El 18 de diciembre de 1994, tres amigos encontraron de casualidad una cueva en el sur de Francia. Adentro, los esperaba uno de los tesoros más antiguos de la humanidad: en perfecto estado, las paredes conservaban dibujos hechos hace más de 30.000 años, más del doble que cualquiera de los conocidos hasta entonces. Precisos, acabados, con movimiento y técnicas de una modernidad sorprendente, son un tesoro y un misterio difícil de desentrañar. ¿Qué nos dicen de nuestros orígenes? ¿Para qué los hacían? ¿Había magia, chamanismo, religión, relato, historia, aprendizaje? ¿Podemos comprender a hombres que cuidaban y completaban un dibujo comenzado miles de años antes por un ancestro? De acceso estricto y limitado, el lugar fue abierto para que el director Werner Herzog –salvaje e inspirado rastreador de los puentes hacia los orígenes del hombre– filmara con un grupo reducido un documental en 3D sobre los misterios, las hipótesis y las pistas que esos dibujos nos ofrecen.
› Por Ariel Magnus
La pintura rupestre es un tema que a Herzog lo atrapó ya de chico. Con 12 o 13 años vio en la vidriera de una librería de Munich un libro en cuya tapa estaban reproducidos los caballos de la cueva de Lascaux. El objeto le provocó una fascinación instantánea al joven Werner, que desde entonces se obsesionó con la idea de poseerlo. Juntando pelotas en canchas de tenis fue juntando también el dinero, no sin darse una vuelta cada tanto por la librería para asegurarse de que el libro siguiera ahí. “Nací en un pueblo de montaña, donde no había librerías, así que creía que ése era el único ejemplar que existía de ese libro”, contó en una entrevista reciente. Todavía hoy puede sentir, cuenta en otra entrevista, el estremecimiento que lo invadió cuando al fin lo tuvo en sus manos y pudo hojearlo. “Ese libro fue mi primer interés intelectual propio, y la fascinación por la cultura prehistórica nunca me abandonó.”
Esta misma anécdota, que ahora repite para los periodistas, le contó Herzog al ministro de Cultura de Francia, Frédéric Mitterrand, quien para su suerte resultó ser un gran admirador de su obra. Eso, y el dato quizá no menor de que pidió tan sólo un euro por día para hacer su trabajo, le permitieron a este alemán que ya lleva varios años viviendo en Los Angeles conseguir el permiso para ser el primero en filmar dentro de la cueva de Chauvet. Los reparos de los franceses no eran sólo territoriales o culturales, sino también científicos. El gobierno quería evitar que a la cueva de Chauvet le ocurriera lo mismo que a la de Lascaux, que tuvo que ser cerrada luego de que la respiración de los visitantes, entre los que se incluían turistas, desarrollara un hongo sobre las paredes que ahora constituye un peligro para las pinturas que les dan valor.
Descubierta en 1994, la cueva de Chauvet (llamada así en honor a una de sus descubridoras) ya era en ese momento una suerte de cápsula temporal, pues había sido sellada hacía unos 20 mil años por la caída de una roca gigantesca. Los dibujos encontrados en ella tienen más del doble de edad que los de la cueva de Lascaux, lo que los convierte por lejos en los más antiguos conocidos hasta ahora. A la vez, su perfecta conservación y su esmerada técnica casi eliminan cualquier distancia. “Es el nacimiento del alma moderna del hombre –define Herzog–. De pronto tenemos ahí al arte, no como garabatos primitivos, sino desarrollado de forma completa y extraordinaria.” La cueva contiene también pisadas y restos fósiles de animales extinguidos hace porciones de tiempos inconcebibles con nuestros míseros parámetros históricos. Cuatro o cinco veces se puede repetir hacia atrás la historia de acá a Babilonia y recién entonces llegaríamos al último día de vida de algunas de estas especies. Hay dibujos empezados en una época y completados cinco mil años después, que es como decir que los empezó Dios mientras descansaba de hacer el mundo y los terminó Picasso el siglo pasado. “Nosotros estamos atrapados en la historia, ellos no”, resume Herzog.
Sellada ahora por una puerta hermética de acero, Chauvet tiene prohibida la entrada de particulares y sólo unos pocos científicos se ocupan de estudiarla. Tampoco Herzog consiguió libre acceso a la gruta, sino que tuvo que hacerlo con sólo tres personas, en pocos días de horarios muy reducidos y sin abandonar nunca la angosta pasarela de metal que marca el único camino transitable. A eso se sumaron dificultades técnicas, como la escasa iluminación y el complicado armado de las cámaras 3D, pero que ya son una marca registrada de sus documentales.
