Domingo, 5 de febrero de 2012 | Hoy
PLáSTICA > LAS OBRAS RESCATADAS DE MAURYCY MINKOWSKI EN EL SíVORI
Toda la vida –e incluso su muerte– de Maurycy Minkowski parece marcada por cambios súbitos e inesperados: hijo de una familia polaca pródiga en talento y reconocimiento, en plena infancia quedó sordomudo, pero la academia de arte lo vio recibirse con honores y futuro, hasta que una corresponsalía periodística a las ciudades devastadas por la persecución le dio el tema de su vida: la representación del pueblo y la memoria judía. Esa misma obra cautivante lo trajo a la Argentina, donde encontraría su muerte y un centenar de sus cuadros serían destruidos por el atentado a la AMIA. Ahora, un trabajo extraordinario rescata 20 de esos cuadros inquietantes y poderosos.
Por Veronica Gomez
Todavía el aire estaba enrarecido y los escombros sepultaban seres y cosas que palpitaban cuando un grupo de valientes voluntarios se sintió impelido a incursionar en un arte hasta el momento desconocido para ellos: el funambulismo. Así, vemos a un chico que abraza un cuadro mientras camina por la cornisa en un equilibrio delicado. Sabe que el riesgo vale la pena: ese cuadro es un pedazo de la memoria de un pueblo y su responsabilidad es salvarla. Otros chicos prefieren reptar, aferrando los cuadros contra su cuerpo, cual tortugas portando un caparazón donde puede leerse el grosor de su historia, las líneas sucesivas en altorrelieve que trazan la geometría de la protección y del tiempo. Durante breves intervalos, el ángulo de inclinación de uno de estos esforzados rescatistas nos permite vislumbrar la escena representada en el cuadro y lo que vemos ahí es, vaya casualidad, más gente esforzada transportando sus propios pesos, a veces materializados en objetos, como bártulos que guardan sus escasas pertenencias, otras, en tradiciones, como aquella novia con mirada ausente atrapada en la telaraña de su destino. Quien pintó esas escenas es Maurycy Minkowski y han pasado sobre ellas ocho décadas y una catástrofe: el 18 de julio de 1994, la AMIA, donde reposaban un centenar de obras del pintor judío polaco, volaba en pedazos. Dieciocho años después, tras el trabajo fervoroso de la Fundación IWO (Instituto Judío de Investigaciones), las ruinas, o una buena parte de ellas, recuperan su voz y llegan a nosotros con inquietantes y poderosas imágenes que trascienden holgadamente cualquier categoría de arte documental.
La licenciada Silvia Wilkis, curadora de la muestra que reúne 20 obras del pintor polaco, vigente hasta fines de febrero en el Museo Sívori, y autora del libro sobre Maurycy Minkowski, señala: “Está claro que no debe pensarse a Minkowski como un revolucionario; sin embargo, el artista posee un elemento fuerte y muy personal, que es su capacidad de captar el sentir y el sufrir de sus personajes para extraer de ellos los motivos de su realidad inmediata”. Wilkis divide la obra de Minkowski en cuatro grupos, según la temática, todos ellos ilustrados por un puñado de piezas presentes en la exposición: el paisaje y el retrato, escenas del ghetto con sus calles y pobladores, vida cotidiana y sus oficios y un cuarto grupo formado por obras relacionadas con el culto judío y escenas bíblicas. Definitivamente, una de las aristas más cautivantes de la obra de Minkowski es el rol que adjudica a las mujeres, captadas en una variedad de matices psicológicos que ponen la piel de gallina. Si bien las formas femeninas, en su versión fecunda y sensual, han sido motor de muchísimas obras a lo largo y ancho de la historia del arte, desde la Venus paleolítica de Willendorf hasta las curvas aterciopeladas de un Ingres, algunos artistas han elegido colocar a la mujer como protagonista de un limbo impregnado de extrañamiento. Así surgieron retratos de mujeres alucinadas, sumidas en el ostracismo o la melancolía y, sin ser diosas, habitando un mundo más allá de lo terrestre: el de la locura y el abismo psicológico. Edvuard Munch, Egon Schiele y Amadeo Modigliani son algunos de los próceres de esta causa. Maurycy Minkowski –aunque ignoto, comparado a los recién mencionados– sin