Convencido, como los mayas, de que los hombres son hijos del tiempo y también de las historias, Eduardo Galeano compuso un libro en el que parece haber condensado, con brillo y síntesis, toda su poética: un volumen que rastrilla la Historia en busca del relato que cada día del año tiene para contar. Con la capacidad de pasar de la Antigüedad al presente, e ilustrado con algunos de sus collages, Los hijos de los días (Siglo XXI) despliega 366 historias de política, amor, grandeza, arte, héroes, culturas, derrotas y la modesta victoria de seguir vivo otro día más. Desde Montevideo, Galeano habló de todas ellas, de las muchas que dejó afuera y de las muchas más que todavía carga consigo.
› Por Juan Pablo Bertazza
“Todo tiene su momento, hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el sol. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar, tiempo de matar y tiempo de curar, tiempo de destruir y tiempo de edificar, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de lamentarse y tiempo de bailar, tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas, tiempo de abrazarse y tiempo de separarse, tiempo de buscar y tiempo de perder, tiempo de guardar y tiempo de tirar, tiempo de rasgar y tiempo de coser, tiempo de callar y tiempo de hablar, tiempo de amar y tiempo de odiar, tiempo de guerra y tiempo de paz”.
Esa hipnótica y larga enumeración figura en el capítulo tres del Eclesiastés, uno de los libros más extraños de la Biblia: el más citado aunque muchos desconozcan su procedencia, el más polémico por su inédita proclamación de un carpe diem no muy ortodoxo que le generó más de un dolor de cabeza a los exégetas. En definitiva, el libro casi hereje dentro del libro sagrado.
La Biblia (“la mejor novela jamás escrita”, dirá en esta entrevista) es una de las grandes fuentes en las que abrevó Eduardo Galeano para componer Los hijos de los días, el libro más hermoso de su carrera. Las otras son Las Mil y una noches (“el mejor libro de cuentos”, insiste) y la cosmovisión maya del tiempo, con epígrafe extraído de su propio Génesis: “Y los días se echaron a caminar./ Y ellos, los días, nos hicieron./ Y así fuimos nacidos nosotros,/ los hijos de los días,/ los averiguadores,/ los buscadores de la vida”.
También en la extensa carrera de Galeano parece haber tiempo para todo: tiempo para indagar en la realidad y el potencial de nuestro continente en Las venas abiertas de América Latina, en el monumental Memoria del fuego y en Crónicas latinoamericanas, entre muchos otros; tiempo para ir dando con ese género transversal que mezcla crónica y poesía, esa especie de literatura nómade tan entrañable a Galeano cuyos detalles ultimó con el notable Las palabras andantes; tiempo para parar un poco la pelota y recorrer anécdotas y reflexiones en torno a la pasión de multitudes en Su majestad el fútbol y El fútbol a sol y sombra; tiempo para los horizontes en Carta al señor futuro y Carta al ciudadano 6000 millones; tiempo para reflexionar sobre las miserias y contradicciones del mundo al borde del nuevo milenio en Patas arriba, la escuela del mundo al revés; tiempo para el exilio; tiempo para premios importantes como el de Casa de las Américas que obtuvo en 1975 y 1978; tiempo para el periodismo, tanto en Uruguay donde fue jefe de redacción del semanario Marcha y director del diario Epoca, como en Buenos Aires donde fundó y dirigió Crisis, una de esas míticas publicaciones que tienen el raro privilegio de dar nombre, desde octubre de 2010, a una segunda etapa de existencia aunque, claro, no guarde demasiada relación con los nombres de aquella primera etapa. “La historia no se repite. La revista Crisis, tampoco. Esa linda aventura fue lo que fue, espuma de una ola de energía creativa que yo tuve la dicha de compartir en la Argentina de los años ’60. Una tarea colectiva, que valió la pena mientras vivió. Quisimos viajar un viaje de ida y vuelta: escribir sobre la realidad y también desde ella: escuchar sus voces. Porque eso también es cultura, ¿no? La realidad se dice a sí misma, y a veces se dice con asombrosa capacidad de hermosura. Creo que la revista dejó, en este sentido, buena huella”; y ahora hay en la carrera de Galeano, nunca antes mejor dicho, tiempo para el tiempo.
