Domingo, 6 de marzo de 2011 | Hoy
CASOS > A 50 AñOS DE CLEMENTINA, LA PRIMERA COMPUTADORA CIENTíFICA ARGENTINA
A comienzos de los ’60, durante el desarrollismo de Frondizi, en una habitación especialmente creada, se encendió la primera supercomputadora científica que tuvo la Argentina: catorce armarios parecidos a un vestuario, 5000 válvulas de vidrio, exigencias quirúrgicas de humedad y temperatura. Pero durante los siguientes seis años, Clementina fue la niña mimada de un Instituto de Cálculo con que la UBA se involucró en servicios tan diversos como el Censo de 1960 y la frecuencia de los semáforos de la Av. Santa Fe, pasando por el cálculo de la órbita del Cometa Halley y la lingüística. El brutal asalto del gobierno de Onganía a la universidad pública dejó el proyecto moribundo, hasta que en 1970 la apagaron definitivamente.
Por Carlos Gradin
La primera computadora científica llegó a la Argentina en barco. Fue en diciembre de 1960, y su destino era la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, pero en realidad la Mercury de la compañía inglesa Ferranti había sido comprada dos años antes. Los tiempos de la industria informática distaban de la entrega inmediata, y ni hablar de la promesa de enchufar y usar.
De hecho, pasarían meses antes de que funcionara. La Mercury necesitaba un espacio que albergara su frente de 18 metros de gabinetes, y en el que la temperatura y la humedad se mantuvieran controladas. Se construyó una sala especialmente para ella en la nueva Ciudad Universitaria, se envió a estudiantes y profesores argentinos a Inglaterra para capacitarse, y se invitó a expertos como la programadora inglesa Cicely Popplewell, colaboradora de Alan Turing, para dictar cursos y difundir la “mentalidad computacional” en Argentina.
El impulsor de estas actividades era el vicedecano de la Universidad de Buenos Aires, el matemático Manuel Sadosky, un pionero en la difusión de la cibernética en el país. Alrededor de la computadora de la Facultad se terminó de consolidar un espacio interdisciplinario de investigación y desarrollo, el Instituto de Cálculo, en sintonía con las transformaciones en la Universidad luego de la caída y proscripción del peronismo, y la llegada al poder del gobierno del radical desarrollista Frondizi.
Seis años más tarde, el Instituto había puesto en marcha la carrera de computador científico y ofrecía cursos de computación abiertos al público. Sobre todo, se había establecido como una usina de investigaciones para la aplicación de computadoras en temas que iban desde el Censo de Población de 1960 hasta la órbita del Cometa Halley y la frecuencia de los semáforos de la avenida Santa Fe. Toda una camada de jóvenes investigadores, programadores e ingenieros se formó en el Instituto, algo que sumado a la gran producción de textos y la política de financiar parte de sus actividades mediante la venta de servicios a empresas y organismos del Estado, vuelve aún más incomprensible su final.
En 1966, el golpe del general Onganía derrocó al gobierno de Arturo Illia. Un mes más tarde la Policía Federal ingresaba a los edificios de la Universidad para desalojar una protesta, y encarcelaba a estudiantes y profesores luego de golpearlos y hacerlos desfilar con los brazos en alto, como muestra una imagen emblemática de aquella Noche de los Bastones Largos. El Instituto de Cálculo seguiría funcionando, pero casi todos sus integrantes renunciaron para buscar nuevos rumbos, algunos en la actividad privada y otros en universidades de países como Uruguay y Venezuela.
Hoy, a 50 años de su puesta en marcha, la Facultad de Ciencias Exactas presenta un concurso de cuentos que invita a homenajear a “Clementina, la primera computadora”. Una buena oportunidad para preguntarse, entre otras cosas, por los motivos que pudieron haber llevado a las autoridades de la Universidad a dejar que el Instituto de Cálculo se vaciara. ¿Qué vieron de subversivo los interventores de la Universidad en un proyecto de científicos que aprendían a usar una computadora?
Sin duda es gracioso que la protagonista de esta historia de programadores desalojados, como si fueran hippies en una plaza o trabajadores en la toma de un frigorífico, tuviera un nombre tan inofensivo como Clementina. Se lo habían puesto sus usuarios debido a la melodía de una vieja canción del Oeste norteamericano que venía almacenada en su memoria, y que era modulada a través de un primitivo sistema de sonido.
Clementina también jugaba al ajedrez, sin mayor destreza, pero ganaba partidas de nim, ese juego ancestral en el que dos jugadores se turnan para levantar fichas de la mesa, mientras compiten para no ser el que levante la última. Cuando ganaba, y Clementina siempre ganaba, si el primero en mover era un humano hacía sonar por sus parlantes los acordes de la Marcha Triunfal de la Aída de Verdi, un repertorio al que los programadores del Instituto de Cálculo agregaron “La Cumparsita”.
En una nota en la revista Vea y Lea de 1962, Enriqueta Muñiz describe con algo de desengaño el aspecto de la famosa computadora, compuesta de “catorce armarios que se asemejan a los vestuarios de un club”. En esas imágenes puede verse a los empleados del Instituto operando paneles recargados de conexiones, inclinados sobre la máquina con el mismo cuidado que pondría en su consola el operador de una central nuclear.
