Uno marcó el inicio de la crónica moderna en México y fue célebre por sus posturas políticas progresistas, sus análisis críticos de la sociedad latinoamericana y su forma desprejuiciada de abordar lo popular. El otro, padre del nuevo periodismo, descubrió que las estrategias literarias podían usarse para dar forma a las noticias e hizo del reportaje a figuras, escenas y temas de actualidad pequeñas joyas para sus lectores de revista. Los dos abordaron las culturas populares de sus países a un lado y otro de una frontera que parece separar dos mundos. Y ahora, por las casualidades del mercado editorial, dos libros que reúnen muchos de sus mejores trabajos llegan a las librerías argentinas. Carlos Monsiváis y Gay Talese: dos pioneros que, a pesar de todas las diferencias, no resultan tan distintos en el modo en que trazaron y exploraron el mapa de iconos y temas que dieron forma a las sociedades en la segunda mitad del siglo XX.
› Por Violeta Gorodischer
¿Cómo nace un cronista?
Un hijo de sastres italianos, criado a la sombra de la educación católica en las costas de Ocean City, es rechazado en doce universidades. Incluso llega a oír, detrás de una escalera de la sastrería familiar, la voz grave del director del colegio: “No tiene madera”. Los contactos paternos logran que finalmente el muchacho ingrese a la Universidad de Alabama, y él elige periodismo. Muy pronto se aburre de la regla de las cinco W (who, what, when, where, why) y plantea que prefiere comunicar la noticia a través de la experiencia de sus protagonistas. Los profesores lo toman por un estudiante mediocre.
Al graduarse, en 1953, entra como cadete al New York Times y un día cualquiera, vagando por la zona de los teatros durante el almuerzo, se queda hipnotizado ante el enorme cartel luminoso de Times Square. No es que lea los titulares: él se pregunta cómo funciona eso, si acaso hay alguien que forma palabras con las luces. Sin dudarlo, el chico entra al edificio, sube la escalera y descubre a un hombrecito que lleva a cabo el procedimiento, de forma casi artesanal. En una mano los boletines, en la otra las cuñas de madera que debe meter en la ranura de la máquina. Alcanza un café para que el hombre admita que está ahí desde hace veinticinco años y se disponga a pasar revista a todo ese tiempo.
Y así nacía el primero de los cientos de artículos que Gay Talese escribió para el New York Times, antes de ser considerado junto a Tom Wolfe, el “padre del nuevo periodismo”. Más tarde colaboraría para revistas como Esquire o Harper’s Magazine y sería el autor de varios libros que lo harían mundialmente famoso. Entre ellos, Honrarás a tu padre, una historia sobre la mafia italiana en Nueva York para la que compartió muchas horas de pastas con la familia Bonanno, y La mujer de tu prójimo, una radiografía de la revolución sexual estadounidense allá por 1980. Durante la investigación, Talese se instaló en un centro nudista de California y regenteó dos prostíbulos. “En el colegio de mis hijas había chismes sobre el padre decadente y todo eso”, declaró tiempo después, en una entrevista. “Pero nunca sentí que hubiera hecho algo malo. Era claramente un libro sobre la infidelidad y su prevalencia en la revolución sexual previa al sida. Y si escribes de eso, no lo haces desde una sala de prensa, como un periodista deportivo.” Talese, se sabe, es devoto de la observación aguda y la información de primera mano.
