Domingo, 30 de enero de 2011 | Hoy
ANIVERSARIOS > 50 AñOS DE 101 DáLMATAS
Hoy es una elegante y adorable película clásica, pero en su momento fue una novedad por donde se la mirara: rompió la tradición de los cuentos de hadas de Disney, introdujo una técnica que abarató tremendamente la animación, se privó de los melosos cuadros musicales de las silly symphonies en favor de canciones integradas a la trama, creó un personaje de rotunda modernidad como Cruella de Vil y –de paso– salvó al estudio del Ratón de la ruina después de La Bella Durmiente. La semana pasada, 101 dálmatas cumplió 50 años y no tiene ni una arruga.
Por Fernanda Alarcon
Tarde de primavera en Londres. Ventana de un pintoresco departamento en Regent’s Park. “El glamour de la soltería es un mito.” La voz elegante y taciturna que escuchamos se queja de lo tediosa que es la vida sin pareja en esa época del año. Nos cuenta que su única compañía es un joven llamado Roger Radcliffe, que compone canciones románticas en el piano, sin ninguna experiencia en el amor. El narrador se despereza, se desploma en los almohadones al costado de la ventana, se rasca las orejas con las patas. La voz presentadora no es otra que la de Pongo, el perro dálmata más carismático y astuto que ha dado el cine.
El comienzo de 101 dálmatas es inolvidable. En pocos minutos ingresamos en un mundo fascinante. Pongo está aburrido y, mientras mira por la ventana, juega a ser Cupido, busca candidatas para él y su “mascota”, Roger. Mujeres con sus compañeras caninas desfilan al otro lado de la calle: lánguidas, afrancesadas, muy viejas, muy jóvenes... El breve muestrario está organizado sobre un recurso simple y eficaz: humanos y animales son idénticos. De pronto, el flechazo. En un instante, Pongo deja a un lado sus pensamientos humanos y “actúa como perro” para provocar el encuentro con la pareja perfecta. Se exaspera, ladra, salta. Adelanta el reloj para que sea la hora del paseo por el parque, implora a su dueño que lo saque a dar la vuelta. La secuencia culmina en una sonrisa espléndida, un fundido encadena el entramado de los árboles del parque y se transforma en los vitrales de una catedral gótica. Y así, mientras Roger da el sí ante Anita en la iglesia, Pongo posa su pata sobre la de Perdita y la mira con ojos repletos de amor.
La decimoséptima película animada de Disney celebró la semana pasada su cumpleaños número 50. 101 dálmatas (o La noche la de narices frías, extraño título de lanzamiento en México y la Argentina) se estrenó el 25 de enero de 1961, dirigida por Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wolfgang Reitherman, además de un clásico de oro, es una rareza, una historia familiar que conjuga romance, aventuras y misterio y que, de alguna manera, “salvó” al estudio después de una mala racha.
Eran tiempos difíciles para la compañía de cine de animación más famosa del mundo, La Bella Durmiente había sido un fracaso comercial y el padrino Walt tenía su cabeza puesta en la televisión y en su parque de diversiones. Momento de cambio, oportunidad para alejarse de los estereotipos de los cuentos de hadas y animarse a algo más contemporáneo: la adaptación de una exitosa novela infantil de 1956, titulada The Hundred and One Dalmatians o The Great Dog Robbery (“El gran robo de perros”, haciendo alusión a The Great Train Robbery, la película de Edwin S. Porter). Se trataba de un relato sustentado en ciertos sucesos reales; su autora, Dodie Smith, vivía con nueve dálmatas, incluido uno llamado Pongo. Fue el comentario oportuno de una amiga lo que desató la imaginación de la escritora. La historia del nacimiento de los cachorritos y su lucha con la tremebunda Cruella de Vil para no convertirse en tapado, brotó luego de escuchar la frase “¡Estos perros servirían para hacer un abrigo estupendo!”.