Calendario perpetuo, almanaque literario, agenda existencialista, rutina espiritual, Los hijos de los días está compuesto de 366 historias breves, una para cada día del año. Las temáticas de esas historias trascienden, por supuesto, los límites territoriales de América latina, la gran obsesión de Galeano, y también saltan los muros del tiempo: historias que van desde la Antigüedad de un Aristóteles políticamente incorrecto asegurando que “la mujer es un hombre incompleto” hasta el inicio de la tumultuosa década en que una banda desconocida –dos guitarras, un bajo, una batería–grababan en Londres su primer disco. Después regresaron a Liverpool y se sentaron a esperar. Contaban las horas, contaban los días. Hasta que no les quedaron uñas por comer, hasta que llegó la franca respuesta de la discográfica diciendo: “No nos gustó su sonido, las bandas de guitarra están desapareciendo”. Galeano culmina el texto con un rotundo y esclarecedor: “Los Beatles no se suicidaron”.
Sin embargo, a pesar de que resulta temporalmente ubicuo, es un libro anclado en el 2012, al menos ése es el presente de referencia de esta verdadera máquina del tiempo. De hecho, dentro de esos 366 días, está incluido el 29 de febrero: “el día de hoy tiene la costumbre de fugarse del almanaque, pero regresa cada cuatro años”. Otro día especial es, por supuesto, el 1º de enero, aun cuando para muchas culturas como los mayas, los judíos, los chinos y los árabes, no sea en rigor el primero del año. No obstante, ese rito de pasaje que constituye cada celebración de año nuevo, esa solidaridad acelerada, algo artificial y fugaz que acarrean cada uno de esos días festivos, también forma parte del ritual del tiempo, también es parte de este libro.
“Todos los días tienen alguna historia que contar, que vale la pena escuchar. Yo creo, como los mayas, que somos hijos de los días, y por lo tanto estamos hechos de átomos pero también de historias. Me costó elegirlas. Tuve que sacrificar muchas para que quedaran las poquitas que quedaron. Es tan vasto el mapa del tiempo, es tan enorme el mapa del mundo. Y todos tenemos algo que contar, algo que vale la pena ser escuchado y celebrado o perdonado. Y dicho sea de paso, creo que mis hermanos de la teología de la liberación se equivocan cuando dicen que son, o quieren ser, la voz de quienes no tienen voz. Todos tenemos voz, todos, todos, pero ocurre que son muy pocos los que pueden ser escuchados”, responde Galeano, desde Montevideo. Y una de las sensaciones más fuertes que despierta este libro es precisamente ese vértigo temporal, como si estuviéramos haciendo equilibrio en la soga de la historia, viendo el pasado convertirse en historia y la historia proyectarse de manera irreversible hacia el futuro, sobre todo por un eficaz recurso que emplea a lo largo de todo el libro y consiste, básicamente, en la repetición de frases como: “en el día de hoy del año 2002”, “en este día de enero de 1808”, “esta noche en 1770”, “hoy es el día de la mujer”. Es decir, enunciados que problematizan y desmienten la escena de lectura, enunciados que distorsionan la percepción del tiempo. Como si Galeano hubiera encontrado el 3D literario, como si hubiera descubierto la fórmula secreta para vencer la linealidad de la escritura y poder dar cuenta, así, de la simultaneidad del tiempo, de esos lockers limitados pero infinitos que se van vaciando y llenando cada amanecer. De ahí, la posibilidad de encontrar extraños parentescos entre mismos días de diferentes años, un extraño ejercicio que se suele realizar en la actualidad sobre todo cuando intentamos recordar cómo fuimos celebrando los cumpleaños. Un libro, en definitiva, que da cuenta del inabarcable mapa del tiempo a partir de un ahora eterno, interminable presente hecho de literatura. Uno de los efectos que genera esta sensación es, de hecho, tener que vérselas con las simetrías y las recurrencias de la historia. Por ejemplo, la imbricada y riquísima relación que existió y existe, en Estados Unidos, entre la Paz y la Guerra. Veamos: en 1917, el por ese entonces presidente Woodrow Wilson anunció que su país entraba en lo que sería la Primera Guerra Mundial. Cuatro meses y