Domingo, 27 de febrero de 2011 | Hoy
PERSONAJES > LETICIA BRéDICE EN EL ELEGIDO
Por Sergio Kisielewsky
Si un periodista deportivo narra los partidos de fútbol de la Premier League con la mejor performance de Carlos Tevez o Drogba apilando defensores en el área rival, convirtiendo un relato ágil y acorde con la velocidad del juego, el cronista deberá intentar algo parecido con Leticia Brédice al frente de la pantalla en El Elegido.
La escena es breve: la actriz le habla a una muñeca, la suelta, la reta, la despeina y la maquilla. Algo grave ocurre pues la mirada de Verónica San Martín (Leticia Brédice) va y viene. Después entra Andrés (Pablo Echarri) y se abrazan. Lo que queda flotando es la intensidad actoral que genera Brédice y su derrotero. No puede con su hija autista, no puede con su mundo entre algodones a punto de desgarrarse, no puede con su Galería de Arte y ni siquiera puede hacer un té y –vaya paradoja– lo que no puede se convirtió en el papel de su vida en la ficción.
Verónica atraviesa la cámara en su desmoronamiento, los gestos descolocan al más duro, pero su round con la muñeca quedará entre las escenas más logradas en nuestra pantalla. Su itinerario nos lleva a la pregunta: ¿una madre puede o debe poder siempre? La actriz logra que la dignidad en la derrota sea motivo de festejo para los espectadores. Construye un personaje con pocos recursos, cortantes, ásperos como tajos; la cartera no sabe dónde ponerla, el rimmel le cubre los ojos, se esconde bajo la mesada de los sanitarios en un restaurante lujoso, el blanco de su vestido hace juego con su mirada que es transparente. Si algo evoca esta heroína camino a las grandes ligas es a la Blanche Dubois de Tennessee Williams en Un tranvía llamado Deseo. Algo que se quiebra y es fuerte a la vez, un cristal esmerilado por una fuerza que ya no controla. No acude a sus pastillas porque las perdió y una y otra vez lleva a la práctica lo que de movida le dijo a Andrés al iniciar la tira: “Sos lo único que tengo”. Verónica mirando las pinturas de El Bosco, con los guantes a medio calzar, esperando siempre que Andrés vuelva, llamándolo a un celular perpetuo, tratando de que las empleadas más jóvenes aprendan un oficio muy difícil de entender como el de galerista de arte. Perdida entre los delirios de grandeza y las astillas de un mundo perdido, como el de la dama sureña, Blanche Dubois.
Leticia es algo semejante a un huracán de tristeza, un despojo que sin embargo se recompone a cada paso; una huraña que aprende una lección oculta a base de golpes que no se ven. Algo la está acorralando en medio de un pantano, por ahora está en un hueco sin fondo. Hasta sus largas piernas están tristes, su pollera es tan blanca que encandila.
Si entre los 12 y 16 años estudió teatro con Norman Briski, a los 17 obtuvo el premio a la revelación femenina en Los años rebeldes y descolló como la ladrona reticente de Nueve reinas, la bohemia de Cenizas del paraíso y la compinche de los ladrones de bancos en Plata quemada. Encontró el temple en personajes al límite en Mujeres asesinas y Tiempo final en la TV. En el 2001 por fin se llevó su Martín Fierro por su papel en 22, el loco, y también descolló entre las externadas de Locas de amor. En el último semestre de 2010, su testimonio salió en Información General y Policiales al denunciar que sufrió acoso psicológico por parte del padre de su hijo Indio. Leticia con Sbaraglia, con Luppi o con quien se le cruce, sabe dónde ubicarse como si estuviese gritando, por lo bajo, aquí estoy libre como el viento y mi pensamiento no sé callar.
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