>En 2008, Werner Herzog leyó una nota en el New Yorker que le detonó las ganas de filmar este documental. Estos son los mejores pasajes de esa nota.
› Por Judith Thurman
Después de visitar las cuevas de Lascaux, en Dordoña, descubiertas en 1940, Picasso le dijo a su guía: “Inventaron todo”. Lo que esos primeros artistas habían inventado era un lenguaje de signos para los que nunca habrá una piedra Rosetta; la perspectiva, una técnica que no sería redescubierta hasta la edad de oro ateniense, y un bestiario de una vitalidad y una delicadeza tal que, al parpadeo de una antorcha, los animales parecen surgir de las paredes y moverse en ellas como figuras en un espectáculo de linterna mágica (en ese sentido, los artistas inventaron la animación). También idearon la lámpara de aceite –un bollo de grasa con una mecha vegetal, en una piedra hueca– para iluminar su lugar de trabajo, los andamios para alcanzar la parte alta de las paredes, los principios del stencil y el puntillismo, los colores en polvo, los pinceles, el sombreado y, sobre todo, siguiendo la revelación de Picasso, el concepto mismo de una imagen. Un verdadero artista reimagina ese concepto con cada bastidor en blanco, pero no partiendo, como aquéllos, del vacío.
Algunas cuevas tienen salientes que fueron usadas como refugio, pero no hay evidencia de vida doméstica en sus profundidades, hasta donde se sumergían los artistas para pintar. A lo largo de 25.000 años, los mismos animales –básicamente bisontes, uros, cabras, ciervos, caballos, mamuts– se repiten en poses similares, ilustrando una historia inmortal. Para gente nómade, viviendo a merced de la naturaleza, debe haber sido un consuelo poderoso saber que existía un refugio del fluir permanente.
Media docena de disciplinas –arqueología, etnología, etología, genética, antropología e historia del arte– han intentado (y competido por) comprender la cultura que los produjo. Los expertos terminan por caer en dos campos: aquellos que desarrollan una teoría acerca del arte, y quienes creen que no existe, ni nunca existirá, suficiente evidencia para justificar una.
Jean Clottes, un celebrado especialista en la prehistoria y prolífico autor que organizó el grupo de investigación en Chauvet, en 1996, pertenece a los primeros; la mayoría de sus colegas, al segundo. Sin embargo, nadie que estudia las cuevas se resiste a sentir una profunda comunión con los artistas de esas paredes. Cuando se considera que el legado puede haber sido encontrado de casualidad, pero con seguridad no fue dejado ahí de casualidad, eso también sugiere un deseo de comunión con nosotros, sus descendientes.
La aparición de Chauvet fue una bomba. Sus primeras pinturas tienen al menos 32.000 años, y así y todo son tan sofisticadas como sus composiciones posteriores. Lo que surgió de esa revelación fue la imagen de los artistas paleolíticos transmitiendo sus técnicas de generación en generación durante 25 milenios casi sin innovación o revuelta. Un conservadurismo profundo en el arte –señala Gregory Curtis en The Cave Painters, su libro sobre la discusión en torno a Chauvet publicado en 2006– es una de las marcas de una “civilización clásica”. Para que las convenciones de esa pintura en cuevas haya perdurado cuatro veces más que la historia registrada, la cultura a la que servía –concluye– debe haber sido “profundamente satisfactoria” y estable hasta un punto difícil de imaginar para los humanos modernos.
El camino a la cueva bordea un viñedo, y después trepa hundiéndose en el bosque hasta emerger en una cornisa, una terraza natural con techo de piedra que bordea el abismo. “Camino a Chauvet, los pintores pueden haberse refugiado o preparado sus pigmentos acá. Mirando el río y el valle, vieron lo que vemos ahora”, dice Clottes señalando la vista. “La topografía no cambió mucho, excepto que en la Edad de Hielo la vegetación era menos abundante: mayormente siempreverdes, como pinos y abetos. Sin el verde, el parecido del Pont d’Arc –una roca en forma de arco que cruza el río– con un mamut gigante debe haber sido aún más dramático. Pero nada del paisaje –nubes, tierra, sol, luna, ríos, plantas, rara vez el horizonte– aparece en las pinturas de las cuevas. Es una de las muchas omisiones sorprendentes.”
Dominique Baffier, la curadora, y Valérie Feruglio, una joven arqueóloga, escribieron Chauvet Cave (2001), un libro de ensayos y fotografías del grupo de investigación armado por Clottes. “La frescura de los restos dan la impresión de que hemos interrumpido a los artistas en su tarea, los hemos espantado y han huido abruptamente.” Han dejado caer un instrumento de marfil, encontrado en el sedimento del suelo.
En el fondo más profundo de la cueva, se encuentra la Sala Final, un espacio abovedado que contiene más de un tercio de los dibujos y pinturas –unos pocos en ocre, la mayoría en carbón, todos meticulosamente compuestos. Un gran friso cubre la pared de la izquierda: unos vigorosos leones con bigotes puntillistas parecen estar cazando una manada de bisontes, que a su vez parecen haber detonado una estampida de rinocerontes, uno de los cuales parece haber caído en, o estar saliendo de, una cavidad en la roca. Como en varios otros lugares, los rasguños hechos por un oso parado se han sobreimpreso como en un palimpsesto de dibujos o signos, y uno debe preguntarse si este arte no habrá empezado con la conciencia de que las garras de un oso eran una herramienta expresiva para tallar un registro –conmovedor e indeleble– del paso de una criatura por la oscuridad.