lugar a dudas pertenece a esta troupe. Sus mujeres portan miradas extraviadas, ensimismadas, con una tristeza que puede transformarse en terror sin que uno sepa cómo atravesaron ese arco expresivo, sin que podamos ubicar la barrera que las mantenía dentro de los límites de la cordura. Altas dosis de abulia hacen que estas mujeres floten, con sus pies toscos como palos dando golpes en la tierra seca. Los rostros tienen a veces la humedad de un pozo de aljibe, profunda y fría. El circuito de miradas se desenvuelve en este tenor de expresiones opresivas y da vueltas dentro del cuadro como un gorrión encerrado en una habitación cuya única y posible actividad es rebotar contra las paredes. Con maestría psicológica, Minkowski libera al gorrión cuando pinta un par de ojos de mujer que nos miran de frente. Esas miradas atrapadas encuentran la salida del laberinto por dos orificios, las pupilas, que se anclan en los nuestros con una fiereza insoslayable que hace que el gorrión empiece a rebotar, ahora, contra las paredes de nuestro cráneo para bajar desde allí hacia el tórax y quedársenos en el corazón. Es lo que se llama “riesgo de infarto por el arte” y hay que andar precavidos si se sufre de hipersensibilidad. En “Cuatro mujeres” es la niña más pequeña la que, escondida tras una manta, nos mira desde el centro del cuadro con una madurez prematura que oscila entre la resignación y un débil pedido de auxilio. En “El compromiso forzado”, la suerte ya está irremediablemente echada para la joven que deja caer en el espectador una mirada casi ausente mientras tantea a ciegas ese mundo de responsabilidades en el que está por ingresar, con la tensión de quien está próxima a tirarse desde un acantilado. La mujer vestida de blanco, similar a un espectro bajado a la tierra, encabeza una multitud errante en “Después del Pogrom” (del ruso, pogrom: “devastación”) y entrelaza sus manos en actitud de súplica mientras sigue avanzando rodeada por varias mujeres que parecen autómatas. No hay tiempo para detenerse a rezar, hay que seguir marchando, hacer de tripas corazón y dejar atrás lo más rápidamente posible al querido shtetl, la pequeña aldea que ha quedado destruida en la embestida nazi, en plena Segunda Guerra Mundial, y que de ahora en más empieza a ser en la memoria colectiva del pueblo judío una postal algo dolorosa de un paisaje idílico perdido.
¿Qué razón poderosa lleva a un artista a mantener relaciones carnales y emocionales una y otra vez con el mismo tema? ¿El deseo de encapsular un fragmento de mundo propio que ve desmoronarse? ¿La búsqueda por instalarse como testigo privilegiado de una porción de la historia, posición que trae aparejada una misión con respecto al ecosistema que le ha tocado habitar? Más allá de cualquier conjetura sobre la génesis y persistencia temática de una obra, lo cierto es que en el caso de los artistas el refrán se podría trastrocar y aplicar así: todos son profetas de su tierra. Y algunos, como Minkowski, más evidentemente que otros. Fernando Pessoa evocaba en su poema ese tejido sutil y minucioso del que somos parte y desde el cual tomamos decisiones continuamente: “Si en cierta altura hubiese girado para la izquierda en vez de para la derecha; si en cierta conversación hubiese tenido las frases que sólo ahora, en la somnolencia, elaboro; si todo eso hubiese sido así, sería otro hoy, y tal vez el Universo entero sería insensiblemente llevado a ser otro también”. Una breve biografía de Minkowski sirve para vislumbrar esa trama sin la cual su obra no tendría existencia ni consistencia. Maurycy Minkowski nació en 1881, en el seno de una prestigiosa familia judía de Varsovia. Un famoso rabino (Isaac Karliner), un hermano versado en historia judía, artistas y matemáticos reconocidos y un cantor litúrgico aclamado, le valió a su familia el título de “Los Gran Minkowski”. Sin embargo, un hecho acaecido en su temprana niñez desentona con el ambiente pomposo de Maurycy: a los 5 años, como consecuencia de una enfermedad que lo tuvo luchando durante varios meses entre la vida y la muerte, quedó sordomudo. Su discapacidad