Hace más de quince años que Moris, el hombre que con sólo siete discos en 45 años inventó casi todo para los cantautores del rock nacional y se convirtió en una leyenda esquiva, no saca un disco nuevo. Su hijo Antonio –hiperproductivo, con 13 discos en su haber y flamante padre– lo convenció. Juntos grabaron Familia canción, en el que hacen canciones a cuatro manos de la mejor estirpe de los poetas urbanos, entre el tango, el rock, la bossa nova, el pop, Buenos Aires y la desolación. Radar entrevistó a los dos, y a la mujer que los une y que hizo posible este gran disco.
› Por Mariano del Mazo
Moris dice que hace un mes habló por teléfono con Pajarito Zaguri y que ahí se enteró de su enfermedad, que Sandro fue un genio, que su madre lo apoyó mucho en los comienzos y que ya está, que ya hizo demasiado, que perdió –que había perdido– el deseo de sacar discos. Que está cansado, que dedica los días a leer filosofía (“más que nada Krishnamurti”) y a escuchar música clásica (“Wagner, Schubert”). No dice nada de la pasión que, quién sabe por qué, esconde: el collage. Eso lo contará Inés, su mujer desde 1965. Pero falta para eso. Ahora está en un bar, tal vez la escenografía que mejor le queda, por obra de la obstinación de su hijo Antonio. El lo rescató de un exilio interno que pintaba para eterno, él lo pasaba a buscar cada día a las 9 de la mañana para ensayar, para terminar temas. Ahí están: son diez nuevas canciones marca Birabent & Birabent que representan el mejor regreso posible de Moris y una proyección de Antonio hacia un futuro insospechado. Familia canción es un gran disco: melancolía y estribillo, Buenos Aires y desolación, pop y bossa nova y el tango omnipresente como una respiración. Las canciones tienen la solidez que Moris extravió en Sur y después, de 1995, el último canto del cisne que entonces amagaba con retorno pero que quedó como una intermitencia más, un gesto artístico trunco entre el desdén, alguna fobia, la vagancia, la filosofía y la música clásica.
Pero Familia canción es, también, mucho más que un gran disco. Es un abrazo padre e hijo que provoca un extraño juego de espejos que recuerda a aquel relato del esquiador desaparecido en la montaña que es descubierto décadas después, azarosamente, por su propio hijo que estaba esquiando en la misma zona; un desprendimiento de nieve revela el cadáver bajo una capa de hielo: el cuerpo está intacto y el hijo ve a su padre exactamente igual a él, pero más joven. El parecido de Antonio y su padre es notable: hablan igual, tienen los mismos modales. Algo, sin embargo, queda transfigurado: Moris parece el hijo de Antonio, lo escucha, lo admira, lo obedece; Antonio, a su vez, sabe qué representa este disco en la historia de Moris, qué representa Moris y cómo reverbera en la gente. A su manera, cada uno ocupa un lugar oblicuo que los deja fuera de foco: Birabent ya tiene 13 discos, es conocido por la televisión y el cine y no llega a consolidarse como un indiscutible de nada (condición que ostentan tantos discretísimos músicos y actores); el otro es el prócer misterioso del rock nacional, un outsider con apenas siete discos de estudio estirados en 45 años de una trayectoria despareja y prestigiosa, algo olvidada. Son raros y bellos los Birabent: sobrios hasta la parquedad, con temperamentos secos, gestos nobles y una fragilidad que asoma a cada instante y que a veces queda disimulada en cierta arrogancia. Son como cowboys urbanos. Y son, también, los esquiadores del relato. ¿Quién es el padre, quién el hijo en esta historia? ¿De quién es cada canción? ¿Qué buscan con este encuentro de alguna manera tardío, crepuscular? ¿Quién firmará más autógrafos en Callao y Corrientes? ¿Quién tendrá más entradas en el buscador de Google?