Tras la frustración de La Bella Durmiente (había costado 6 millones de dólares y recaudó la mitad), 101 dálmatas se realizó mediante una técnica nueva: la xerografía, una suerte de “fotocopiado” que ayudó a abaratar costos. Antes, las animaciones se dibujaban sobre papel y luego se entintaban sobre un acetato, pero esta nueva técnica permitió saltearse el proceso de entintado y así ahorrar tiempo y dinero en la transferencia. Los dibujos se fotocopiaban directamente mediante un proceso electromagnético, con lo cual el entintado fotográfico pudo ser descartado. A Walt Disney no le gustaba cómo quedaba el dibujo en bruto producido por xerografía. Por este motivo rompió su tradición de atribuir sólo un personaje a cada dibujante y abrió el juego a largos equipos de animadores y colaboradores. En una era netamente analógica, los 101 dálmatas tuvieron que ser dibujados uno por uno y mancha por mancha. El resultado aún hoy es conmovedor. Los decorados tienen un estilo que luego se repetirá en Los Aristogatos y Robin Hood (menos detalles, más presencia del trazo y una coloración desprolija), y los personajes poseen dulces rasgos caricaturescos, contornos de líneas redondeadas similares a los cartoons de la Warner o Hannah Barbera.
El plato fuerte de la película es Cruella de Vil, prodigiosa creación de Marc Davis, el director de personajes responsable de Campanita (Peter Pan) y Maléfica (La Bella Durmiente). Es la perfecta versión aggiornada de la bruja de cuentos de hadas: una adicta a la moda, fumadora empedernida, delgada como una escoba, sofisticada y diabólica. Tanto el look como la personalidad de la villana estuvieron inspirados en una figura emblemática del cine clásico, la actriz norteamericana Tallulah Bankhead, hoy recordada por su papel en Life Boat (Ocho a la deriva, de Hitchcock) y también por encarnar a la “Viuda negra” en la serie de Batman de Adam West. Cada uno de sus gestos, detalles y movimientos condensan una perversidad y un desenfado nunca antes dibujado: su cabeza diminuta con una cabellera enmarañada mitad blanca y mitad negra, un rostro de corte cadavérico y facciones angulosas, su tapado largo e inflado y los zapatos rojos en punta. La aparición de la señora de Vil en la casa de los Radcliffe es antológica. Irrumpe envuelta en una nube asfixiante de humo verde y se queja de todo (“Aburrida como de costumbre, completamente hastiada”). Luego examina con ojos desorbitados un retrato de los padres dálmatas, apaga su cigarro en un muffin y, frívola y fría como ninguna, arroja una de las frases más célebres del doblaje latinoamericano: “Ya sabes que me chiflan las pieles, querida, son mi único amor. Adoooro las pieles. Y dime, ¿qué mujer hay en este horrible mundo que las odie?”.
Otra peculiaridad de 101 dálmatas es que contiene sólo dos canciones. La más conocida es la de Cruella, una tonada jazzera muy pegadiza que Roger compone minutos antes de la entrada triunfal de la villana en el departamento, un recurso atractivo de presentación para el público infantil. La otra se titula “Una granja de perros” (“Dalmatian Plantation”) y es la melodía que cierra la película, cuando la pareja decide mudarse al campo para vivir felices junto a los noventa y nueve cachorros. Estas dos composiciones originales de Mel Leven (colaborador de Peggy Lee y Nat King Cole) conforman la dosis musical perfecta, ya que la trama las justifica como parte del trabajo del dueño de casa, y de esta manera no hay lugar al tradicional despliegue artificioso de cuadros musicales.
El mimetismo del hombre con la raza más amigable de animales domésticos sostiene una de las películas más entrañables del estudio del ratón Mickey. Fue un estandarte, una obra que por su pulso narrativo envidiable, gags memorables, el punto justo de sentimentalismos y un cuidado diseño de personajes, comprobó que Disney podía seguir narrando historias familiares, entretenidas y por sobre todo “elegantes”. 101 dálmatas es un clásico que, con cinco décadas a cuestas, no ha perdido ni las manchas, ni el encanto.
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