Domingo, 10 de abril de 2011 | Hoy
Durante los últimos meses de 1891, hubo en Buenos Aires una gran muestra en la calle Florida, en la que artistas como Sívori, Della Valle y Giudice, becados por el gobierno para estudiar en Europa, expusieron por primera vez después del viaje. Pero una crítica del español Maximiliano Eugenio Auzón encendió una polémica virulenta con Eduardo Schiaffino, que terminó en un duelo la mañana de Navidad. La disputa entre el crítico de profesión y el futuro fundador del Museo Nacional de Bellas Artes discutía todo: el papel del Estado en la subvención de los artistas, el papel de la nacionalidad en la identidad artística de un país, la creación de un mercado del arte, el rol de los coleccionistas privados, el vicio extranjerizante, el vicio telúrico y el modo en que uno influye en el otro. 120 años después, Apátrida, la obra de Rafael Spregelburd, exhuma esta polémica casi olvidada, recuperada por una historiadora del arte, y la pone en escena con notable actualidad.
Por María Gainza
Es la mañana del 25 de diciembre de 1891. Refugiadas del sol, las familias porteñas atraviesan una Navidad aletargada. Una fila de carruajes sale rumbo a las afueras de la ciudad. Sólo unos pocos, a los que el calor no ha dejado dormir bien, la ven pasar, pero no le dan importancia. Los carruajes llegan hasta Morón y allí se detienen en el descampado de un bosque brumoso. Se bajan varios hombres de traje y corbata e inmediatamente se separan en dos grupos. Dudan sobre los pasos a seguir, nadie parece muy seguro de qué hacer. Hasta que se deciden, redactan las actas y señalan el sitio exacto. Dos hombres, que hasta ahora habían permanecido en el interior de sus carruajes, descienden, se quitan sus sacos, arremangan sus camisas blancas y toman las armas. Los sorprende el peso de las mismas: nunca antes habían sostenido un sable entre sus manos. Son hombres de pluma y de pincel.
Los duelistas son, por un lado, Eduardo Schiaffino, conocido pintor argentino, y por el otro, Maximiliano Eugenio Auzón, ignoto pintor de marinas y crítico de profesión, nacido en España y afincado en Buenos Aires hace más de veinte años. Están allí para dirimir una batalla moral: una discusión sobre arte que han sostenido durante varias semanas en sus respectivos periódicos. Y ahora sí, a los sablazos, a la europea, digamos, van a poner fin a la disputa sobre si existe o no un arte nacional. Podrían haber elegido un facón, ya que de nacionalismos se trata, pero cuanto más lejos el adversario, mejor. En el primer asalto, los sables dibujan torpes zetas en el aire pegajoso de la mañana. En el segundo asalto, el crítico Auzón hiere la mano del pintor Schiaffino. El combate se interrumpe, las ofensas se retiran, pero las ideas persisten.
La escena es absurda y, como muchas veces ocurre con lo absurdo, ha ocurrido. “¿Cómo habrá sido ese momento? Ese instante grosero en el que la vida, productora natural de metáforas, construye semejante escena para fundar las nociones de ‘artista’ y ‘crítico’: el crítico, temeroso por su vida y en total torpeza para con la herramienta elegida, hiere al artista en la mano, la mano que sostiene el pincel”, escribe Rafael Spregelburd, el dramaturgo que concibió Apátrida, la obra que lleva este episodio de la historia, patético pero colosal, al teatro.
Apátrida no es una tesis histórica sino una Sprechoper, una ópera hablada compuesta fundamentalmente por los discursos ardorosos de Auzón, el amargo crítico que firmaba sus reseñas como “A. Zul de Prusia” y el gran Schiaffino, futuro fundador y director del Museo Nacional de Bellas Artes. La discusión la suscita una muestra de arte de 1891: la Exposición Artística organizada por la Sociedad de Beneficencia de Nuestra Señora del Carmen en una casa de remates de la calle Florida. Recién llegados de Europa, con becas del gobierno y comandados por Schiaffino, los pintores exhiben por primera vez sus trabajos. Un Juan Moreira de Angel Della Valle, una Odalisca de Eduardo Sívori y un Paisaje suizo de Reinaldo Giudice son algunas de las obras expuestas. La muestra, dentro de un panorama pobretón, es visitada según la prensa por “bellas y elegantes señoritas” y “selectas familias”. Algunos críticos la elogian: “Se ha puesto de moda visitar la muestra instalada en la calle Florida. Esto demuestra el general buen gusto que preside en la culta sociedad de Buenos Aires”. Otros son más duros: “Ahora resulta que los mejores cuadros han quedado en la casa de sus poseedores y se han prestado a la comisión telas de menor importancia”. Pero dos figuras cobran relieve.