La otra marca registrada es su capacidad para descubrir personajes extraordinarios, aun entre científicos que tampoco se desvían de la pasarela al hablar. Eso ocurre a los quince minutos de película. Antes, se exponen los datos generales de la cueva y las condiciones en que pudo ser filmada. Al poco avisado podría parecerle el principio de un documental del History Channel, con la diferencia de que el narrador tiene una dicción dudosa y la música es algo demasiado disonante. Algún comentarista alemán hasta deseó que así fuera, y recomienda ver la película en casa, para poder quitarle el volumen. En la misma línea, otro disidente subió a YouTube unos hilarantes videítos donde un falso Herzog analiza ¿Dónde está Wally? y otros cuentos para chicos.
Pero no. Estamos ante un documental de Herzog y eso se nota a más tardar al cuarto de hora, cuando interrumpe a un joven arqueólogo que está explicando su trabajo en el escaneo total de la cueva, primero para comparar ese registro con la guía telefónica de Manhattan, que nada nos dice de las historias y los sueños de quienes figuran ahí, y luego, cuando el arqueólogo habla de que cada científico llega a su objeto con su propio backround, para preguntarle cuál es el suyo. “Bueno –sonríe sorprendido el joven científico–, antes yo trabaja en un circo.”
Ahí empieza La cueva de los sueños olvidados, cuando ese ex malabarista cuenta que los primeros días en que entró a la cueva soñaba sólo con leones, y define a los sueños como una forma indirecta de entender ciertas cosas. Enseguida Herzog nos lleva de nuevo a la cueva, donde otro científico pide que nadie se mueva a fin de escuchar el silencio de la cueva “y quizá el latido de nuestro propio corazón”.
Hace tiempo ya que Herzog viene filmando en lugares recónditos del planeta, pero no sólo en busca de lo extraordinario, sino también de lo más común: el hombre y sus sueños, la humanidad y sus orígenes. En Antártida, donde tuvo Encuentros en el fin del mundo (2007, nominada al Oscar), sus personajes principales, además de los animales, son también los científicos, pero no en tanto hombres de ciencia, sino en tanto hombres que han elegido vivir en un sitio inhóspito o estudiar un tema que atañe a los orígenes, ya sean del ser humano o de la vida en general. También su cautivante documental sobre Siberia, Gente feliz: Un año en la taiga (2010), explora las formas de vida primitiva a través de unos cazadores que aún practican su oficio casi con los mismos elementos y métodos que cuando empezamos a caminar en dos patas. En todos estos casos, lo que más parece interesarle a Herzog, además de mostrarnos lo que difícilmente lleguemos a ver por nuestra cuenta (y no sólo por lo remoto del lugar, sino por su inigualable poder de observación), es indagar en el fondo del alma humana, a través de sus límites. De ahí también el tema de su último documental, Hacia el abismo (2011): entrevistas a condenados a muerte.
La novedad en La cueva... es que el personaje principal es ese hombre paleolítico, representado aquí por el artista de meñique torcido que dejó la huella de su mano en varios puntos de la gruta. Las pinturas, tan frescas que “parece que los artistas estuvieron trabajando hasta hace media hora”, son el testimonio directo de ese origen telúrico que Herzog viene rastreando quizá desde mucho antes, también en sus películas ficcionales. En ese sentido, y mal que les pese a quienes preferirían un documental tradicional (ya bastante lo es para los estándares de este díscolo), Herzog es el intermediario más genuino entre estos dibujos secretos y el gran público. Pocos como él han intuido que existe ese puente directo con nuestros orígenes en las huellas de entonces que han sobrevivido hasta hoy, ya sea en unas pinturas rupestres, unas costumbres de caza, en la fascinación por lo que puede matarnos (Grizzy Man) o el abismo de la muerte en un día y hora programados.
Herzog naturalmente no se lo toma personal, sino que pone en ese lugar de privilegio al medio del que se vale para ocuparlo. Su primera observación sobre los dibujos es que muchos intentan remedar el movimiento, ya sea multiplicando las patas de un animal que corre o el cuerno de uno que batalla, “como los fotogramas de una película”. Esta evocación se retoma hacia el final, cuando el más personaje de los científicos (no porque lo sea en sí, sino porque Herzog lo crea) equipara los dibujos con la cámara que ahora los filma. Una comparación que ni guionada podría haber sido más del agrado de Herzog, que enseguida la corona con una toma final donde aparece él y su equipo, pero en la que la protagonista es la cámara.
