detrás se despliega la historia grande, el espíritu de la época, el estado de ese mundo. Volver al futuro disecciona el presente desde el pasado cruzando la historia pequeña y la Historia Grande con gracia, con un timing y una velocidad imbatibles, con la energía explosiva de una fusión de plutonio. Inolvidable para los adolescentes de su tiempo, de algún modo, el viaje de Marty McFly fue también la aventura parricida perfecta.

Marty McFly (Michael J. Fox) y “Doc” Emmet Brown (Christopher Lloyd) en una de las imágenes indelebles de la película: poniendo a prueba el auto que un rato después enviará a Marty a 1955.

COMO CONOCI A MIS PADRES

Llegamos a los dorados, idílicos, idealizados años ‘50 y la burbuja se pincha, toda inocencia queda exterminada: resulta que mamá no era esa señorita correcta, decente y de-su-casa como nos quiso hacer creer. Parece que no, que mamá era una máquina de hormonas en ebullición, como cualquier hija de vecino, todavía apenas reprimida, pero a un paso de la liberación sexual. Y resulta que lo de ella con papá –que era un tremendo salame–- fue un accidente: que podría haberse casado con cualquier otro, con el próximo que pasara por allí. Incluso, quién dice, es probable que se haya casado con él nada más que para escaparse de la casa de sus padres. Cuesta aceptarlo: uno es el producto de un accidente que pudo perfectamente no haber ocurrido.

Volver al futuro se sostiene sobre un guión sin agujeros (más allá de los de la consabida paradoja temporal, sobre los que también bromea), armado de un sistema de coincidencias improbabilísimas, donde cada cosa que se dice en la primera parte de la película, cada línea de diálogo, cada escena, tiene una razón de ser, un reflejo y una consecuencia más adelante (en la película y más atrás en el tiempo). Por esta red de casualidades es que nos enteramos, justo a tiempo, de cuándo fue que los padres de Marty McFly sellaron su destino para bien o mal con un beso, en qué fecha y hora exacta el cielo descerrajó el rayo fatal que congeló para siempre el reloj de la torre del pueblo, y cuándo fue que ese profesor chiflado que es Doc Brown se golpeó la cabeza e inventó el viaje en el tiempo. Todo en Volver al futuro, cada tuerca de ese aparato al que no se escapa nada, está ajustada con tal precisión que la película va adquiriendo un tono lúdico, conscientemente artificioso y desbocadamente fantástico. ¿De qué otra manera habría podido salirse con las suyas una comedia de aventuras hollywoodense capaz de usar como tagline el complejo de Edipo de su protagonista? “¿¡Me está diciendo que mi madre me tiene ganas?!”

Escrito originalmente en 1980, la idea que dio inicio al guión de Volver al futuro germinó a mediados de ese año, cuando Bob Gale, su coautor junto al director Robert Zemeckis, pasó unos días en la casa de sus padres en St Louis en ocasión del estreno de un film previo de la dupla guionista-cineasta, Autos usados. Con el anuario escolar de su padre inesperadamente en sus manos, se encontró para su sorpresa con que éste había sido el presidente de su curso de graduación. “Entonces –contó Gale–, recordé al presidente de mi clase de graduación, un tipo de persona con el que yo no tenía nada que ver, y eso me hizo pensar. ¿Mi padre era uno de esos chicos de espíritu escolar, voluntaristas y pujantes que yo nunca soporté? De haber ido juntos al colegio, ¿habríamos sido amigos o no habría tenido nada que ver con él?” En su momento, el crítico Roger Ebert fue uno de los primeros en captar la idea: su celebratoria reseña en el Chicago Sun empezaba diciendo: “Una cosa en la que creen todos los adolescentes es que sus padres nunca fueron adolescentes”. La idea del viaje en el tiempo se sumó después y fue tomando distintas formas. En un principio, Marty McFly era un pirateador de VHS, viajaba en una heladera –un “concepto” que descartaron cuando empezaron a imaginarse a cientos de nenes encerrados en las heladeras de sus casas– y para volver a los ’80 debía capturar la energía liberada en una prueba nuclear en Nevada: aunque esto último no calzaba para nada mal en una historia que hacía pie en plena Guerra Fría, se dejó de lado por razones presupuestarias, y la verdad es que el clímax con el DeLorean, el cable, el relámpago, y la banda sonora de Alan Silvestri sigue siendo insuperablemente emocionante todo este tiempo después.

Pero lo más importante siempre fue el nudo alegremente psicoanalítico del asunto: papá como un pusilánime y un fracasado, y mamá, borracha y moralista hipócrita, vendiéndonos el cuento de que todo tiempo pasado fue mejor. Los ‘80 como accidentados hijos de los ‘50, la era del progreso. ¿Cómo era que si todo había sido tan perfecto allá lejos, se había echado a perder de esta manera? Según Zemeckis, la primera razón para mandar a Marty McFly a los ‘50 había sido un puro cálculo matemático, el paso necesario para encontrarse con los padres en su adolescencia. Pero también sabía que esta elección permitía poner en juego el significativo contexto sociocultural de la época: esos fueron los años en que nació la cultura joven norteamericana. La primera generación de chicos criados durante la Segunda Guerra, los babyboomers lanzados a un mundo de consumo y disfrute, los primeros que dispusieron de dinero para gastar y que a través de esta nueva libertad comenzaron a decidir qué películas ver, qué música escuchar, qué ropa ponerse. La confianza en el progreso y las ganas de pasarla bien después de haberla pasado tan mal. La promesa de un mundo mejor (ahí está el barrendero negro que algún día, ya lo sabemos, será el alcalde del pueblo), más divertido y liberado (la explosión del rock and roll anticipada en el “Johnny B. Goode”, la canción de Chuck Berry con la que Marty McFly deja boquiabierto a su público en el baile escolar), y una vida más cómoda (como auguran los cartelones publicitarios de los nuevos, enormes suburbios residenciales de Hill Valley).

