Domingo, 13 de febrero de 2011 | Hoy
ENTREVISTAS > SANTIAGO VáZQUEZ, EL HOMBRE DETRáS DE LA BOMBA DE TIEMPO, PRESENTA LA GRANDE
Alcanzaría con decir que es el responsable de ese fenómeno extraordinario que son los shows de La Bomba de Tiempo en el Konex: hace más de tres años que tocan con el lugar lleno. Pero la historia de Santiago Vázquez es más larga y todavía más percusiva: fue baterista de Alejandro Lerner, Juana Molina, Luis Salinas y hasta de Roberto Goyeneche, creció oyendo al Quinteto Real de Horacio Salgán en El Club del Vino de su padre, experimentó con cuanto instrumento de percusión conoció y dio con un mix de afro, electrónica y porteñidad imbatible. Ahora, sin dejar La Bomba, obsesionado con todos los sonidos que oye en simultáneo, presenta La Grande, una banda que busca hacer sonar muchas músicas al mismo tiempo y que todos bailen con ella.
Por Mariano Del Mazo
En el secundario era el Gallego. Sus padres lo habían arrastrado al exilio –primero Milán, después Madrid– y Santiago Vázquez vivió entre los 4 y los 12 años en Europa y con las valijas a medio hacer. Cuando volvió se le colaba alguna inflexión italiana, pronunciaba las zetas como un español, dejó sorprenderse por el clima eufórico del primer alfonsinismo e hizo un curso acelerado de identidad. “Hasta ese momento yo no sabía lo que significaba ser de un lugar”, dice, otra vez con la valija a medio hacer, con un ticket de un barco que en una hora sale a Colonia, donde lo esperan mujer e hijas.
Hoy, Vázquez opina que tal vez una de las causas del extraordinario suceso de sus combos percusivos La Bomba de Tiempo y La Grande provenga de una vuelta de rosca de la noción de identidad. “Yo creo que ocupamos un espacio de encuentro alrededor de la percusión con algo genuino, que no es una imitación de la música de otros lugares. La gente escucha algo de ahora y de acá.” Es decir, nada de mirar a Olodum o a Timbalada: ahora y acá es, según Vázquez, parches y samples, música electrónica y mash up, cultura afro procesada por una minipimer porteña que desdeña los alcances de un curso del Rojas, ese estereotipo de gente que se debate con elasticidad de capoeira entre la introspección del yoga y la catarsis de la percusión. Aquí no hay catarsis: aquí toca el que sabe y el que no sabe, baila.
Pero, hasta llegar a este éxito decantado, Vázquez transitó un pesado camino de curiosidad y estudio, que fue partido en dos por una tragedia que estuvo a punto de tumbarlo pero que finalmente, dice, lo fortaleció: la muerte de su padre, Cacho Vázquez, ahogado en el Delta en la madrugada del Año Nuevo de 2000. “Fue duro, un proceso que tuve que atravesar. La muerte de un padre siempre te coloca en otro lugar”, dice, y ampliará.
A los 10 años pasó del clásico infantil de golpear cacharros con palitos chinos a estudiar batería y solfeo. En la Argentina siguió con cursos de Armonía y Audioperceptiva. “Cuando era chico, lo que escuchaba eran los discos de mis viejos y lo que pasaba la radio en España. Yo ya inventaba melodías, tocaba y grababa casetitos. Un día escuché a una cantante egipcia llamada Um Kulsum, muy importante en el mundo árabe. Y me di cuenta de que las melodías que usaba Kulsum se parecían a las que yo hacía. Eso me produjo una sensación de permiso: lo que para mí era un juego podía funcionar, era considerado música. Ese fue el principio. A partir de entonces, ya más grande, empecé a expandirme, experimentaba a nivel tímbrico: tocaba horas el berimbau, la calimba, cada viaje que hacía lo usaba para estudiar ritmos de cada lugar. Eso habrá sido a mis 15 años. Ahí supe que iba a ser músico. El primer dinero que gané fue como baterista de Carola Cutaia.”
Mientras trabajaba de batero profesional (tocó con Alejandro Lerner, Juana Molina, Luis Salinas y hasta con Roberto Goyeneche) y escuchaba los discos de jazz y de Paco Ibáñez de sus padres, se tiró de cabeza en las obras de Egberto Gismonti, Hermeto Pascoal, Wagner Tiso y Milton Nascimento. “Fui a Brasil de vacaciones y me compré toneladas de discos, un pandeiro, triángulos... entré a darle a toda la percusión que se me cruzara.”