“La otra vez –habla Moris, 68 años, la voz gutural de siempre– vino un pibe de 15 años a pedirme un autógrafo y a decir que se había comprado mi primer disco y que le encantaba. Yo le dije: ‘Escuchame, ¿no tendrías que estar comprando discos de Rihanna o de Lady Gaga?’. Me dijo que no, que le gusta lo mío. Yo no lo puedo entender...”
Moris no se da cuenta, no advierte, el peso específico de su propia obra. Para empezar, su condición de pionero multinorma: fue el autor del que se considera el primer tema y la primera movida promocional de rock argentino (“Rebelde”, con Los Beatniks, y la famosa presentación del disco arriba de una chata surcando las calles del Centro, a la manera de un Oliverio Girondo beat), compuso el primer (proto) rap (“De nada sirve”), la primera canción queer (“Escúchame entre el ruido”) y la primera fábula (“El oso”), metió los primeros hits de rock cantado en castellano en España (el cover de Carl Lee Perkins “Zapatos de gamuza azul”; “Sábado a la noche”)... Pero más allá de estos datos que tal vez hablan apenas de su intuición, o de circunstancias y oportunidades aprovechadas, habrá que decir que es el autor de algunas de las canciones e imágenes más hermosas del rock argentino.
Su disco debut, Treinta minutos de vida (1970), comparte contemporaneidad y perfección con el debut de Manal y el de Almendra, y también una visión de Buenos Aires donde el tango se filtra entre tres de las grandes tendencias musicales planetarias de entonces: el pop (Almendra), el blues en trío (Manal) y el folk-rock (Moris). Ahí está todo: fueron fundacionales de las tres estéticas predominantes en las siguientes décadas de rock argentino: las bandas más o menos modernas, sónicas (la que llega, digamos, a Babasónicos vía Gustavo Cerati), el rock callejero o barrial y la tradición del cantautor solista.
El siguiente álbum sería, al mismo tiempo, un volantazo y una profundización de Treinta minutos... La impronta urbana de Ciudad de guitarras callejeras (1974) estaría en “Mi querido amigo Pipo”, en “El mendigo de Dock Sud” y en esa suite desconcertante que se desarrolla en los nueve minutos de “Muchacho del taller y la oficina”, con frases descollantes como “estoy en José León Suárez / hay volcadores y camiones Pettinari / mujeres rojas salen de los bares / ferrocarriles transportando pueblos con calor”. En tanto, “Tengo 40 millones” y “El rock de Campana” (con su demencial grito “¡Campana, Campana, Campana!”) prenuncian la etapa española.
“Yo hablaba de José León Suárez, de Hurlingham, con conocimiento de causa. Andaba por ahí. Iba mucho por la ruta 8 porque vendía productos químicos: con una mano manejaba, y con la otra escribía apuntes en un cuaderno. Bueno, esas vivencias no las tengo más. Y yo creo que es importante saber de qué se habla”, dice ahora. Y avanza: “No podés escribir un tango del Bajo tomando yogur en Belgrano. Yo tiempo después de ‘El mendigo del Dock Sud’ volví al Docke a ver si se me ocurría algo...”
¿Y?
Moris: No se me ocurrió nada, para qué te voy a mentir. Cadícamo escribió “Anclao en París” a los 20 años, pero ¿qué hizo después de los 50? Ya estaba seco de historias. Es así, el aljibe se seca. Yo tengo un montón de demos, de canciones buenas, que algún día me gustaría mostrar. Gracias a éste me volvió a picar el bichito de grabar.
“Este” es Antonio, el imparable. Padre de un niño de ocho meses llamado justamente Oliverio, toma café con leche y da cuenta de su hiperactividad. “Están por estrenarse dos películas que protagonicé, 555 y Stephany. Pero lo que más ansioso me tiene es la miniserie Perfidia, que dirigió Juan Pablo Laplace, con producción del Incaa. Lo que hizo Juan Pablo es genial.”
¿Cómo nació la idea del disco?