no le impidió desarrollar una fuertísima vocación por el arte. Entre 1900 y 1904 estudió en la Academia de Bellas Artes de Cracovia, el centro científico y artístico más importante de Polonia, donde se graduó con honores. Varios premios, sumados al apoyo de los popes del arte de entonces, le auguraban un futuro brillante como artista. Maurycy había aprendido los secretos del arte académico, era diestro en el manejo de la luz, la perspectiva y la anatomía y si todo hubiera seguido el curso de sus virtudes estándar no estaríamos hablando hoy de él. Pero... un trabajo que se le encomienda es el que va a señalar la ruta que llevaría a Minkowski mucho más lejos que ser un eximio pintor de motivos judíos: lo envían como corresponsal del diario Schviat, de Varsovia, a las ciudades judías destruidas por los pogroms, para que plasme en sus telas las imágenes que sus ojos recojan en esos sitios. Tal vez ese mundo forzosamente sin sonido para él recargara sus tintas en la potencia psicológica de la imagen. La pintura es, por excelencia o por defecto, un arte mudo y quién mejor que Minkowski para entenderlo. La experiencia de andar por esos parajes arrasados, repletos de transeúntes en shock merodeando sus hogares desechos, el hambre y la enfermedad transcurriendo paralelamente al trajín de la sinagoga y al estudio de los talmudistas, le dio un repertorio suficiente para toda una vida. Abandonó su antigua especialidad como paisajista y retratista para dedicarse casi exclusivamente a pintar escenas de la vida cotidiana de los judíos de Europa Oriental. En 1926, las vueltas de la vida lo llevan a toparse con Julio Payró, que residía en ese entonces con su familia en Bélgica y era corresponsal del diario La Nación. Payró simpatizó con Minkowski y envió una nota elogiosa sobre su obra a Buenos Aires, lo cual le abriría una puerta en la Argentina que sería cruzada por Minkowski en 1930 para realizar una gran muestra. Ese mismo año, Minkowski fallece en Buenos Aires atropellado por un auto en la avenida Las Heras.
Maurycy dejó pasar de largo el tren de las nuevas corrientes artísticas del siglo XX, como el cubismo y el arte abstracto, y prefirió convertirse en retratista de judíos anónimos, valiéndose de los recursos ya aprendidos en su paso por la academia. Es por eso que sus lienzos nos trasladan a cierto manejo teatral y espectral de las luces de un Rembrandt, a la intimidad burguesa de un Vermeer y a las composiciones monumentales de un Delacroix (aunque sin la testosterona), donde los grupos humanos se aglomeran, se dispersan, forman mares o riachos en el espacio. Un dato curioso es que Minkowski, poniéndose en la piel del carpintero laborioso, trata a su obra artesanalmente, como un objeto amoroso, al confeccionar sus propios lienzos y marcos. Dorados a la hoja, allí tallaba motivos simbólicos relacionados con el tema en cuestión, como los anillos entrelazados rodeados por hojas y frutos en el cuadro de “La novia”.
La obra de Minkowski fue copiosamente halagada tanto por la crítica de judíos como de no judíos, pero también tuvo sus detractores, acusada de ser inflados sus atributos con fines políticos por parte de la elite de Polonia. Sin escarbar en estos asuntos, basta decir que todo arte que se erige como representación de un pueblo, de un país, de una época o de una clase social, camina sobre una delgada y filosa línea y no está exento de la manipulación política y las modas y mucho menos de las pugnas por fijar el canon mandamás. Sin irnos lejos, pensemos en Antonio Berni con su Juanito Laguna como icono de los pobres villeros. Más cerca todavía, en Guillermo Kuitca o el “fenómeno Milo Lockett”. Después de todo, el arte es más o menos manifiestamente político, incluso –ya aprendimos esto– las cajas de Cepita decoradas de Marcelo Pombo.
Maurycy Minkowski, 1881-1930
Obras de la colección de la Fundación IWO
Hasta el 20 de febrero
Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori
Av. Infanta Isabel 555
Martes a viernes, de 12 a 20.
Sábados, domingos y feriados, de 10 a 20.
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