Domingo, 6 de marzo de 2011 | Hoy
MITOS > A 20 AñOS DE SU MUERTE: GAINSBOURG MáS PRESENTE QUE NUNCA
Fue icono, pionero y enfant terrible al mismo tiempo: su ductilidad musical lo volvió en un precursor comparado con Dylan y Bowie, su manejo mediático lo metió en la cabeza de cada francés y su humor vitriólico lo hizo el centro de celebraciones y repudios por igual. A 20 años de su muerte, su obra y su figura sólo se agigantan, la lista de artistas que lo graba no para de crecer y la devoción del público no cede. ¿Cuáles son los verdaderos motivos del mito de Serge Gainsbourg? Acá, algunas pistas.
Por Mariana Enriquez
Hace veinte años, cuando la radio y la televisión anunciaron la muerte de Serge Gainsbourg, los parisienses sufrieron un terremoto emocional. Se sabía, porque era un hombre público que no ocultaba su decadencia física, que estaba muy enfermo. Entre 1990 y 1991 había sufrido un infarto –el segundo: el primer ataque al corazón lo tuvo a los 45 años–, le habían extirpado dos tercios del hígado en una cirugía de la que se recuperó milagrosamente, se estaba quedando ciego y caminaba con bastón, porque la arterioesclerosis le había afectado las piernas hasta el riesgo de amputación. Era alcohólico y fumaba entre tres y cinco atados de Gitanes por día. Sin embargo, nadie creía que fuera a morir. No lo creía su ex mujer, Jane Birkin, que seguía siendo su gran amiga, lo visitaba todos los días, le hacía de comer y chusmeaba con él. No lo creía su hija Charlotte, que apenas meses antes se lo había llevado de vacaciones a las Antillas. Su productor Philippe Lerichromme, que lo cuidaba y ayudaba como nadie, lo intuía, pero igual se sorprendió: tenían muchos planes, desde grabar un disco en Nueva Orleans hasta una posible colaboración con Bob Dylan. Y no lo creía la gente porque eso suele suceder con los iconos vivos: están ahí, sobreviven a lo impensable y uno se va acostumbrado a su terca persistencia hasta que un día se mueren y entonces se siente un vacío parecido al de la muerte de un padre: una pérdida esperable pero que se siente insólita. Ese 2 de marzo de 2001, la policía tuvo que acercarse a la rue de Vernueil, la calle donde quedaba –donde está hoy– la casa de Gainsbourg y levantar barricadas, porque la gente se amontonaba entre desolada e incrédula. Dentro de la casa velaban el cuerpo Jane Birkin, sus hijas Kate y Charlotte y Bambou, la hermosa novia de Serge. Estuvieron con él tres días en esa casa extraña que Serge había tardado años en decorar: las paredes, techos y pisos negros, el piano negro, chimenea negra, sofá negro, un mayordomo, una extraordinaria colección de arte contemporáneo. Serge vivía solo, entre otras cosas porque no soportaba que alguien tocara sus cosas: era un fanático del orden, quizá un obsesivo-compulsivo; solamente aguantó en su momento a Jane Birkin y sus hijas porque estaba enamorado de su familia. Pero cuando Jane se fue, se quedó solo. Y murió solo, de un paro cardíaco, en su cama. Una muerte discreta para un hombre que, sobre todo en los últimos años, había compuesto un alter ego llamado Gainsbarre especializado en escándalos, borracheras públicas, aspecto desaliñado –cuidadosamente diseñado, porque Gainsbourg se bañaba tres veces por día, era pulcro hasta la locura– y exabruptos de todo tipo.
Pero cualquier enojo con ese hombre adolescente se terminó con su muerte. François Mitterrand llegó a decir “fue nuestro Apollinaire, nuestro Baudelaire, elevó la canción a la categoría de arte”. Y todavía en Francia es una referencia habitual preguntarse dónde estaba uno cuando murió Gainsbourg.