Hasta aquí, entonces, la historia iniciática se construye en base a casualidades afortunadas. Pero el camino del cronista bien podría ser otro. También puede haber, hacia esa misma época, un inquieto estudiante de Filosofía y Letras, del otro lado de la frontera México-Estados Unidos. Un joven preocupado por los movimientos sociales de Latinoamérica, que realiza su primera huelga de hambre en el ’58 para apoyar a los maestros mexicanos, junto a los intelectuales José Emilio Pachecho y Juan de la Cabada. El mismo chico que años después, en 1954, asiste a su primera marcha y ve cómo Diego Rivera empuja la silla de ruedas de Frida Kahlo, a dos días de su muerte, ya sin joyas y con la cabeza envuelta en un pañuelo. Ellos, y él, y los otros cinco mil, estaban ahí por la misma causa: protestar contra el golpe a Jacobo Arbenz y la invasión de los paracaidistas norteamericanos en lo que, aún hoy, muchos llaman “Guatemala City”. A partir de esa marcha, Carlos Monsiváis hizo su primera crónica para un diario universitario. Ya podía verse el germen de esa hiperbólica capacidad analítica para atajar todo lo que le pusieran enfrente. Con los años, tras escribir más de cincuenta libros, colaborar en diarios y participar activamente en todos los movimientos y fenómenos sociales de su país (desde el ingreso del Ejército Zapatista al Congreso, hasta el análisis de la noche mexicana), Monsiváis se transformó en una suerte de celebrity. Fue, como dijo Adolfo Castañón, el último “escritor público”: todos en DF sabían quién era. Tal vez por esa manía tan suya de recorrer hasta el último antro, y rescatar a las minorías, y solidarizarse con las clases bajas, y sumarse a la lucha por los derechos indígenas y la despenalización del aborto, y arremeter contra los homofóbicos, y ridiculizar a los gobiernos corruptos y... un etcétera que abarca prácticamente toda la historia de México.
Cuenta su amigo Jordi Soler que en 1998, cuando U2 tocó en el DF, Bono pidió encontrarse con ese tal “Monsi”. Le habían dicho que era la persona indicada si quería saber qué pasaba en aquel país donde aún gobernaba el PRI mientras los Zapatistas habían esparcido la sensibilidad indígena. En un inglés impecable, Monsiváis se llevó puesta la historia de la patria en un cuarto de hora: desde la caída de Tenochtitlán, hasta la dimensión planetaria del subcomandante Marcos. Y cuando terminó, comenzó a hablar con tanta pertinencia sobre el conflicto en Irlanda del Norte que Bono se quedó boquiabierto. Es que a Monsiváis le interesaba todo, lo sabía todo. De ahí que fuera una suerte de archivo viviente de México y, a su vez, la conciencia nacional.
Quiso la ¿casualidad? que dos editoriales, casi al mismo tiempo, saquen al mercado los “grandes éxitos” de estos dos cronistas self made, pioneros del género: Retratos y encuentros (Alfaguara), de Gay Talese, y Los ídolos a nado (Debate), de Carlos Monsiváis. Y aunque a primera vista no tendrían nada que ver el uno con el otro, hay en estos libros, tal vez en ellos mismos, más puntos de contacto de lo que parece.
El tema es que, tanto Monsiváis como Talese, analizan y (de)construyen a través de sus crónicas un mapa de la cultura popular de sus países. ¿La estrategia elegida? El rescate de los ídolos. Claro que ahí donde Monsiváis elige a José Alfredo Jiménez, Agustín Lara y María Félix, Talese opta por Frank Sinatra, Muhammad Alí y al irlandés Peter O’Toole.
Desde las cálidas tierras aztecas, Carlos Monsiváis apuesta a lo que mejor le sale: cruzar la crónica con el ensayo (“croniensayos”, las llamaban muchos) para deshilvanar las letras de las canciones o las escenas de las películas nacionales. Anulando las diferencias entre lo “alto” y lo “bajo”, rescata lo cursi como esencia de la vida mexicana: “La cursilería es el idioma público de una sociedad que nunca ha prescindido del cordón umbilical que enlaza a banqueros con desempleados, a jerarcas de la Iglesia con mártires teóricos de la ultraizquierda, a literatos con analfabetos, a nobilísimas matronas con impías hetarias. La cursilería es otra (genuina) Unidad Nacional”. Luego se frota las manos y se zambulle de cabeza en su material. Entonces habla de los sentimientos como el “capital moral de los pobres”, lleva las rancheras al rango de poesías populares y ve en las letras de José Alfredo Jiménez una reivindicación del indígena carenciado, así como un cross directo al machismo, ahora que el chongazo mexicano se permite sufrir por amor (“Descendiente de Cuahtémoc/ mexicano por fortuna/ desdichado en los amores/ soy borracho y trovador/ Pero cuántos millonarios quisieran vivir mi vida/ y cantarle a la pobreza/ sin sentir ningún dolor”).