Cacho Vázquez, en tanto, se disponía a crear un enclave fundamental para la cultura de los agridulces años menemistas: El Club del Vino. Santiago andaba por los 20 años y cada sábado se ubicaba al costado del escenario como un nene que busca descubrir qué truco oculto hay detrás de la magia del mago. Nadie supo advertir entonces esa maravillosa naturalidad de cada fin de semana porteño, esa gloriosa rutina; parecía algo normal: todos los sábados tocaba el Quinteto Real con Horacio Salgán, Ubaldo de Lío, Néstor Marconi, Antonio Agri y Oscar Giunta. Jaime Roos, por ejemplo, cruzaba el Río de la Plata solamente para ver al grupo. “Para mí es como ver tocar el quinteto de Miles Davis”, decía el uruguayo. “Mi viejo tenía El Club del Vino por puro placer. No era negocio para nada. Fueron noches fabulosas, muy estimulantes e influyentes. La clave es Salgán: yo hice algunas músicas que no tienen ninguna relación con el Quinteto Real, pero sin embargo las arreglé pensando en Salgán, en cómo arreglaba él. Obviamente, sin pretender estar a la altura ni por asomo. Me parece una de las cumbres de nuestra música. Y me gusta más en cuanto a la originalidad y punto de cocción que Piazzolla. Salgán está en tensión entre la modernidad y la tradición, siempre sin correrse del ritmo de tango. Me fascina esa organicidad.”
Hijo único, la muerte de su padre lo arrojó a ocuparse de El Club del Vino durante algunos años. “Aprendí cosas que un músico raramente aprende. Me ubiqué en otro lado del mostrador. Ese aprendizaje forzoso de cuestiones empresariales, de organización, me hizo comprender una realidad más completa de lo que es el trabajo de un músico y tener otra visión. Yo estaba muy mal, pero como dice la famosa frase de Nietzsche: ‘Lo que no te mata, te fortalece’. Creo que el hecho de que hoy funcione La Bomba de Tiempo, un proyecto pensado para mucha gente, tiene que ver con las enseñanzas de aquellos años al frente de El Club del Vino.”
Santiago Vázquez ataca varios frentes. Después de haber hecho discos solistas tan eclécticos como Raamon (si se quiere, su costado de improvisación pop) y Mbira y Pampa (consagrado al mbira, un instrumento africano con lengüetas metálicas que percuten), después de explorar cierta sofisticada cancionística étnica con Puente Celeste, después de fundar el Colectivo Eterofónico, encontró, si cabe la expresión, su lenguaje musical totalizador con La Bomba de Tiempo y La Grande.
El huevo de la serpiente estaba en el Colectivo Eterofónico: allí Vázquez entendió que podía componer e improvisar en vivo y en tiempo real, con el formato de una orquesta de cámara que tensaba la percusión afro con el jazz. Y, sobre todo, allí comenzó el sistema de señas que rige tanto La Bomba de Tiempo como La Grande. Más allá de lo técnico, verlo en directo a Santiago Vázquez desgañitarse en una serie de espasmódicos movimientos de manos que marcan compases, escalas, armonías aleatorias, frases ternarias, lo que fuere, es un espectáculo en sí mismo: se posesiona como si fuera un Juan D’Arienzo de Palermo Soho, esa clase de swing y exteriorización.
Está escribiendo un libro explicando los fundamentos de ese sistema de señas. “Yo digo que lo que hacemos es improvisación con señas. Cuanto mejor es el músico, menos señas hacen falta. De hecho, el director se basa en lo que está tocando el músico y el material más interesante lo genera la propia improvisación del ejecutante. Es como un partido de fútbol: podés jugar bien o mal. A veces ocurre que existe una frustración porque no se logra plasmar una idea. Después se habla: ‘¿Qué pasó? ¿Por qué no me entendían? ¿No estaban atentos?’ Como en un vestuario.” El origen del sistema habrá que rastrearlo en el cornetista, compositor y director estadounidense Butch Morris. “Cuando lo vi, no conocía ese lenguaje gestual. El las hace con una mano libre y una batuta. Su música tiene que ver con el free jazz. Me pareció que podía adoptarlo, adaptarlo, para conseguir lo que yo buscaba tímbrica y armónicamente.”