Schiaffino, que también participa con sus pinturas, reseña el evento en flagrante autobombo. Escribe en El Diario: “Esta exposición muestra que la República Argentina posee ya un núcleo de pintores de la mejor ley, artistas de raza que no se dejan intimidar por la dura situación que sus propios compatriotas les crean”. Hay artistas, hay público y hay fortunas privadas, pero falta el apoyo del Estado para que el arte florezca y madure en suelo argentino. Pero, a días de cerrar, Auzón visita la muestra. El 14 de diciembre el diario Sud-América publica una crónica que arrasa con todo. Critica, en especial, el uso reiterado de la imagen de Juan Moreira, “la figurita repetida” en las artes nacionales y los viajes a Europa en busca de perfeccionamiento: “¿Qué necesidad de ir a estudiar a Europa cuando aquí tenemos el cielo de Nápoles, la luna de todas partes, el sol de Austerlitz y una cordillera que se ríe a carcajadas de Los Alpes? ¡Pero qué arte nacional ni qué berenjenas! Es inútil pensar en ello hasta dentro de 200 años y un par de meses”.
La pelea se vuelve personal. Schiaffino atribuye la animadversión de Auzón al hecho de que él también pretende ser pintor y ha tenido que irse de España por su cualidad de mal artista. Desde la Querelle entre los antiguos y los modernos sucedida en Francia a fines del siglo XVII, el arte no ha levantado semejantes chispazos. Schiaffino extrema su nacionalismo, la defensa del arte argentino pero también la necesidad de mirar hacia Europa (y de viajar a Europa, por supuesto); Auzón sostiene que “el arte no tiene nacionalidad sino una patria universal que es el mundo”. Schiaffino tilda la frase de “hueca” y lo califica de “extranjero”, Auzón le contesta: “El que más y el que menos, todos somos hijos de extranjeros”. La virulencia crece y deriva en duelo.
Si bien la Exposición Artística de 1891 había sido rescatada en el libro Los primeros modernos de Laura Malosetti como una de las primeras manifestaciones de artes plásticas en el país, no había sido estudiada en profundidad. Cuando la historiadora Viviana Usubiaga comenzó su investigación, algunas preguntas la perseguían: ¿cómo habría sido recibida la Exposición en los diarios de la época?, ¿cuál habría sido su impacto en un terreno artístico tan informe? Y quemándose los ojos en los microfilms, dio así con la figura del enigmático “A. Zul de Prusia”, un héroe de dimensiones chejovianas y de una retórica brillante y mordaz que extrañamente no pasó a la posteridad. O al menos el siglo XX lo borró. Cuenta Usubiaga: “Si bien es verdad que la historia pudo haberlo sepultado, algunos historiadores –Laura Malosetti a la cabeza– lo han/hemos rescatado. Y si no, ¿cómo hubiera su nombre saltado a las tablas y multiplicado ahora sus entradas en Google? Pero luego de este exabrupto gremial, me saco la toga y confieso que mis búsquedas sobre su destino, hace más de una década y ahora, no han sido muy fructíferas. ¡Muero por ver una de sus marinas! No he encontrado ninguna, ¿tan mal pintor sería? ¿O tan bueno? Calculé que tenía unos 34 años por entonces, suficientes ya para ser un artista resentido por la falta de éxito y continuar siendo un rebelde, al menos por unos pocos años más, antes de sentar cabeza y volverse más ‘funcional’ (burguesamente hablando), ya que sabemos que llegó a ser secretario de tres ministros –Eduardo Wilde, Manuel Quintana y Lucio Vicente López– y no mucho más”.