Lejos de ridiculizar a Lara y su romanticismo, lo eleva a la categoría de “bohemio mexicano del siglo XX”. Siempre un paso más allá, el cronista trasciende la descripción de la estrella para preguntarse “qué tipo de sociedad produce no a Lara sino al fenómeno Lara”: el cantante es ruptura porque el conservadurismo quiere que lo sea. Cuando las clases medias urbanas superan la lucha armada (1925-1950) para quedarse tranquilitas al reparo de “las buenas costumbres”, a Lara se le permite cantar sobre prostitutas porque es la única forma de hablar de sexo. Siempre bajo el manto del romanticismo, que persiste.
También se ocupa de la Doña Bárbara de María Félix como un personaje que, por primera vez, no reduce a la actriz por la inferioridad de su sexo. En la frase “Soy mujer de corazón de hombre”, Monsiváis ve una reivindicación de los derechos femeninos. Aunque después, como es de esperarse, destroza con ironía todas las películas que siguieron. De la Félix sólo rescata su belleza simbólica (con chismes sobre la relación con Diego Rivera y Frida Kahlo incluidos) y decreta que la actriz fue dueña de todo aquello que las mujeres no podían obtener en la vida real. “En la pantalla, algunas (poquísimas) mujeres obtienen el sitio que la sociedad les niega”. Algo así como la semilla del futuro feminismo mexicano.
La crónica monsivariana tiene entonces múltiples niveles: de la descripción del personaje al ensayo analítico, a la reflexión social y política. “Cuando Monsiváis se autodefine cronista, lo hace por razones políticas: para filiarse tras Salvador Novo y no Octavio Paz, actuando en contra de la división de trabajo entre el que piensa y el que informa, el que cuenta y el que hace teoría, el que declara y el que milita”, sostiene María Moreno. “Pero para valorarlo a Monsiváis se lo traiciona en ese punto, situándolo más allá del cronista cuando lo que él propone es no separar al cronista del intelectual.”
También Talese pone el foco en personajes del star system, pero de una forma bien distinta. El no es amigo de la reflexión explícita y hace algo mucho más sutil. Su maestría consiste en mostrar, como quien no quiere la cosa, los claroscuros de los ídolos más sólidamente instalados en el imaginario popular estadounidense. Ahí está Frank Sinatra, resfriado y gruñón, peleándose con chicos mucho más jóvenes que él en una cantina, o revoleando miradas de odio en el set de grabación porque las cosas no salen como quiere. O Muhammad Alí en su encuentro con Fidel Castro: dos de los hombres más grandes del siglo XX, retratados en su ocaso. Uno, mudo y tembloroso por el Parkinson, sólo atina a firmar desprolijos autógrafos y repetir un truco de magia una y otra y otra vez. El otro, mandatario de Estado, es demasiado torpe en las conversaciones y parece un abuelito que, en su chochera, pregunta varias veces lo mismo sin que ningún integrante del séquito se lo haga notar: “¿Hace mucho frío en Michigan?”.
Talese se detiene también en las peleas maritales del boxeador Joe Louis al encontrarse con su esposa en el aeropuerto de Los Angeles; retrata la decadencia de otro boxeador, Floyd Patterson, regenteando un bar mientras asegura que no es él sino su hermano Raymond; ve la nostalgia de Joe DiMaggio cuando no puede sacarse a Marilyn de la cabeza y comparte la tristeza del actor Peter O’Toole, tan pelirrojo, tan solo y nostálgico: un borracho recostado sobre las verdes praderas de Irlanda, su tierra natal.
