Hundido en la multitud subterránea del DF, el cronista convierte el vagón en la calle y el metro en la ciudad. Ahí, entre los cuerpos amontonados, reina el chisme en su estado puro y todo adquiere ribetes festivos. Claro que al jolgorio inicial sigue la pena porque el voyeurismo auditivo, inevitablemente, se frustra: “En el segundo donde se agolpan las revelaciones, uno sale del vagón abrazando la derrota. Ay amor, qué incompleta es la vida cuando los chismes se truncan, así no sepamos nada de los aludidos”. Imperdible el desfile de personajes: desde el cantador y el humorista inoportuno, hasta el fakir, la travesti o el pastor que anuncia la llegada del fin del mundo.
A su juego lo llamaron. Analizando el devenir de la “noche fiscalizada” de principios de siglo a los permisos ganados en la década del ’90, Monsiváis fisgonea los recovecos de la movida nocturna mexicana y se detiene ahí donde el éxtasis podría resistirse a cualquier análisis (menos al suyo, claro). “El público está dispuesto a otras experiencias”, declara. “No se perturba con facilidad, ni se escandaliza de su falta de pudor, quiere acción y no cree en sensaciones de culpa ajenas a las guardadas por la cruda (el hangover para que me entiendan) y el coraje de haber sido asaltados.” De ahí, directo a la recorrida: sexo en vivo, universo gay, “chacales” para todos los gustos, strippers, y travestis son escrutinados por su mirada, tan pícara como aguda. En el medio, una reflexión sobre el surgimiento del VIH y la consecuencia de un deseo siempre diferido a partir del uso del profiláctico. Para cerrar, un arrebato de incorrección política: “El sida desexualiza el morbo”.
Una pincelada de lucidez política. En el relato de la entrada del Ejército Zapatista de Liberación Nacional al Congreso, el análisis monsivariano destruye con ironía los discursos de Vicente Fox y demás políticos de derecha, pero también localiza debilidades en la retórica de Marcos, quien propició “el paseo de miles en la cuerda floja de la metáfora ancestral”. Lo verdaderamente histórico, dice Monsiváis, es la entrada por la puerta grande de los indígenas al Congreso. “Tardó demasiado la nación en admitir lo obvio: su componente étnico fundamental es el indígena. Por eso la consigna dominante nunca es ‘¡Marcos, Marcos!’ sino ‘EZLN’, consigna a estas alturas muy pacífica, porque lo del Ejército se disuelve en la enumeración de las cuatro letras.”
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