¿Qué se perdió con Gainsbourg? Entonces pocos lo sabían fuera de Francia, pero con el tiempo, los homenajes, versiones y reconocimientos, el mundo se fue enterando de que ese hombre extraño era comparado con Dylan, Leonard Cohen, Bowie, Fela Kuti, Caetano Veloso, Prince –que era un genio musical del siglo XX–. El último número de Rolling Stone francesa le dedica diesicéis páginas a Gainsbourg y se lo describe como absolutamente presente y relevante: en el desafío y la popularidad del rap francés, en cantautores famosos como Benjamin Biolay –que ha estudiado con dedicación al maestro–. Pero algo les falta a todos sus hijos; el genio quizás, o la maestría en el uso de los medios, o a lo mejor sea el cambio de época, que ya no permite la sombra de un gigante, con los artistas diseminados en red, democráticamente repartidos, y todo el mundo mirando al cielo viendo tantas estrellas y ningún sol.
Lo cierto es que Gainsbourg hizo de todo, y en general lo hizo antes y mejor. Fue uno de los mimados de la posguerra según la rive gauche, admirado por Boris Vian, pianista de bares en la madrugada, compositor de canciones para la exquisita Juliette Greco. Las canciones de entonces incluían angustia existencialista como en “Le poinçonneur des Lilas” (1958) sobre un inspector de boletos que se suicida porque no soporta “una vida llena de agujeros”, y referencias a sus poetas favoritos, en “La chanson de Prévert” o “Le rock de Nerval” (1961). Enseguida se convirtió en el autor obligatorio, y escribió para la adolescente France Gall la canción ganadora de Eurovisión, para Petula Clark, Françoise Hardy, Brigitte Bardot, Dalida. Sobrevivió al yé-yé y la invasión del rock n’roll siendo el más rockero de todos, a pura actitud, amante de Bardot –dos discos con ella y la espléndida “Bonnie & Clyde”–, inventor del “franglés”, investigador de la música africana. Gainsbourg fue pionero varias veces: nadie había hecho dúos con actrices y modelos como él, su forma de incorporar ritmos afro puede considerarse una temprana muestra de “música del mundo”, sus recursos narrativos y gramaticales eran –son–- únicos y en ocasiones vuelven intraducibles sus letras, tan pendientes de la multiplicidad de sentidos, la cadencia, los juegos; sus letras crueles, surrealistas, muchas veces tristes, muchas veces locas. Luego llegaría el amor por Jane Birkin y su único éxito enorme de verdad: “Je t’aime... moi non plus” (1969), la canción más erótica jamás grabada, que lo hizo rico con seis millones de copias vendidas y el primer número uno para un artista no anglo en Gran Bretaña. Escribe Sylvie Simmons en la introducción a Serge Gainsbourg, la biografía: “Su producción musical a lo largo de tres décadas fue asombrosamente prodigiosa. Abarcó tal variedad de reinvenciones, incluyendo la música clásica, la chanson francesa, el jazz, el girl pop, el rock, el reggae, la música disco y el rap que hizo que David Bowie pareciera estancado”.
Los años ‘70 lo encontrarían en su mejor momento, con los extraordinarios discos conceptuales Historie de Melody Nelson (1971), sobre el amor de un francés de mediana edad por una quinceañera inglesa que termina trágicamente, y L’homme à tête de chou (1976), sobre otro tipo enamorado de una peluquera bella y morena que termina matándola con un extintor de incendios, y recibe como castigo la locura, que consiste en creer que su cabeza es una coliflor. Misógino, se dijo en su momento, y él lo reconocía; pero era un exorcismo aparentemente, porque en la vida real parecía ser amoroso con sus mujeres. Hubo otros hitos en los ‘70: Vu de l’exterieur, un disco de obsesión escatológica con canciones sobre pedos (“Des vents des pets des poums”) y mierda (“Pamela popo”), que referenciaba tanto a Rabelais como a Dali, aunque no fue entendido así, ni siquiera cuando editó la novela Evguénie Sokolov (1980) sobre un artista que se tira pedos todo el tiempo y que tiene mucho de autobiografía. 1975 fue el año del gran exorcismo con el rockero Rock around de bunker, que se burlaba del nazismo con canciones cantadas en la voz de Hitler, harto de Eva que no para de canturrear, “Nazi rock” sobre SS travestidos, o “Yellow Star” (“Estrella amarilla”), una mueca a su infancia. Serge Gainsbourg nació Lucien Ginsburg, hijo de judíos rusos, y en su infancia tuvo que usar la estrella amarilla en la Francia ocupada, tuvo que ver a sus vecinos convertirse en cobardes o colaboradores, y tuvo que huir al territorio libre del sudoeste, a Limoges, el único lugar donde a su padre, también músico, todavía le daban trabajo.