Si algo debía necesitarse para hacer un centro de investigación en informática en la Argentina de los años ‘60, sin duda era ese amor por la tecnología y la curiosidad un poco obsesiva que se asocia a la figura del “hacker”, y que sin duda traslucen las anécdotas de quienes lidiaron con Clementina. La Sociedad Argentina de Informática (Sadio) entrevistó hace unos años a muchos de los que pasaron por el Instituto, y entre esos testimonios puede verse, por ejemplo, al ingeniero Jonas Paiuk desplegando un pedazo de cinta perforada que conserva como recuerdo de la época en que interactuar con la computadora implicaba realizar perforaciones en tiras de papel para luego introducirlas en un lector, y esperar que no hubiera habido agujeros mal perforados, que entonces debían ser reparados uno por uno con cinta adhesiva, lo que obligaba a los programadores a intentar la proeza de “hablar” el más crudo lenguaje binario de ceros y unos.
Paiuk recordaba, también, cuando en 1964, como encargado de mantenimiento de Clementina, fue enviado a Inglaterra luego de que les llegara la información de que la Shell estaba deshaciéndose de una computadora del mismo modelo que la instalada en Buenos Aires, por lo que su misión era conseguir los tambores magnéticos de memoria, para sumarlos a los dos ya instalados. La misión lo llevó a negociar con un vendedor de chatarra militar que le terminó vendiendo varios cajones de piezas desechadas, que serían recicladas por el Instituto.
Reparada y supervisada permanentemente, las 5000 válvulas de vidrio de Clementina obligaban a detener el trabajo para reemplazarlas, o esperar a que las condiciones de humedad y temperatura fueran las óptimas. Así y todo, la computadora llegó a funcionar las 24 horas del día, con turnos rotativos de encargados que ejecutaban los programas de las distintas áreas. Ingeniería y estadística, sobre todo, pero también investigaciones como las del grupo de lingüística, que usó la computadora para analizar estructuras de la lengua española y hacer ensayos de traducción automática del ruso.
Oscar Varsavsky coordinaba a un grupo de economistas, sociólogos y programadores que preparaban “modelos de experimentación numérica”, e intentaban aplicar la computadora a fenómenos económicos y sociales de la realidad argentina, representados a través de ciertas variables, lo que vuelve significativo un dato: fue para aliviar su tarea, de por sí compleja y hasta insondable, que el Instituto decidió ayudarlos desarrollando una versión propia del lenguaje de programación de Clementina. Wilfred Durán y su equipo crearon, entonces, el ComIC (Compilador del Instituto de Cálculo), el primer gran proyecto de software del país, para el que contaban con apenas un manual y, sobre todo, la paciencia para la prueba y el error hasta deducir el funcionamiento de la computadora.
El golpe del ‘66 encontró al Instituto implementando con éxito su lenguaje, y ultimando los detalles para empezar una nueva etapa. En su visita por Argentina, en 1964, De Gaulle había gestionado una donación de un millón y medio de dólares del gobierno de Francia para que la Universidad comprara computadoras, en lo que podría haber sido el germen de una red, ya que además del Instituto también iban a recibir terminales la Facultad de Medicina, Ingeniería y el Instituto Germani. Tras la intervención, y el éxodo del personal, con Manuel Sadosky a la cabeza, los trámites para la compra volvieron a foja cero y acabaron diluyéndose. Clementina pudo haber acabado sus días en mejores circunstancias, pero siguió cubriendo las necesidades de un Instituto despoblado y sin dirección académica, en el que se hizo cada vez más difícil conseguir repuestos para la computadora, hasta que en 1970 se comunicó su cese de operaciones. Habría que esperar hasta el regreso de la democracia, en los ‘80, para que surgiera nuevamente un programa de investigación en informática en la Universidad, mientras los estudiantes seguían haciendo sus prácticas en computadoras de empresas privadas.
¿Qué hubiera pasado si el Instituto de Cálculo, y la Universidad, hubieran recibido el apoyo político y económico del Estado? El matemático Pablo Jacovkis, ex director del Conicet, admite que puede tomarse la libertad de “hacer ucronías, ya que no es estrictamente un historiador”, y mientras sigue con su trabajo de reconstruir la historia de la informática en Argentina, como antes Nicolás Babini, sostiene que un polo tecnológico autónomo en un área como la informática era posible en aquella Argentina, salvando las distancias con los proyectos de las grandes potencias. No suena irreal, si se piensa que hubo que esperar treinta años para que volviera a establecerse un centro de informática comparable al Instituto de Cálculo. Y menos si se agrega que hubo otros proyectos contemporáneos a Clementina, como la computadora experimental Cefiba, que se diseñó y armó en la Facultad de Ingeniería, o la que estaban en vías de construir en la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, hasta que la cesación de pagos de los subsidios obligó a darla de baja. En esos tiempos, Horacio Reggini, de la Facultad de Ingeniería, se convertía en la primera persona en loguearse desde Argentina a un sistema con un nombre de usuario y un password, cuando pidió prestados los teletipos de la empresa Transradio para ingresar a una computadora del MIT. Una anécdota, pero también una muestra de que incluso en Argentina surgieron focos militantes de esa “revolución electrónica” que desveló a Marshall McLuhan y dio inicio a nuestra época de celulares más poderosos que las megacomputadoras de ayer.
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