MúSICA > EL HOMENAJE A BUDDY HOLLY ORQUESTADO POR PAUL MCCARTNEY
A comienzos de septiembre, Buddy Holly cumpliría 75 años. Pero si Lennon se fue temprano, Holly fue un relámpago: apenas dieciséis meses grabando le alcanzaron para volverse la influencia más inescapable del rock & roll. Cuando cayó su avión y murió, tenía 22 años. Ahora, Paul McCartney organizó un disco homenaje en que sus canciones –frescas, modernas, inspiradas, juveniles, educadas y desenfrenadas a la vez– demuestran su inmortalidad.
› Por Rodrigo Fresán
La primera sensación que se tiene al mirar los créditos de Rave On Buddy Holly –tributo al cantautor con motivo del setenta y cinco aniversario de su nacimiento el próximo 7 de septiembre– es, como suele ocurrir con estas cosas, de profunda desconfianza e inquietud al recorrer la lista de invitados a la fiestita. Ahí, irreconciliables diferencias, el mejor estudiante y el delincuente juvenil, el talento loco y el analfabeto que se queda con todas las chicas, la cheerleader y la intelectual que sueña con Sylvia Plath, etc. La segunda sensación, en mi caso particular, es la de mareo y náuseas al enterarme de que mi canción favorita del gran chico de Lubbock (“Well... All Right”, esa melodía sinuosa y saltarina y perversamente inocente donde esa voz dulce pero peligrosa entona aquello de “Bueno, está bien, estoy siendo un tonto / Bueno, está bien, dejemos que la gente se entere / De los sueños y deseos que deseas / A la noche con las luces bajas) ha caído en manos y zarpas y garganta de... Kid Rock. Con las piernas temblando, voy hasta el lector digital de la disquería y escucho y, ay, Kid Rock convierte la delicadeza de “Well... All Right” en algo digno de un sátiro hooligan que todavía se masturba con Pamela Anderson, su ex esposa, ya que estamos. La pregunta entonces es: ¿debo seguir? ¿Debo subirme a este avión destinado a estrellarse?
¿O tal vez lo mejor –lo muchísimo mejor– sería volver corriendo a casa, en subte y no en avioneta, y subir a mi estudio y encerrarme a escuchar, a modo de tónico reparador, uno a uno los seis cd de Buddy Holly / Not Fade Away: The Complete Studio Recordings and More brillantemente ordenados y editados en el 2008, cuando no se festejaba nada salvo la invulnerable vigencia del primer genio auténtico y revolucionario del rock bautizado como Charles Hardin Holley.
Recuerden: segunda mitad de los ’50, apenas dieciséis meses grabando. Junto a él –es cierto– también estaba Roy Orbison. Los otros –y oscuros– anteojos del asunto. Pero donde Orbison era todo ornato y épica operística, Holly proponía algo que acabó convirtiéndolo en alguien mucho más influyente, definidor y definitivo.
A saber: un minimalismo expansivo asentado sobre una dicción hiponótica (es, decir, con esa mezcla de hipo y orgasmo) y respaldado por una banda, The Crickets, cuya formación clásica (dos guitarras, bajo y batería) fue idea suya. A partir de ahí, todo es formidable y resistente al paso de los años: cambio de apellido y nombre a partir de una errata en una gacetilla de su discográfica, escribe y arregla sus propias canciones donde se funde el frenesí de Superman y la timidez de Clark Kent, perfecta parada con la Fender Stratocaster colgándole a la altura justa, esa idea de grabar su voz sobre su voz con un ligero eco, alfeñique de cuarenta y cuatro kilogramos de conducta irreprochable con sus músicos y amigos, se queda con la chica más linda y latina (su esposa María Elena), solo de guitarra protopunk de “Peggy Sue” a la que tuvo la innovadora audacia de escribirle la continuación “Peggy Sue Got Married”, firma “That’ll Be the Day” a partir de una frase recurrente de John Wayne en The Searchers de John Ford, el look de paradojal y paradigmático nerd ganador (que aggiornó Elvis Costello cuando la new wave decidió que era hora de volver a empezar), perfectas armonías que marcaron a fuego a Los Beatles (quienes grabaron su “Words of Love” y quienes acaso sean los más y mejor influidos en sus primeros discos), puso de moda esos anteojos (John Lennon, antes de patentar los suyos propios y redondos, los llevaba sin necesitarlos como homenaje a Holly), artista blanquísimo que no tuvo problema en tocar en el Apollo Theater de Harlem y se ganó a todo el público negro, tenía planeado grabar un álbum junto a Ray Charles para fundir estilos y músicas, se fue a vivir a Greenwich Village intrigado por la escena beat y folk, se inscribió en el Actor’s Studio, sus demos finales y casi indies (The Apartment Tapes) presagiaban las grandes cosas por venir y, por supuesto, la inmortalidad instantánea muriendo (junto a Ritchie “La Bamba” Valens y a The Big Bopper) a los veintidós años en un accidente de aviación. 3 de febrero de 1959. El día en que la música murió, “American Pie”, y todo eso.