Antonio: La idea es de toda la vida. Al menos en mí. En un momento la di por perdida: no se daba, había destiempos. Es complicado grabar un disco solo, imaginate con tu padre... Me estaba resignando. Pero el año pasado insistí y lo puse entre la espada y la pared. “Papá, vamos, no hay tiempo que perder”.
Moris: En el 2010 él me estaba pasando unas letras mías a la computadora. Letras que estaban por ahí, en papeles. Y empezó a rescatar cosas como “Vedette falopa”, “Parado en una esquina”. Me preguntó si quería que las musicalizara y las arreglara. Ya tenían esbozos de músicas con guitarra o teclados, pero Antonio me pidió meterse.
Antonio: Si no lo hacíamos ahora no lo hacíamos más. Hubiese sido una pena y un desperdicio dejar pasar tanta sincronía musical, letrística, humana, familiar, sanguínea. Yo empecé a escuchar unos casetes caseros del año ’90, ’91, cuando tocaba la guitarra en su banda, y eso también fue un punto de partida. Eran grabaciones en la cocina... Y sentí emoción y desconcierto, porque ya pasaron 20 años y porque mi mujer estaba embarazada. Me dije: “Puta, un disco con papá va a ser importante para Oliverio”. Y a su vez, desde lo artístico, era un desafío.
¿Por qué no pusieron quién es el autor de cada tema?
Moris: Preferimos que quede como “Familia canción”. Incluso algunas letras mías fueron modificadas por él, yo también cambié cositas e ideas de Antonio... Fue un trabajo en común. Una amalgama.
Antonio: Sería difícil decirle a la gente de quién es cada letra. Por ejemplo “Thomas y Lacroze” parece una letra de él y es mía. El la musicalizó.
Familia canción es un disco corto (35 minutos de vida), orgánico y con una dosis pareja de amabilidad pop y densidad lírica. Tal vez sea más de Antonio que de Moris, impresión que surge del tratamiento sonoro: un mix entre la electrónica y lo acústico, con rítmicas que van de la bossa nova al rock. El concepto es el de dos tipos echados a observar la ciudad, con descripciones paisajísticas y sociales con pulso tanguero. En ese sentido, “Brasilero y guaraní” aparece como una canción impecable: habla de esa zona enigmática de la ciudad que se extiende entre la Reserva Ecológica y los astilleros que dan al río, más allá de la Ciudad Deportiva de La Boca.
Antonio está cantando cada vez mejor, en una musicalidad que reluce en contraposición con el severo fraseo de su padre. Moris conserva su voz intacta –esa voz ya instalada en el imaginario sentimental del rock argentino– y emociona en “Parado en una esquina”. Completan el álbum “Civilización” (un hit potencial), “Thomas y Lacroze” (y sus reminiscencias a “Muchacho del taller y la oficina”: José León Suárez es aquí José C. Paz), “Vedette falopa”, “Buenos Aires Sur”, “Barrio pobre”, “Demorado en San Telmo”, “Fábricas nocturnas” y “El poeta de Varela”.
Dice Antonio: “Nos propusimos que sean todos temas nuevos. Mucha gente en el proceso de producción me decía: ‘¿Por qué no metés “Ayer nomás” cantado por vos y “Bienvenida seas” cantada por tu viejo?’. Y no. Queríamos que fuera así”. “Y corto, que fuera un disco corto –acerca Moris–. Porque, la verdad, ¿quién te dice que no haya un Familia canción 2?
Si bien es evidente que tienen una línea estética en común, son bastante diferentes. Antonio es hiperproductivo, de algún modo disperso. Todo lo contrario a vos, Moris.
Moris: Es cierto. Yo nunca tuve interés de hacer una carrera, me siento cómodo al margen. He vivido otro tipo de vida. No sé, soy así. No tengo una explicación plausible más que la que te estoy dando.