A grandes rasgos, uno podría decir aquí están las bases de su operación. Según Rodrigo Fresán, que caminó junto a él las calles de Madrid y le explicó de qué se trataba el fenómeno de los indignados (“¿Acaso no sabían que los políticos mienten siempre?”, retrucó Gay), lo suyo es “rastrear la vida corriente de personas fuera de lo común y la vida fuera de lo común de personas corrientes”. Porque también él, como Monsiváis, supo lanzarse a la calle a captar el encanto de los seres anónimos. Sólo que ahí donde el cronista mexicano era un flâneur salvaje que corría por DF dispuesto a robar las conversaciones del subte, colarse en el Congreso, o meterse hasta la madrugada en el mundillo gay de “El Catorce”, Talese es un dandy que recorre Nueva York con sombrero, al ritmo lento del paseante solitario. Y así, como en aquella primera crónica del hombre de Times Square, explora el mundo bohemio de los gatos callejeros al tiempo que entabla jugosas conversaciones con masajistas, portuarios, borrachines, obreros, mujeres de la noche y porteros de Manhattan que, con sólo una mirada, pueden calcular la riqueza de un huésped más por el equipaje que por la ropa que lleva puesta.
¿Con qué lupa exploraría Talese la cultura mexicana? ¿Qué analizaría hoy Monsiváis de las calles neoyorquinas? Ambos fueron, son y seguirán siendo productos de un lugar y una época que los explican. La joven Latinoamérica, en su ebullición permanente, en sus democracias efímeras y en su tremenda injusticia social, enmarca la voluntad de registrarlo todo, de darle voz a quien nunca la tuvo, de desenredar la maraña cultural y echar un poco de luz sobre nuestras sociedades. De ahí que Carlos Monsiváis quisiera hurgar dentro de esa bolsa de gatos (y el término no es casual, teniendo en cuenta que tenía más de trece en su estudio) para devenir conocido y anónimo en su propio país: “No se puede ser anónimo en el DF porque si todos somos seres anónimos nadie lo es”, declaraba en una de sus últimas entrevistas, poco antes de su muerte. “No es una paradoja: soy una persona conocida y soy un profesional del anonimato.” Era un cronista infinito.
Estados Unidos, en cambio, mantuvo en la segunda mitad del siglo XX una estabilidad que permitió el surgimiento de hombres con la calma suficiente para observar, permanecer y hacer un registro minucioso del entorno. Pasado un tiempo, los Wolfe y los Thompson y los Capote y los Talese, sin ir más lejos, fueron retirando la lupa para contarle al resto del mundo lo que habían visto. Hoy, Gay Talese (que a diferencia de Monsi sigue vivo y todavía usa sombrero) apuesta a su jugada más arriesgada: la escritura de un libro sobre su propio matrimonio de ¡cincuenta años! con la editora Nan Talese. Claramente, la cima de un proyecto narrativo basado en resaltar los aspectos domésticos de la vida norteamericana. Es que, de alguna manera, Gay siempre regresa a esa escena fundacional del niño que colgaba la bandera de Estados Unidos en el balcón, pero a puertas cerradas oía la preocupación por los parientes italianos que peleaban para Mussolini. De ahí la frase que repite como un mantra y que sostiene todo su proyecto: “Las personas no son lo que parecen”.
El, como Monsiváis, supo que había algo más allá de las apariencias y practicó un voyeurismo social que logró posicionarlo de una vez y para siempre. Al cronista infinito y al microscópico los cautivó por igual la observación del otro, pero también la de sí mismos: encontraron una manera de desautomatizar la mirada sobre lo cotidiano que les permitió innovar con un género radicalmente nuevo, cuando sus respectivos contextos lo pedían a gritos. Díganle crónica, no ficción o simplemente “otra forma de periodismo”, Gay Talese y Carlos Monsiváis dieron forma a un estilo particular que, más de treinta años después, sigue vigente en su potencia. Y al final, con todas sus diferencias, no resultaron tan distintos.
Retratos y encuentros
Gay Talese
Alfaguara
312 págs.
Los ídolos a nado
Carlos Monsiváis
Debate
366 págs.
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