Domingo, 5 de febrero de 2012 | Hoy
AVENTURAS ILUSTRADAS 4 > ANéCDOTAS, ENCUENTROS Y MEMORIAS DE REP. HOY: DURMIENDO CON BRECCIA
Por Miguel Rep
Esto debe haber sido allá por el ’83, ’84. Tengo como una nebulosa. Pero era un viaje, sí, a Córdoba, a uno de sus salones de la Historieta y el Humor, que se habían vuelto míticos en los setenta, la última etapa de oro del género. Yo me la pasaba deseando estar presente en uno de esos encuentros, mirando las fotografías de un joven Quino, veteranos Oski, Landrú, Lino Palacio, Ferro, dibujando y firmando catálogos a la gente. En esas fotos que se publicaban en blanco y negro también aparecían las arrogantes plumas de Satiricón, Hortensia y Clarín, el aún piloso Fontanarrosa, los delgados Crist y Trillo, un Altuna con bigotes, y el capitán de la muestra, Cognigni. Eran imágenes del Parnaso y recién me asomaría a esas Bienales en el ’79 como oyente.
La cuestión es que a esta Córdoba ya viajé como invitado menor, quizás exponiendo algún dibujo, pero sinceramente te digo, no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que tomé la decisión de bajar luego a Rosario, donde por algún motivo iban algunos dibujantes de putamadre. Y podés creer que no me lo acuerdo, el motivo. Es que se me confunden los viajes. Me acuerdo, sí, por alguna foto cordobesa que estábamos los jóvenes de la Humor. Pero hasta ahí. Lo de Rosario no hay caso.
De lo único que me acuerdo en Rosario es de la noche en el cuarto de hotel con el Viejo Breccia y el chorizo.
El micro que salió de Córdoba capital paró rutinariamente en Colonia Caroya. Bajamos los dibujantes, en pos de productos regionales. Estoy seguro de que mi viejo me pidió un salamín de ahí, y yo fue todo lo que compré: un largo y delgado salame de Caroya, envuelto en un papel de almacén. Habiendo cumplido con el souvenir, seguimos viaje.
La cuestión es que el micro pasó por Rosario y ahí bajamos algunos. Y en algún momento, el Viejo Alberto Breccia se dio cuenta de que yo estaba en banda, se apiadó y me ofreció compartir la habitación que le habían asignado. Yo tenía onda con el Maestro, seguramente por mi trabajo durante cinco años como diagramador en la editorial que le republicó todo su material.
Alberto Breccia es el más grande historietista que han dado nuestras tierras. Uruguayo de nacimiento, se crió en Mataderos y laburó de tripero hasta que se puso a dibujar y se conchabó en una revista de éxito en los años cuarenta. Era en esa época un dibujante clásico, influenciado por los yanquis de moda. Hasta que un día se cruzó con Oesterheld y revolucionó el noveno arte. Su estilo se volvió expresionista y de ahí en más brotaron decenas de seguidores por todos lados. Explotó los límites del dibujo realista y puso toda su habilidad técnica al servicio de la expresión. Rompió el manual de la narración, y empezó a diseñar sus páginas desde el negro hacia el blanco. Dos genios del dibujo han salido de por aquí, uno es Oski, en lo suyo, y otro es el Viejo. Como tipo era entrañable, cabrón como todo tipo honesto, con una voz entre aguda y de fumador y unas sentencias devastadoras. La había pasado mal, muy mal, y bien, y sabía de su rol como maestro. Su fama era mayor en Europa, acá navegaba con su prestigio. De más está decir que yo lo admiraba como la puta madre. Te diría que, a pesar de venir de otro palo, el humor, su influencia en mi visión de lo que es el dibujo, el gremio, y la expresión, es capital.
Ah, ya sé para qué era lo de Rosario. Le hacían una muestra importante al Viejo. Menos mal que me acordé.
Así que esa noche iba a dormir con el genio. Lo vi enfundarse en su prolijo pijama, doblar cuidadosamente sus pantalones y camisa, mientras yo me despatarraba en mi camita. Hacía mucho calor.
Pero falta lo del chorizo de Caroya. Breccia lo vio sobre la mesa. Transpiraba tanto, el salamín, que el papel ya era grasa. Insostenible. Encima largaba una fragancia entre porcina y anisada. El Viejo no soportaba esa visión ni esa sudorización olorosa.
–Miguelito, hay que hacer algo con ese salame.
–No entra en el bolso, Breccia.
–Hacé algo. Es un espectáculo indecoroso.
Lo envolví en una frazada. Al embutido. Como a un bebé. Y lo puse en un estante donde se apila la ropa.
Alberto masculló algo, se rió, se acostó en su cama de cara a la pared, dio las buenas noches y le apagué la luz.
Yo estuve un largo rato con los ojos abiertos, pensando en si el chorizo aguantaría el calor de la frazada, si estallaría, si su olor sería insoportable, si, incluso, no roncaría. Temía dormirme y soñar que nos atacaba, o peor, que Breccia soñara con ese monstruo, y que moriría en Rosario atacado por un salamín de Colonia Caroya, un final expresionista, y todo por darle albergue a un dibujante desconsiderado.
Dormí poco esa noche.
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