La Bomba de Tiempo convoca cada lunes 2500 personas en el Konex (el tope puesto por los buenos muchachos de Macri) y tiene la singularidad de que, desde que arrancaron, nunca dejaron de tocar: ni siquiera suspendieron la nevada del lunes 9 de julio de 2007. Sin embargo, la gran obsesión de Vázquez es La Grande. “La Bomba funciona sola, incluso muchas veces tocan sin mí, y la dirección es rotativa. En La Grande profundicé esa idea y sumé bajo, guitarra, dos baterías y vientos. Hacen temas míos, todo es más elaborado, hay más intervenciones electrónicas... Es más nocturno, más bailable.”
Muchas de las ideas rítmicas, vaya uno a saber por qué, Vázquez las cocina junto a sus músicos en estaciones de servicio y en la caja de una camioneta. Hace poco se trenzó con la nueva banda del Café Tacvba Rubén Albarrán, Hoppo!, y en las galerías del Konex esas ideas rítmicas más el talento insondable del ekeko mexicano protagonizaron uno de los mejores conciertos de 2010. Había que escuchar temas del repertorio de Mercedes Sosa de los ‘70, como “Volver a los 17” o “Canta tu canción”, con esa base de tambores y Albarrán sacudiéndose como un pájaro loco. La música de Vázquez siempre parece apoyarse en universos que están a punto de colisionar, pero que finalmente confluyen en una fundición más que en fusión. La cuestión lo obsesiona: la cabeza de Vázquez funciona como un programa de edición. “Yo voy caminando por la calle y escucho el regador mecánico en una plaza, un gomero que le está dando maza a una llanta, los pájaros, la cumbia que sale del quiosco... Eso me interesa. Los diferentes planos simultáneos. En la India, en un viaje, me pasó de escuchar un grupo de percusión que venía caminando para un lado, para un ritual, y otro que venía por el otro lado. Se iban acercando, y llegaron a tocar uno al lado del otro, pero cada uno a su ritmo. Lo que pasaba entre los dos era increíble. Después, con la tecnología digital, se empezó a experimentar con eso en la música popular. No es ninguna novedad. Lo que es novedoso de La Grande, o por lo menos yo nunca vi algo así, es la posibilidad de hacer eso en tiempo real. Pedir a los músicos que toquen un tema y superponer otra parte de otro tema en tiempo real e ir jugando con esos elementos.”
Vázquez habla de trance, de hipnosis, de baile, de la música como servicio, de su interés por la biología, del esnobismo (“no es algo exclusivo de Buenos Aires, es casi normal: cuanto más compleja es la música, más se refleja cierto aura de intelectualidad. Hay gente que se acerca sin estar disfrutando realmente, lo cual no me parece ni bien ni mal... Simplemente me parece una pérdida de tiempo para esas personas”) y de su futuro cercano. “Ya grabamos un disco con La Grande que saldrá hacia mitad de año. Antes quiero hacer un buen laburo de edición, como si fuera música electrónica. Hay voces, pero no canciones. Se trata de improvisaciones en el estudio, con todos los temas superpuestos... Cada vez me gusta más la producción, esa visión global del productor. En los antípodas, estoy pensando para fin de año un disco de canciones.”
Cansado, con los ojos claros a media asta, apura las últimas reflexiones con el ticket de Buquebús en la mano. “Recién ahora estoy abandonando las recetas aprendidas”, dice mientras abre la puerta de su casa de Saavedra para buscar un taxi. El chirrido de la bisagra de esa puerta, su celular que empezó a sonar y el motor de un Rastrojero sobre Triunvirato son el telón sonoro exacto para los desvelos de un músico que hace pie en lo ancestral para relatar, con cueros, bronces, afro beat y electrónica, la neurosis nuestra de cada día.
La Bomba de Tiempo se presenta los domingos y lunes a las 19 en la Ciudad Cultural Konex, Sarmiento 3131, con entradas a 30 pesos. Los domingos es apto para todo público; los lunes para mayores de 18. La Grande, en el mismo lugar, toca los viernes de febrero y el primer viernes de marzo, a partir de la medianoche. Entradas: 40 pesos.
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