El gran chiste político de la película, clavada justo en mitad de la década de la reconcentración neoconservadora, era: “¿Ronald Reagan de presidente en los ‘80? ¿El actor? ¿Y quién es el vice? ¿Jerry Lewis?”. El chiste –uno bien amargo para el Hollywood liberal y demócrata que inventó al tipo que ahora ocupaba la Casa Blanca–, tomaba cuerpo un rato más tarde, cuando, examinando la “moderna” videocámara JVC de Marty McFly, Doc razonaba: “Un estudio de televisión portátil. Con razón el presidente tiene que ser un actor: para verse bien en pantalla”. Apenas una línea de diálogo pronunciada al pasar, lo dice todo sobre las formas que adoptaría la política de los ‘50 a los ‘80 (y hasta nuestros días).

Sin embargo, entre las pocas acusaciones que recibió la obra maestra de Zemeckis y Gale estaba la de ser “demasiado conservadora”. Es cierto que al volver a 1985, vemos que los cines de Hill Valley pasan porno en lugar de westerns, y se han convertido en templos evangélicos. En su viaje al pasado, Marty McFly ha corregido todo lo que pudo corregir a su favor: el matón de la escuela Biff Tannen (un Ronald Reagan a escala barrial) fue puesto en su lugar, y, fundamentalmente, sus padres y sus hermanos han mejorado sensiblemente su situación económica y social. Pero ese triunfo material, individualista, tan buen alumno de los reaganomics, forma evidentemente parte del chiste, del final imposible y fantástico de la aventura. Como ese epílogo en el que salen disparados a un futuro cercano (el 2015, acá a la vuelta) en el que los autos vuelan; expresión de un imaginario tecnológico tan absurdo y atolondrado como el que los ‘50 tenía sobre los ‘80. La historia no se corrige, sino que está condenada a repetirse.

Zemeckis desdoblaría luego todas estas obsesiones personales en dos de sus películas: la relación padres e hijos a través de distancias insalvables, en Contacto (la adaptación de la ficción de Carl Sagan) y el viento de los tiempos en Forrest Gump. Por eso, cuando un par de años atrás anunció sus planes de adaptar y filmar Las correcciones, la novela de Jonathan Franzen, pareció darle un sentido autoral a su obra: nuevamente pondría a la familia como institución crítica en el centro del siglo XX norteamericano. Pero el rumbo tomado es otro y ahora se encuentra filmando una versión animada en 3D de El submarino amarillo con fecha de estreno en 2012. El futuro ya no es lo que era.

AUSTRALES

Y hoy parece increíble pero es una historia repetida en Hollywood: Volver al futuro tardó cinco años en concretarse, desde aquel primer boceto de Gale, porque el guión fue rechazado por casi todos los estudios, que decían estar buscando películas para adolescentes más “adultas”, y también por Disney, que encontró su subtrama incestuosa poco apropiada para su público familiero. Finalmente, cuando Zemeckis la pegó (comercialmente) con Tras la esmeralda perdida (un sub Indiana Jones con Michael Douglas y Kathleen Turner) y se ganó su derecho a filmar lo que quisiera, volvió con Spielberg, que había fracasado produciéndoles a él y a Gale su ópera prima Día de locos (un film sobre la beatlemanía en Estados Unidos) y Used Cars, y dirigiendo el guión de su farsa sobre la Segunda Guerra, 1941. Cuando finalmente se estrenó, tras un rodaje demorado por el reemplazo de Eric Stoltz por Michael J. Fox, fue el éxito del año.

A la Argentina llegó recién cinco meses más tarde, el 12 de diciembre de 1985. Esa misma semana se habían dado a conocer las sentencias del juicio a las Juntas. El diario costaba 20 centavos de austral. En la cartelera estaban Hay una chica en mi cuerpo, Frances, con Jessica Lange, La historia sin fin, Brazil, de Terry Gilliam, y títulos hoy tan anacrónicos como Las 9 muertes de un ninja y Larga noche de placer. La crítica la recibió bien: supieron valorarla, entre otros, Aníbal M. Vinelli, un crítico de Clarín y la revista Humor, que siempre mostró afecto por la ciencia ficción aunque pertenecía a una generación que tendía a despreciarla como un género menor. Volver al futuro aterrizó en un buen número de cines, encabezados por el Alfa, el Metro, el Luxor, el Santa Fe y el Lorena. Hoy –el tiempo fue implacable– todas esas salas han desaparecido. Pero Volver al futuro sigue ahí, tan lejos y tan cerca a la vez. Producto de un mundo terrible que, como los ‘50, no pudo haber sido realmente tan terrible si nos dejó películas como ésta, que a partir del jueves que viene volverá a ser la mejor de la cartelera.

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