Los ‘70 terminaron con un éxito y un escándalo: Aux Armes Etcaetera, un disco grabado en Jamaica con miembros de los Wailers y Robbie Shakespeare (otra primera vez: fue un pionero entre los músicos blancos que grabaron en la isla) que incluía una versión reggae de La Marsellesa. El gesto le valió amenazas de muerte, enfrentamientos con ex combatientes y hasta un rebrote de antisemitismo de parte de franceses nacionalistas que no soportaban escuchar el llamado a las armas para los hijos de la patria cantado por un judío.
El escándalo fue su vida. A France Gall le hizo cantar “Les sucettes”, una canción sobre chupar y chupar un chupetín hasta llegar al anís del interior. La chica no sabía de las connotaciones, era una adolescente; le dejó de hablar a Serge durante años. En 1984 apareció Love on The Beat y allí cantaba “Lemon Incest” a dúo con su hija Charlotte, de trece; en el video se los veía con poca ropa sobre una cama de sábanas de seda negras. Charlotte lo recuerda hoy como un momento para nada traumático en la vida que llevaba con su padre; Jane Birkin se horroriza ante la más mínima insinuación de abuso. Pero la sugerencia estaba allí, y hasta quienes más lo admiraban se sintieron incómodos. Dos años después apareció la película Charlotte Forever, donde la adolescente actuaba junto a él, ella fuerte y extraña, él el padre autodestructivo. No gustó. Tampoco había gustado su película anterior Je t’aime... moi non plus de 1975, con Jane Birkin, Joe Dallesandro y Gérard Depardieu: Jane era una chica que se hacía pasar por chico para seducir al camionero gay que hacía Joe. Hoy es un clásico de culto. En los últimos años quemó dinero en la tele, insultó al socialismo –Serge era conservador–, le dijo a Whitney Houston que se la quería coger en vivo en un programa de “variedades”, escribió canciones para Vanessa Paradis, Isabelle Adjani y como siempre para Jane Birkin, se hizo amigos de los policías del barrio con quienes se emborrachaba y salió de gira después de trece años de no pisar los escenarios, porque sufría de pánico escénico. Muchas veces, oculto tras Gainsbarre, fue insoportable. Pero sus fans se lo perdonaron todo.
Los homenajes a Gainsbourg, en rigor, no se han detenido desde su muerte, especialmente en el mundo anglosajón, que lo descubrió tarde y con culpa. Una lista incompleta de quienes han grabado sus canciones desde 1991, a veces traducidas: Cibo Matto, Mick Havey (el guitarrista de Nick Cave & The Bad Seeds le dedicó dos discos completos de versiones, Intoxicated Man y Pink Elephants), April March, Nick Cave, Mike Patton (de Faith No More), Marc Ribot, Bret Anderson (Suede), Franz Ferdinand, Cat Power, Marianne Faithful, Tricky, Portishead, Jarvis Cocker. El año pasado, el director e historietista Joan Sfar (autor de El gato del rabino) estrenó su biopic Gainsbourg: vie heroïque con bastante fortuna. Para el aniversario se acaba de lanzar en Francia Intégrale 20 anniversaire, una edición limitada y numerada de veinte CD y 280 canciones, apenas quince inéditas –-Gainsbourg solía trabajar bajo presión, sobre la marcha, no tenía mucho material guardado–. Su hijo Lulu –el que tuvo con Bambou– lanzó su disco debut con versiones de su padre; Jane Birkin, un documental íntimo con videos caseros e imágenes jamás vistas. Charlotte sigue intentando convertir la famosa casa de la rue Vernueil en un museo. Pasa que el edificio no cumple con ninguna norma de seguridad, y la única manera sería trasladarla tal cual está a las afueras de París, en una complicada operación de grúas y demoliciones. La gente le sigue dejando graffities y pintadas y stencils en las paredes, y el elegante barrio sigue rezongando como lo hacía en vida del ícono.
Lo que sobrevuela los homenajes, sin embargo, es una sensación de vertiginoso vacío. No hay nadie parecido a Gainsbourg en Francia; hay pocos artistas vivos que se le puedan comparar en el mundo. Su muerte prematura, a los 62 años, parece otro de sus muchos gestos pioneros: el de clausurar una época antes de que todos los demás se dieran cuenta de que estaba terminada.
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