A la derecha del friso, en una pared aparte, un enorme y precioso bisonte mira en soledad hacia unas figuras pintadas en un cono de piedra de 1,20 m que se desprende del techo. La figura carnal del dibujo es indiscutidamente fálica, y todos sus lados están dibujados, aunque sólo el frente es visible. El suelo de la sala está plagada de reliquias. Para preservarlas, la pasarela se detiene cerca de la entrada, y su alcoba más profunda, conocida como la Sacristía, permanece sin explorar. Pero uno de los arqueólogos del equipo, Yanik Le Guillou, ató una cámara digital a un palo y fotografió el otro lado del dibujo. Envolviendo o, como parece, montando el falo, aparece la mitad inferior de un cuerpo de mujer, con gruesas nalgas y rodillas dobladas que se afinan hacia los tobillos. Su vulva está sombreada y no tiene pies. Sobre ella hay una criatura con cabeza de bisonte y una joroba, y un ojo alzado y blanco. Pero una línea saliendo de su cuello parece un brazo humano con dedos. La relación entre estas imágenes con el friso de la pared adyacente es uno de los grandes enigmas de la cueva. La posición de la mujer sugiere que podría estar en cuclillas pariendo, y los animales, al nivel de su lomo, parecen brotar de ella. Gregory Curtis, que pelea y pierde una valiente batalla con su urgencia por especular, admite en The Cave Painters que no puede evitar leer una narrativa mítica en la escena, una que se relaciona con el Minotauro –la cruza híbrida de una mujer mortal y un toro sagrado “que vivía en el Laberinto, que es como una especie de cueva”. El arte en las paredes de los palacios cretenses muestran el espectáculo de jóvenes saltando sobre un toro que carga contra ellos, y ese espectáculo público –en la línea de las corridas de toros–, señala Curtis, ha perdurado hasta los tiempos modernos precisamente en las regiones donde se encuentra la mayor concentración de cuevas decoradas. “La cultura europea empezó en algún lado”, concluye. “¿Por qué no acá mismo?”
Clottes se sintió herido y furioso por la virulencia de los ataques con que fue recibido Los chamanes de la Prehistoria, su libro co-escrito con el arqueólogo sudafricano David Lewis-Williams y publicado en el ’96, el año que se hizo cargo de Chauvet. “Devaneos psicodélicos”, escribió un crítico, y los autores se defendieron en una edición posterior. “Uno puede presentar hipótesis científicas sin tener la certeza absoluta”, me dijo Clottes una noche. “Todos coinciden en que las pinturas son, de algún modo, religiosas. No soy creyente, y ciertamente no soy un místico. Pero Homo sapiens es Homo spiritualis. La habilidad de hacer herramientas nos define menos que la necesidad de crear sistemas de creencias que influyan sobre la naturaleza. Y el chamanismo es el sistema de creencias que prevalece entre los cazadores y recolectores.”
Incluso, miembros de su equipo creen que Clottes va demasiado lejos. La división parece ser generacional: los puristas son los más jóvenes, educados en la deconstrucción y la corrección política. Norbert Aujoulat dice con tacto: “Somos más reservados. Puede que tenga razón en cuanto al chamanismo en las cuevas, pero muchos de nosotros simplemente no queremos interpretar”. Y después, agrega con una risa: “Si supiera lo que esas pinturas significan, me quedaría sin trabajo. Pero, según mi experiencia –e hice el inventario de 500 cuevas–, cuanto más mirás, menos entendés”.
Jean-Michel Geneste, un hombre de 59 años que trabaja en Chauvet y es el curador de las cuevas de Lascaux, cree que cuevas como las de Chauvet y Lascaux servían para muchos propósitos, “igual que una iglesia del siglo XII. Todos debían escuchar que estos santuarios existían, y se sentían atraídos. Miren el Pont d’Arc sobre el río: es como un faro en el paisaje. Y, como el arte en una iglesia, la riqueza de las expresiones gráficas en las cuevas satisfacía a mucha gente de muchas maneras –familiares, comunitarias, individuales, a lo largo de los milenios–, por lo que probablemente no haya una única explicación adecuada, una teoría que unifique todo”.
Recordé lo que me dijo Norbert Aujoulat sobre los signos en Cussac. El fue el segundo humano moderno en explorar la cueva, en el 2000, cuando fue encontrada, unos 22.000 años después de que los últimos pintores la abandonaran. (El primero fue quien la descubrió, Marc Delluc.) “A medida que seguíamos a los artistas más y más hacia las profundidades de la cueva –me dijo– notando que rompían las estalagmitas para señalar su camino, encontramos signos que parecían decir: ‘Estamos santificando un espacio finito en un universo infinito’.”
Lo que sea que esas pinturas, esos dibujos, ese arte, signifiquen, entendí que esa inmensa cueva que los contiene es a la vez un útero y una tumba.
La cueva de los sueños olvidados se estrena en los cines, en 3D, el jueves 29 de diciembre.
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