También en ese aspecto la película presenta una novedad absoluta respecto a todas las otras del mismo director, y es que fue filmada en 3D. “Un 3D suave, como si fuera lo más natural”, se apresura a aclarar Herzog, en referencia a que sólo crea la ilusión de estar frente a una pantalla tridimensional, no la de estar en medio de ella. La técnica se impuso por su objeto, que a su modo también fue concebido en 3D, pues las rocas tienen su propio movimiento, con concavidades y salientes, que los artistas aprovecharon para darles relieve a sus figuras. Más allá de eso, a Herzog la tecnología fetiche del nuevo milenio lo deja bastante frío. “El ojo humano no ve por lo general todo el tiempo en 3D –explica su escepticismo–. Eso es muy cansador. Normalmente miramos con un ojo dominante en 2D y sólo de forma periférica vemos con el otro ojo la tercera dimensión. El cerebro del hombre es muy selectivo y busca absorber el medio ambiente de la forma menos agotadora posible.”
Nadie dudaría de que La cueva... es un documental de Herzog desde el momento en que el arqueólogo empieza a hablar de sus sueños. Otros rasgos netamente herzogianos son sus comparaciones de la naturaleza circundante con las óperas de Wagner o la presentación de un perfumista que se dedica a buscar nuevas cuevas con su olfato. También es un acierto, que otro hubiera dejado escapar, la visita a una cueva en Alemania, que si bien no contiene dibujos, sirve de excusa para presentar antiquísimos instrumentos musicales, la otra manifestación artística (fundamental también en el cine) que a Herzog le interesa rastrear hasta sus orígenes.
Pero si aun así a alguien le quedaran dudas, la película cuenta con un epílogo inimaginable en ningún otro director. Aprovechando la presencia de una “biosfera tropical” a pocos kilómetros (o millas, según el sistema de medición del americanizado Herzog), los últimos minutos de película se entretienen mostrando un vaporizado invernadero lleno de helechos en donde conviven cientos de cocodrilos. Tanto el calor de la atmósfera como el agua en que se bañan provienen de la que fue usada para enfriar los reactores de una inmensa planta nuclear ubicada en la cercanía. Por eso no sorprende, cuenta Herzog, que en estas aguas nucleares naden cocodrilos albinos. El ambiente surrealista, sobre todo teniendo en cuenta que “hace no mucho, apenas algunas decenas de miles años de años atrás”, toda esa región era un gran glaciar, le despierta a Herzog la fantasía apocalíptica de que no puede faltar mucho tiempo para que los cocodrilos mutantes lleguen a la cueva de Chauvet y se enfrenten con los dibujos. ¿O seremos nosotros mismos los cocodrilos?
Cuesta sustraerse, ante esta imagen de nuestros blancos Doppelgängers, a la sensación de que Herzog cita aquí, acaso sin querer, a las iguanas que ve Nicolas Cage en su falsa remake de Bad Lieutenant (2009), bichos que también allí constituyen su toque de distinción. Como sea, lejos de un capricho coyuntural, este postscript de conceptos casi tan surrealistas como las imágenes que muestra logra poner freno al espiritualismo que en algún momento amenazan con cooptar a las pinturas y lo redirecciona hacia la fantasía y la ficción, la otra forma que sigue eligiendo Herzog para indagar en el alma humana. La reminiscencia de su trabajo ficcional pone a esta película en su verdadero sitio, que está más allá del mero documento, sin que eso signifique que deje de cumplir con sus requisitos ni pierda sus virtudes. La cueva de los sueños perdidos documenta las pinturas y su estudio, pero sobre todo las emociones que despiertan, sus líneas de fuga hacia distancias abismales de pasado y su no menos abrumadora cercanía con el arte actual, todos territorios que rozan lo indocumentable. Con el dramatismo y la grandilocuencia que ya parecen casi imprescindibles a su tema, Herzog indaga aquí una vez más en lo que parece perdido pero porque no dejamos de encontrarlo, lo que es inasible porque está a la mano, y cuya mejor imagen sigue siendo la del sueño.
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