TEATRO > BLACKBIRD: DAVID HARROWER POR ALEJANDRO TANTANIAN
David Harrower es uno de los nombres más celebrados y polémicos del teatro anglosajón actual: con siete obras ya escritas y estrenadas, apunta siempre a los centros más delicados del progresismo. Con Blackbird, se adentra en el reencuentro entre un hombre de 56 años condenado por pedófilo y la chica de 27 con la que tuvo una relación cuando tenía 12. Dirigida por Alejandro Tantanian e interpretada por Patricio Contreras y Malena Solda, la versión en castellano es tan potente como desconcertante. Es decir: a la altura del original.
› Por Agustina Muñoz
El tiene 56 y ella 27, y hace quince años, cuando ella era una púber de 12, tuvieron tres meses “de un estúpido error”, según palabras de él. No se vieron desde entonces, cuando él tuvo que ir a la cárcel por pedófilo y ella pasó a ser una “freak” acusada por sus compañeros que se enteraron por lo medios del escándalo, con unos padres que no pararon de vigilarla como si fuera una enferma y todo el barrio mirándola cada vez que salía de su casa. No se sabe quién la pasó peor en los años que no estuvieron juntos. En ese punto, la obra del dramaturgo escocés David Harrower se vuelve fulminante cuando abre la posibilidad de una historia de amor entre ellos; no apuntando a esos tres meses como el período monstruoso sino a los años que vinieron después: separados, condenados por la sociedad y obligados a vivir lo que sentían como una perversión indecible y solitaria. De hecho, blackbird es el slang para jailbird, prisionero o ex convicto. La misma obra se vuelve, a medida que avanza, el encuentro de dos presos; de dos que sólo cuentan con otro que pasó por lo mismo para poder entenderse a sí mismos; como veteranos de guerra, adictos o refugiados.
Una (Malena Solda) y Ray (Patricio Contreras) son los protagonistas absolutos de esta obra que se propone indagar sobre la relación de un hombre mayor con una menor de edad. Dirigida por Alejandro Tantanian, la obra cuenta el regreso de Una ya convertida en una mujer, que vuelve a buscar a Ray después de haberlo visto en la foto de una revista empresarial. El se cambió de nombre, de ciudad, y tiene una nueva vida, con una mujer que supuestamente conoce su pasado, o al menos algo de él. De Una no se sabe mucho, apenas que tiene un buen trabajo y que tuvo ganas de volver a ver al hombre que partió su vida en dos. Pero lo que sí vemos en ella es la determinación con que lo acorrala en el comedor de la empresa en la que trabaja él para sacarse todas las dudas que no pudo formular quince años atrás, cuando se truncó el viaje en el que escaparían juntos. Ella tenía doce, se enamoraba por primera vez y tuvo que vivir su primera pena de amor en medio de hospitales, tribunales y consultorios psiquiátricos. A él, verla de nuevo lo paraliza hasta dejarle la voz entrecortada que se mantendrá durante toda la obra. No puede mirarla a los ojos; y uno se da cuenta de que no es sólo por culpa y remordimiento.
Blackbird se estrenó por primera vez en el 2005 en el Festival de Edimburgo y ya se hicieron varias versiones en Estados Unidos y Europa. En cada lugar que se muestra, genera mucha polémica por el modo con el que encara este tema revulsivo para la mayoría incluso después de Nabokov y su Lolita. El enamorarse de un menor parece ser mucho peor que un asesinato, que una masacre, que el filicidio. Es un tema tan delicado que ni siquiera admite algo de humor: se pueden hacer chistes sobre Bin Laden, sobre Schoklender, sobre Lucila Frend, pero nadie se anima a hacerlo sobre un pedófilo. De hecho, hace unos años, en el ciclo del Confesionario del Rojas, un artista plástico contó cómo se excitaba mirando a su sobrinita, y casi sale linchado –literalmente– del auditorio. Aunque después explicó que se trataba de una performance, eso no le alivianó las antipatías. Es un tema en el cualquier moral, por progresista que sea, choca con algo muy primario que espanta: un tabú.
Blackbird desliza que la pequeña Una no la pasó mal mientras estaba con Ray, más bien todo lo contrario. ¿Puede ser cierto el sentimiento de Una sin que se la señale como una pobrecita alienada? ¿Y si a ella le pareció todo un espanto recién cuando la sociedad se lo marcó como aberrante y no antes, cuando Ray la besaba? Harrower explora la delgada y peligrosa línea entre la pasión y la perversión, el amor y el abuso. El protagonista todo el tiempo repite que él leyó sobre la pedofilia y que él no es “uno de esos”, que no le gustan las menores, que no mira con voracidad los areneros de las plazas ni da vueltas por las puertas de los colegios en el horario de salida, que se enamoró de Una, sólo de ella. ¿Se puede hablar de amor con un menor sin hablar de pedofilia? ¿Será que el tabú es que este tipo de amor puede ser mucho más normal de lo que estamos dispuestos a permitir? Pero, claro, ¿puede existir sexo consensuado con un menor? El asunto es hondo y ripioso y por eso, la puesta de la obra deja que los protagonistas hablen, cuenten, dejando para el espectador todas las preguntas y pruritos.
Tantanian ya había dirigido otra obra de Harrower, Cuchillos en gallinas, sobre los prejuicios y los secretos guardados en un entorno rural; y esta vez, realizó también la adaptación del texto por un pedido explícito del autor. Y en la puesta de Blackbird se nota la afinidad y el entendimiento de autor y director, dando como resultado una obra que por sobre todo, se ve auténtica y sólida. Harrower tiene cuarenta y cinco años y es un autor que escribe poco, pero cuando lo hace resulta feroz. Es bastante tímido y huraño, de hecho cuando Blackbird ganó el Laurence Olivier a mejor obra inglesa, él no estaba en el elegante hotel en el que se hacía la entrega, sino en un bar de Glasgow tomando cerveza en su “drinking Sunday night” mirando la televisión sin creer que podía ganar. Sus siete obras resultan muy desafiantes no sólo por sus temas que siempre apuntan a la sociedad biempensante sino por la manera en que articula el lenguaje. En Blackbird el duelo verbal de los personajes está plagado de frases inconclusas, sintaxis fracturada, repeticiones casi enfermizas y pausas que tensan los hilos de un modo extraordinario. Como si el texto mostrara en sí mismo la imposibilidad de hacer discurso con determinadas cosas; la voluntad inútil de los personajes de ser seres sociales aceptables cuando por dentro les patalea otra cosa. Y en ese sentido el espacio de Oria Puppo resulta perfecto, la frialdad del comedor industrial, con el piso repleto de envases de sánguches, vasos de plástico y paquetes de ketchup a medio terminar, dejados ahí después de la hora del almuerzo. Como si sólo ahí, entre desperdicios, ellos pudieran hablar de su relación, con las paredes de la empresa como noción de la sociedad que los juzga y los pasos de los otros que cada tanto se oyen pasando del otro lado de la puerta y rompen su intimidad una vez más.
Queda latiendo la pregunta de si ahora, siendo los dos mayores de edad, podrían llegar a tener una relación. Es que, por momentos, la obra parece ser el encuentro de dos ex que se juntan después de varios años para verse de nuevo, para tropezar con las mismas piedras, con el cariño que se tienen, las heridas que vuelven y los reclamos que no paran de aparecer.
Blackbird
Ciudad Cultural Konex (Sarmiento 3131)
Viernes y sábados 20.15 hs.
Domingos 18.30 hs.
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