Rave On Buddy Holly –producido por Hal Willner– ha sido idea de McCartney, admirador confeso de Buddy Holly y, además, dueño de su catálogo musical. Así que el buen gesto es, también, un buen negocio: el homenaje trepó hasta el nada despreciable quinceavo puesto en la lista de Billboard. Y su versión de “It’s So Easy” no está mal aunque se vea un poco perjudicada por esa vocalización à la Sylvester Stallone a la que es tan afín Sir Paul en los últimos tiempos. Tampoco está mal la intensificación lama que hace Patti Smith de la ya de por sí tibetana y meditativa y trascendental “Words of Love”. Y resulta lindo (como, para mí, cualquier cosa, desde no hacer nada en adelante, que haga Zooey Deschanel) el “Oh, boy!” de She & Him. Graham Nash –quien bautizó a su The Hollies ya saben en honor a quién– aporta su obvia finura a “Raining in my Heart” y The Black Keys y Florence + The Machine reclaman el cetro de somos de vanguardia con cierta gracia. El “Everyday” de Fiona Apple en plan alumna aplicada pero copiona no mueve un pelo, y el “Rave On” de John “The Stroke” Casablancas es algo así como miren qué punky y robótico que soy. Lou Reed loureediza “Peggy Sue” con ese aire tan suyo de “Soy un genio entre los genios”. Y Nick Lowe y My Morning Jacket y Justin Townes Earle ponen las cosas en su sitio con “Changing All Those Changes” y “True Love Ways” y “Maybe Baby” y, con clase y malicia, señalan la dirección exacta por donde tendrían que haber ido los tiros. Hay algunos otros, correctos, poco para destacar, tal vez el “Crying, Waiting, Hopping” de la señora de Jack White acompañada por su marido. Y ya lo dije: Kid Rock, el que hace poco hizo “Werewolves of London” de Warren Zevon para uno de sus últimos hits a quemarropa. Está claro que el tipo no respeta a muertos mucho más vivos que él. Y no diré más.
Extraña que –siendo todo idea de McCartney, alguien a quien si algo no le falta es poder de convocatoria y amigos en los sitios más altos– no haya armado una lista más coherente entre estrellas y meteoros. Tal vez ésa exactamente no era la idea y no olvidemos que McCartney siempre gusta de ser considerado aventurero y experimentador por encima de todas las cosas. Pero no puedo evitar imaginar mi propio y privado Rave On Buddy Holly. Rápido y sin pensar demasiado se me ocurre Weezer (después de todo autores del hit “Buddy Holly”), Keith Richards (quien cubrió “Not Fade Away” junto a los Stones), Bruce Springsteen (quien la incluye seguido en su repertorio), Pete Townshend (quien afirmó aquello de “no existe nadie que no haya sido y no vaya a ser influido por Buddy Holly”), Jonathan Richman (algo así como el Buddy Holly de la contracultura), Steve Forbert (quien suele cantarles a las mismas cosas con el mismo acento hipado e intensidad con que les cantaba Buddy Holly), John Lennon (insertando aquella brillosa “Peggy Sue” incluida en su Rock’n’Roll), Micah P. Hinson, Ringo Starr (tanto más noble que Kid Rock a la hora de payasear), Paul Westerberg (mucho de lo que hizo con The Replacements desborda de la gozosa furia teen de Buddy Holly), Lloyd Cole, Paul Simon (otro armonizador perfecto que se inclina ante Buddy Holly mencionándolo en la letra e invocándolo en la rítmica de su “Old”), Eric Clapton (cuya aproximación a “Well... All Right” es bastante mejor que la de Kid Rock), Violent Femmes y Arcade Fire (capos del angst adolescente epifánico-hormonal y suburbano de manos sudorosas y chillidos agudos), R.E.M., el ya mencionado Elvis Costello, Rufus Wainwright (aunque lo siento mejor para un homenaje a Orbison), Leonard Cohen (nada me cuesta imaginármelo susurrando gravemente “Dearest”)...
... y Bob Dylan, quien de adolescente lo vio en vivo, dos noches antes de la muerte de Buddy Holly, y quien, mucho tiempo después, tuvo palabras para Buddy Holly al subir a recoger su Grammy por Time Out of Mind: “Y sólo quiero decir que cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años fui a ver tocar a Buddy Holly en la National Guard Armory de Duluth y yo estaba como a un metro de distancia de él... y me miró”.
Más de medio siglo después –aquel fue el día– nosotros seguimos mirando a Buddy Holly.
Y escuchándolo. Con eso alcanza y sobra. No hay por qué ir cantándolo por ahí. Canciones para admirar. Pero, a la vista de los resultados, mejor admirarlas de lejos. No tocar. Sin tocarlas. Así, Rave On Buddy Holly vuelve a poner en evidencia la dudosa necesidad de tributar cuando el tributado es un genio incontestable: la buena falsificación no hace más que hacernos extrañar el original superior y la reinvención de lo perfecto acaba siendo imperfecta. Así, también, su única y meritoria función –la de Rave On Buddy Holly– sea la de producirnos unas incontenibles ganas de regresar al principio, al Big Bang, a la virtud original, a lo que nunca se esfuma, a –ya lo dije, pero tomen nota ahora– Buddy Holly / Not Fade Away: The Complete Studio Recordings and More. Allí, de nuevo, como siempre, para siempre, no hay track que no parezca tocado por, al menos, un detalle inspirado y novedoso y genial que los separa de los de sus contemporáneos y los convierte –como sucede con todo lo que hicieron después cuatro chicos de Liverpool bajo su tutela– en algo vivo y fuera de cualquier época. Buddy Holly como lo eternamente moderno –desde sus fotos a su sonido cuidadosamente calibrado por él mismo en grabadores de estudio con pocas, pero suficientes pistas– y aquello que lo distinguirá por los siglos de los siglos: el modo en que le canta a la angelical pureza de la juventud con un claro y oscuro eco de azufre y llamas, la manera en que rima pasiones desenfrenadas contenidas por la mejor educación e higiene.
Y, de acuerdo, Elvis es el Rey.
Pero Buddy Holly es Merlín.
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