Con apenas un cambio de atril, Spregelburd encarna con virtuosismo a los dos protagonistas. Va y viene, declama, entrecorta los parlamentos a su antojo. Lejos de la literalidad, la historia llega al escenario como un eco de voces entrecruzadas y sampleadas: las críticas originales son interceptadas por textos del mismo Spregelburd y otros de periodistas de la época que hacen que el tiempo colapse: el pasado es acá un presente indefinido. Spregelburd representa a Auzón como un cretino en las sombras, un hombre excepcional, extremo, un futurólogo que se lleva las mejores líneas, las del héroe: “Soy el apátrida. Soy la luz. Soy el extranjero de todas las naciones. Soy el primer punk”, dice desde el futuro.
Esta polifonía rara, viciada, está apoyada además en el uso de aparatos tecnológicos: una audio-guía ridícula intenta explicar los cuadros exhibidos en la exposición desde unos grabadores enervantes y Roque Sáenz Peña es contactado mediante un celular y una oreja de gramófono. Estos recursos permiten colar, como una historia dentro de otra, un episodio de censura que giró alrededor de un desnudo pintado por la señorita Sofía Posadas y al cual las señoras del consejo retiraron de la muestra por considerarlo obsceno. La mismísima Posadas relata con circunvalaciones y en voz en off lo sucedido, un escándalo tapado lleno de ribetes hipócritas. Todas estas superposiciones de textos, audios y música incidental suceden gracias a la ayuda de Zypce, un músico de una elegante parquedad que permanece en escena el total de la obra administrando sus sonidos como un DJ a cuatro manos y convirtiendo la sala en una caja de resonancia histórica. Sus varas cortando el aire, sus toscos violines, sus golpes en la madera, sus mezcladitos, pasan de la periferia al centro de la escena. Eso que aparecía como accesorio se vuelve imprescindible: la música crea la atmósfera, ofrece un lugar donde apoyar los discursos y se vuelve a la vez discurso, en su remixado de temas patrios, tangos, cumbias, golpes y relatos de carreras de hipódromo.
Pero como Apátrida nunca pierde su sentido tragicómico, por momentos la obra no deja de ser también una pelea de vedettes. Vedettes cultas y refinadas en una época dorada donde no existía la cámara de televisión. De un ingenio mordaz y adorable, tanto el lobo estepario de Auzón como el pavo real de Schiaffino son hombres histéricos, calentones, afectadísimos en sus declamaciones, que contestan cada exabrupto ad infinitum hasta ya no saber qué están defendiendo, aun cuando la defensa sea a capa y espada.
Un tema indigna por sobre todo a Auzón: las becas del gobierno. Los artistas recién llegados de Europa no han respondido según él, “a lo que podía esperarse de ellos, dada su prolongada permanencia en el Viejo Mundo, por cuenta del Tesoro Nacional rodeados de todos los elementos capaces de vigorizar su talento, si es que lo tenían”. Mete el dedo en la llaga. En 1883, con apenas veinticinco años, Schiaffino había publicado una serie de artículos brillantes, Apuntes sobre el arte en Buenos Aires – Falta de protección para su desenvolvimiento, donde trazó un agudo (y demoledor) perfil del gusto porteño. Allí llegaba a la conclusión de que había que educar con urgencia el gusto artístico tanto del público como de los artistas para que aprendieran a distinguir entre “el verdadero arte” y los “mamarrachos”. Schiaffino consideraba que el público se había acostumbrando a digerir “mojarritas con espinas y todo” en lugar de buenos “peces gordos” y creía que sólo la ayuda estatal podía lograr un cambio de paladar en base a tres medidas: liberar las trabas aduaneras sobre la importación de obras extranjeras, crear un museo público y ayudar económicamente a los artistas. El argumento de Auzón estaba fogoneado por el fracaso estrepitoso de un primer grupo de becarios que a mediados de siglo había sido enviado por el presidente Mitre a formarse en Italia (a su regreso, casi todos abandonaron el arte a favor de carreras más rentables). Schiaffino, que era una máquina de argumentos, sugirió una explicación: para poder ser artista, primero había que tener un público, un ambiente formado. Y eso es lo que él se proponía crear. Es verdad que para entonces la situación había mejorado con respecto a 1883, cuando Carlos Gutiérrez contaba que “uno de los artistas mandados a Europa por el gobierno había sido encontrado en el monte pío vendiendo sus pantalones para poder comer”. Había mejorado, pero para Schiaffino, que pensaba en grande, faltaba aún consolidar el espaldarazo estatal.
