Domingo, 5 de junio de 2011 | Hoy
CINE > X-MEN Y EL ARTE DE LAS PRECUELAS
Cuando se agota el negocio de filmar una y otra continuación de un éxito, nada mejor para mantener la máquina en funcionamiento que montar una “precuela”. Aunque la palabra en sí ni siquiera está reconocida por la Real Academia, ya todos la conocen, le compran entradas y se la aceptan a todo tipo de héroes y sagas: Star Wars, Batman, Star Trek, Wolverine y hasta Hannibal Lecter. Ahora, les llegó el turno a los X-Men. Pero la idea no es tan nueva como parece: Alfredo García rastrea esas películas en que mejor y con más sutileza se hizo.
Por Alfredo Garcia
Cuando no se puede seguir una saga cinematográfica, término que suele coincidir con una redituable franquicia comercial, los estudios de Hollywood no se amilanan y en vez de bajar la cortina, contratan a un guionista que avance mirando hacia atrás. A veces con excelentes resultados, como en la flamante X-Men: Primera Generación (X-Men: First Class), que cuenta el nacimiento de los mutantes de Marvel Cómics y los orígenes de la enemistad entre el Profesor X y Magneto, así como la manera en la que ambos aprendieron a manejar sus superpoderes.
Todo el mundo que tenga alguna mínima afición al cine de las últimas décadas conoce el significado de la palabra “precuela” a pesar de que según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra en realidad no existe. De hecho, aun en inglés la palabra prequel existe desde hace relativamente poco tiempo y, según el Oxford English Dictionary, se trata de “una obra narrativa que en encaja en un concepto preexistente a su publicación”, datando uno de sus primeros usos conocidos en el año 1958, en un artículo publicado en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Otro de los más tempranos empleos del término fue dentro del material de prensa de la empresa Paramount Pictures, para el lanzamiento de El Padrino II de Francis Ford Coppola, que, como veremos a continuación, es en parte una precuela. Pero si bien la expresión aún no había sido acuñada, ya habían existido algunos casos previos de precuelas.
Por ejemplo, Los Insaciables (The Carpetbaggers), un film de 1964 dirigido por Edward Dmytryk sobre una novela de Harold Robbins. El ya veterano Alan Ladd (aquel cowboy del clásico Shane) interpretaba a un tal Nevada Smith, amigo de una especie de Howard Hughes de la ficción interpretado por un George Peppard dedicado a todo tipo de actividades decadentes. Pero el tal Smith apareció en otra novela de Robbins, donde el famoso autor de best-sellers narraba las duras experiencias juveniles de este antihéroe mestizo en busca de venganza. Así es que dos años después de Los Insaciables, otro director, nada menos que el talentoso Henry Hathaway, volvió a Nevada Smith en el muy superior film homónimo con Steve McQueen, en uno de sus grandes papeles de la primera etapa de su por entonces ascendente carrera. Sin embargo, la verdad es que no hay mayores puntos en común entre ambos films, salvo el hecho de que ambos tengan un mismo personaje, y en realidad pueden verse como obras absolutamente independientes una de la otra. Años después, Spielberg confesó que el nombre de Indiana Jones era un homenaje a este Nevada Smith.
Un caso de auténtica y extraña precuela es el de The Nightcomers, de Michael Winners. Este film de 1971, conocido en la Argentina como Los que llegan con la noche, es un experimento realmente raro y audaz, totalmente irrespetuoso con su fuente original desde el momento en el que la idea de The Nightcomers es tomar los elementos sobrenaturales de la clásica novela de fantasmas Otra vuelta de tuerca, de Henry James, y mostrar los acontecimientos realistas previos que llevaron a la tragedia y a las apariciones espectrales de esa obra maestra, filmada previamente con guión de Truman Capote y dirección de Jack Clayton como The Innocents (Posesión satánica en nuestro país) a mediados de la década anterior. En The Innocents, Deborah Kerr era una institutriz de la era victoriana enfrentada a dos chicos con problemas en un caserón rodeado por dos fantasmas: el de la institutriz anterior y el del jardinero que la seducía brutalmente delante de los niños. Obviamente, en The Innocents, estos dos personajes, como dos buenos espectros, apenas eran percibidos a lo lejos, o detrás de vidrios empañados. Pero en The Nightcomers el jardinero en cuestión era el protagonista casi absoluto, empezando por el detalle de estar interpretado por un Marlon Brando totalmente pasado de rosca que de alguna manera adelantaba los excesos sexuales de una de sus siguientes películas, la más recordada Ultimo Tango en París, de Bernardo Bertolucci.