Antonio: Tiene que ver con los tiempos de cada uno. Pienso que si yo hubiera sacado menos discos hubiera sido más valorado y tenido el prestigio que le sobra a él. Algunos discos míos, modestia aparte, son muy buenos. Pero he hecho una catarata de cosas, y eso conspiró. Lo de papá funciona de otro modo. Es cierto: estamos muy cerca y muy lejos. Cerca por lo afectivo, lo familiar; lejos por dos maneras de plantarse ante la música... Y sin embargo, cuando grabamos se escucha una verdad: dos cantores urbanos que dan vuelta alrededor de ciertos lugares y producen músicas y poesías. Y que tienen algo común en esta historia: mi vieja. La mujer que más nos conoce.
Moris: Ella fue la que me convenció de hacerlo. Yo al principio no quería.
Antonio: Sin mamá Familia canción no existiría.
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Al día siguiente, al teléfono, la encantadora Inés González Fraga dice que no es tan así, que exageran. Artista plástica, rebelde sixtie de una familia de alcurnia (es la hermana de Javier y de Elvira González Fraga), está con Moris desde que tenía 20 años. Hace dos decidieron seguir en casas separadas. “Imaginate, tengo 66... Pero vivimos a tres cuadras de distancia... Es que Moris no es un tipo sencillo... Llegaba a cualquier hora, no se cuidaba. Desde que vivimos en distintas casas nos llevamos genial.”
Inés está pintando una serie de animales y prepara una exposición para el Museo Sívori. Pero quiere hablar del disco: “A Moris le cuesta mostrar lo suyo, es muy tímido y además, vos sabés, no es simple abrirse paso si no tenés una estructura. Tiene tal cantidad de temas que no han salido a la luz... Cuadernos y cuadernos... Pero bueno, es cero mediático y yo lo entiendo. Estos años ha leído y escuchado mucha música, pero también se ha dedicado a pintar y a hacer collages. Muy buenos. ¿No te contó nada? Siempre dice lo de la filosofía y la música clásica, ¡pero esconde lo de los collages...! Hasta salieron en la revista Wipe. La intensidad que antes volcaba en la música la vuelca al papel, a la pintura. A veces anda arrancando carteles de la calle para hacer alguna obra... en fin, vive. De tanto en tanto viene gente amiga, con buenas intenciones, no sé, Pipo Lernoud, Andrés Calamaro, para proponerle proyectos, pero siempre dice que no. Sólo Antonio logró que aceptara”.
¿Por qué?
–Yo creo que es un disco puramente afectivo. Es el regalo que le quiso hacer en vida Antonio a su padre. A mí me emociona mucho.
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Es cierto: Familia canción se escucha como un sensible encuentro de dos hombres que, en vida, y hasta con alegría, replican la historia del esquiador: a la edad de Antonio, 42, Moris ya había consumado el núcleo de su obra y estaba tratando de volver con la Argentina de la democracia. El sistema de espejos es más complejo y habrá que iniciarlo en el instante en que el terrorismo de Estado hacía su ingreso triunfal en la vida de Moris. Una bomba incendiaria estalló en La Rueda Cuadrada, Defensa al 800, San Telmo, donde estaba actuando. Se dio cuenta de que la cosa iba en serio. Facundo Cabral le dijo que se fuera cuanto antes. Que en España lo suyo podía funcionar. En 15 días estaba en Madrid, con una mujer, dos hijos y dinero para vivir dos meses.
Moris: Y fue Facundo quien me consiguió el primer contrato. Era un acicate importante tener una familia atrás. Me forzaba a salir todas las mañanas a buscar trabajo, a inventar fechas para tocar, para dar pruebas en las compañías, para dejar demos. Yo tenía una carta de recomendación de la RCA, pero no pasaba nada. Daba clases de guitarra, tocaba en pubs, hasta que Inés me consiguió seis fechas para hacer en la universidad.
Antonio: Yo tenía 6 años y José, mi hermano, 2. Fue difícil. En la escuela se reían de cómo hablábamos. Tuvimos que aprender un manual de supervivencia. En dos meses ya hablábamos en castizo.
Moris: Fue duro, pero no quedaba otra que irse. Cuando veo en Página/12 las fotos de los desaparecidos se me pone la piel de gallina: yo podría haber sido uno de ellos.