Ese era el nudo fundamental de la discusión, pero no el único. Como buenos teros que chillan lejos del nido, la pelea por la nacionalidad sostenida por los críticos encerraba también otro asunto: ¿quién iba a tutelar sobre estas pinturas? ¿Quién sería en todo caso el dealer, y quién iba a conformar el mercado el consumidor? Detalle fundamental en la conformación de un mercado que quiere dejar de ser un bebé de pecho. Auzón tiene su momento de epifanía: “¿Fortunas privadas? Acabáramos. No era Moreira. No era el torso desnudo y censurado. No era mi acento. Era el dinero”.
Después de todo, ¿de qué nacionalismo hablamos? ¿Es más argentino Juan Moreira que un par de cebollas, aun cuando ambas imágenes hayan sido realizadas con técnicas postimpresionistas? ¿Se puede llamar nacional a una odalisca que semeja una madonna italiana? La contienda le sirve a Spregelburd para ponderar también asuntos que rebasan las artes plásticas: acaso hoy, gobalización mediante, ¿sigue vigente la idea de un arte nacional en el cine, en el teatro, en la música? ¿O simplemente se ha vuelto un rótulo vacío, un espejismo que sólo le interesa al programador de un festival europeo que cursó la materia de estudios interculturales?
Han pasado ciento veinte años desde aquella profecía auzoniana. Según ella, faltarían ochenta años y unos meses para que finalmente tengamos un arte nacional. Mientras, el arte argentino oscila entre obras singulares, raras y políticas en el sentido de que reflexionan sobre su realidad sin volverse discurso panfletario a lo Moreira, y obras que siguen las modas de las revistas norteamericanas y que producen un tipo de arte inespecífico: obras ultrasofisticadas pero de obvio diagnóstico. La crítica en cambio ha perdido su fuerza histórica. La cantidad de críticos y de lugares de publicación se han multiplicado, pero la escritura briosa y fluida que caracterizó a estas primeras reseñas (que en sus casos más inspirados recuerda a Diderot) ya no existe. La crítica como texto literario, como un objeto no demasiado distinto de aquellos sobre los que habla, está languideciendo. Llamémoslo problema de mercado, falta de roce bohemio o gripe aviar, pero el tipo de pluma brillante y apasionada de un Auzón o de un Schiaffino aparece sólo en años bisiestos. La mayoría de los críticos ha abandonado la línea de fuego a favor de una voz baja. Quizá sea un signo de madurez la ausencia de un juicio tan tajante. Pero quizá también el mercado siga siendo tan estrecho que cuando la crítica finalmente aparece, o da señales de disconformidad, su autor es retado a duelo en las afueras de la ciudad-pueblo.
Auzón mismo lo pronosticó: “¿A dónde iríamos a parar si por el hecho de emitir opinión sobre facultades de la inteligencia se debiera sujetar indefectiblemente el criterio a las estrecheces de círculos, a las consideraciones de la amistades y, en general, a todas aquellas trabas que impiden que en esta tierra la crítica haya sido hasta ahora lo que debe ser: sincera, razonada, severa?”. Esa sigue siendo la pregunta por acá.
Apátrida. Doscientos años y unos meses
El Extranjero, Valentín Gómez 3378.
Reservas: 4862-7400.
Domingos, 18.45 (muy puntual).
En las fotos, Zypce personifica a Auzón y Rafael Spregelburd a Schiaffino. En la obra, en cambio, Spregelburd encarna a los dos, y Zypce se ocupa de la música.
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