Y justamente fue otro film con el Marlon Brando de esa época el que hizo surgir por escrito y formalmente la palabra prequel: la ya citada El Padrino II de Coppola, aunque en la práctica es un caso raro, ya que es una precuela a medias. Mientras una parte del extenso film de más de tres horas estaba dedicado a contar los horrores perpetrados por Michael Corleone (Al Pacino), ahora a cargo de los oscuros negocios familiares, la otra mitad del metraje se ocupaba de contar la vida del joven Vito Corleone (el personaje de Brando, ahora interpretado por Robert De Niro) desde su más tierna infancia en Sicilia –pensándolo mejor, no tan tierna– hasta sus primeros pasos en la Cosa Nostra neoyorquina y el homicidio que finalmente le vale el significativo apodo de Padrino.
Varias de las mejores secuencias a lo largo de los tres films de Coppola sobre los Corleone se encuentran en las secciones “precuélicas” (seguimos pidiendo perdón al lector por utilizar términos inexistentes en idioma castellano, pero ya que estamos, ¿quién nos para?), incluyendo momentos memorables como el regreso a Sicilia de Vito Corleone para vengarse del anciano Don que mató a su padre cuando él era un niño, o la manera en la que el personaje de De Niro convence al propietario de un inquilinato de que le baje el alquiler a una pobre viuda.
Justamente la cualidad de “obra narrativa que encaja en un concepto preexistente” se aplica mejor que nunca en el caso de esta secuela y precuela a medias, El Padrino II, y esto es algo que Coppola demostró de modo empírico cuando unió todos los films de la saga editándolos cronológicamente, en la producción televisiva que llamó The Godfather Saga, y que lógicamente no empezaba por las escenas de El Padrino I, sino por las partes con De Niro de El Padrino II. Digamos a ciencia cierta que si bien se perdían algunos climas del contrapunto entre el joven Vito de De Niro y el joven y más cruento Michael de Pacino, la versión “Saga” de los Padrinos funcionaba de maravillas.
Ya en la década de 1980 fue Steven Spielberg el que hizo una precuela curiosa y, si se quiere, un poco gratuita, casi imperceptible: Indiana Jones y el templo de la perdición, de 1984, fue anunciada como la primera secuela en la carrera del joven maravilla del realizador de Tiburón, pero en la práctica no era secuela sino precuela, ya que mientras el primer film, Los cazadores del arca perdida, transcurría en 1936, esta nueva aventura tenía lugar un año antes, en 1935. Se suponía que el chiste iba a continuar mostrando una escena en la que Indy se robaba una reliquia que luego –es decir, antes– aparecería en Los cazadores del arca perdida, pero la escena en cuestión se borró, y lo que es seguro es que aquí el fan de las precuelas es George Lucas, que por única vez en la saga de Indiana Jones no compartió créditos de la historia original con ningún otro escritor.
Y si decimos que George Lucas es el fanático de las precuelas, es porque lo demostró con creces al hacer la nueva trilogía de Star Wars, tres precuelas de la saga que comenzó en 1977 y estuvo formada por una trilogía que cambió por completo la imaginería pop del siglo XX y la industria del cine. En este caso es donde uno puede descubrir las bondades del género precuela: dado lo insoportable del actor Hayden Christensen, especie de cruza entre aprendiz de Jedi y Backstreet Boy, lo único que podía hacer que el espectador continuara viendo no solo cada una de las nuevas películas era la convicción de que el insufrible galán teenager iba a decaer hasta transformarse en el más querible –por ominoso– Darth Vader.
Más allá de que, siendo una trilogía de precuelas, el asunto era más complicado: esta estrategia fue la que terminó dominando las precuelas desde entonces y hasta ahora, sobre todo en el género fantástico. Una película que aprovechó muy bien el formato precuela fue la StarTrek filmada por J. J. Abrams en el 2009, intentando redondear la infinidad de películas anteriores –esa saga sí que fue interminable–- con las andanzas de unos jovencitos Kirk y Spock (obviamente ya no interpretados ni por William Shatner ni por Leonard Nimoy, sino por las caras nuevas de Chris Pine y Zachary Quinto) mientras que la gente de Marvel no aprovechó bien la fórmula con la película de Wolverine, X-Men Origins, que dos años atrás intentó explotar el personaje de Hugh Jackman, y eso a pesar de que la interesante y extensa historia del mutante de las garras lo había llevado a combatir en varias guerras, desde la de Secesión hasta Vietnam pasando por los dos conflictos mundiales del siglo XX.
En cambio, la idea de apelar a una precuela le ha rendido grandes frutos al director Matthew Vaughn –el mismo de Kick Ass– en esta flamante e imperdible X-Men: First Class, donde los jóvenes mutantes que se enfrentarán definitivamente en historias posteriores –es decir, en las películas ya conocidas de la saga– se conocen y empiezan a tomar bandos en medio de las crisis de los misiles de Cuba en la era de John Kennedy y la Guerra Fría. La mezcla de estética tipo revista Playboy –-con algunas mutantes super sexys– y la presencia de un gran villano como el que interpreta Kevin Bacon, además de una extraña visita a Villa Gesell, Argentina (¡una Villa Gesell con montañas!), en busca de nazis, terminan por volver totalmente recomendable el film, precuela o no precuela.
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