Antonio: Mirá qué ironía. Lo de los espejos, digo. Cuando yo decido radicarme en Madrid en 1998 y llevo mi disco Azar bajo el brazo, casi nadie me conocía. Algunos, los pocos que me conocían, decían: cómo este tipo viene 20 años después que su papá y nos enseña a cantar electrónica en español. Porque Azar es un disco electrónico, y los españoles la electrónica la siguen cantando en inglés. Yo creo que si me quedaba me hubiera ido bien, pero estaba solo, sin familia. Había campo para desarrollarse. Estaba la revista Zona de Obras, el sello Subterfuge, periodistas como Diego Manrique que lo conocían a Moris y por extensión a mí...
Moris: Yo me acuerdo que grabé “Sábado a la noche” y me dijeron que tenía que cantar en inglés. Ellos estaban con Pink Floyd, Yes, Genesis, y a mí me parecía un plomazo. En uno de los shows del ciclo de las facultades me vino a ver el Mariscal Romero, le gustó, grabé “Zapatos de gamuza azul”, y la cosa comenzó a andar.
¿No fue una involución haber hecho rock and roll?
Moris: Es que yo cantaba “El oso” o “Ayer nomás”, y los españoles miraban para otro lado. Nunca hice concesiones, pero en España tuve que ser un poco demagogo. Inventé una historia. De entrada me puse a cantarle a Madrid, a hablar como ellos. “Nocturno de Princesa” pegó fuerte. Pero quedé “atrapado por el rock and roll”. Después vino Alaska, la mano pop, y chau.
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Fiebre de vivir, de 1979, es el disco madrileño. Más allá del abordaje del rock and roll más primal, destaca, sí, “Nocturno de Princesa”, una canción soberbia aun en su rima redundante. Es la canción que describe la libertad de la España post franquista o, desde el punto de vista argentino, la contemplación atónita de un recién llegado de la Triple A y la dictadura que se sienta en un bar a contemplar la fauna, los kioscos de revistas, el destape, la vida: “Y aquí estoy ahora en el Vip’s de Princesa/ y en aquella mesa hay varias duquesas/ una rubia inglesa come su hamburguesa/ y en la barra un tío toma su cerveza/ la música negra por los altavoces/ y los camareros que tú ya conoces... Y escribo y describo lo que voy mirando/ Los Beatles ya viejos mirando a la gente/ mil flores de plástico, un disco fantástico/ Drácula que mira a King Kong con ira/ y el Che Guevara gira que te gira”.
“Los Beatles ya viejos”, escribió Moris en 1977. Tenían, como él, alrededor de 35, 36 años. “Es increíble, ¿no?”, (se) pregunta ahora.
Desde “Pato trabaja en una carnicería” hasta hoy, el paso del tiempo atraviesa tu obra...
Moris: Yo diría que el tiempo es el gran tema. Me aterra el paso del tiempo. Krishnamurti decía que las pérdidas son vibraciones. A mí las pérdidas me causan dolor, congoja, tristeza. Recientemente he perdido amigos como Sandro, Beto Satragni, Facundo, pero también he perdido ideales, sentimientos. Porque no es temor a la muerte propia, es otra cosa. El dolor que provoca el “ya no ser”, como dice el tango.
¿Entonces?
Moris: No hay salida. Entonces hay que hacer lo que hace Antonio: canciones, discos, todo. Estoy muy orgulloso de él... Me subí a su proyecto con orgullo. Y lo hice por él, por mí, por José, por Inés. Familia canción. Pero el tiempo es invencible. Ya lo dijo Cacho Castaña: “No es lo mismo un pimpollo que una rosa seca”. Yo hablo mucho con la gente: taxistas, porteros, mozos, y me da la impresión de que quienes piensan menos sufren menos...
¿Y vos?
Moris: Estoy todo el tiempo pensando.
Moris y Antonio Birabent presentan
Familia canción el sábado
17 de septiembre en el ND Ateneo,
Paraguay 918, a las 21.
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