medio antes había sido reelegido por ser el candidato de la Paz. Es decir, la opinión pública recibió con el mismo entusiasmo sus discursos pacifistas y su declaración de guerra. Noventa y dos años después, en 2009, precisamente el día de la Declaración de los Derechos Humanos, Barack Obama recibía el Premio Nobel de la Paz y en su discurso de agradecimiento no tuvo mejor idea que rendir homenaje a la guerra justa y necesaria contra el mal. Las mismas extrañas similitudes que unen dos de las grandes catástrofes nucleares hasta el momento: la de Chernobyl, Ucrania, en 1986, para la cual el gobierno soviético dictó orden de silencio, incluso cuando la lluvia radioactiva invadía buena parte de Europa, y la del año pasado en Fukushima, exactamente un cuarto de siglo después, ahora con un gobierno japonés decidido a negar, hasta las últimas consecuencias, versiones que ni siquiera eran tan alarmistas. Galeano recuerda, al respecto, el consejo de un viejo periodista inglés llamado Claude Cockburn: “No creas nada hasta que sea oficialmente desmentido”. También hay recurrencias que no sólo son temporales sino también espaciales, como demuestran varias de estas historias al hacer referencia a deudas económicas que, son en realidad, deudas políticas y, por lo tanto, deudas ilegítimas. En la entrada correspondiente al 27 de febrero, llamada “También los bancos son mortales” dice Galeano: “En 1995 el Banco Barings, el más antiguo de Inglaterra, cayó en bancarrota, este banco había sido el brazo financiero del imperio británico. La independencia y la deuda externa nacieron juntas en América latina. Todos nacimos debiendo”. Menos de dos meses después, el día 9 de abril encontramos: “En el año 2011, por segunda vez la población de Islandia dijo no a las órdenes del Fondo Monetario Internacional. El Fondo y la Unión Europea habían resuelto que los trescientos veinte mil habitantes de Islandia debían hacerse cargo de la bancarrota de los banqueros, y pagar sus deudas internacionales a doce mil euros por cabeza. Esta socialización al revés fue rechazada en dos plebiscitos. –Esa deuda no es nuestra deuda. ¿Por qué vamos a pagarla nosotros? En un mundo enloquecido por la crisis financiera, la pequeña isla perdida en las aguas del norte nos dio, a todos, una saludable lección de sentido común”.
A ver: ¿lo que entendemos por realidad es el producto de una edición realizada en alguna isla inaccesible? ¿Hay una evolución en la historia? ¿La mochila de los días carga inexorablemente trastos del pasado o es posible descargar y empezar de cero?
“No creo que la historia se repita, ni creo que ella quiera repetirse. Los que nos repetimos somos nosotros. Bien lo decía Bertrand Russell: ‘No entiendo por qué volvemos a repetir los viejos errores, habiendo tantos errores nuevos para cometer’.
Las historias aparecieron, llegaron, siempre imprevistas, siempre bienvenidas, y generosamente se ofrecieron. El calendario no tenía sitio para todas, pero muchas fueron encontrando su lugarcito. Así el libro confirmó su nombre: si somos hijos de los días, cada día tendrá al menos una historia que merece ser contada. La que más me impresionó fue la que me contó, en Córdoba, Marta Platía: la historia de un muchacho que la dictadura argentina mandó al muere y murió sin haber hecho nunca el amor. La escribí en siete líneas, pero fue fuerte la tentación de palabrearla.”
“Palabrearla”, marca registrada de Galeano que, exista o no, es un vocablo de su propia cosecha que, acaso, trae alguna reminiscencia de las palabras que acostumbra innovar Gelman en su poesía. Entiéndase palabrear como adornar o rellenar en vano sin cambiar la esencia, sin tocar el hueso o la médula de las cosas. Exactamente lo contrario a lo que hace Galeano con su literatura, lo opuesto a lo que significa su búsqueda. Una de las marcas que viene grabando a fuego el estilo Galeano, escritor que en lugar de párrafos parece escribir ráfagas, alguien que en lugar de frases parece escribir fraseos, es una especie de ronda silbante en torno al silencio. Y no es casual que Galeano incorpore también ese modelo al hablar de los diversos héroes de este libro, célebres algunos, anónimos otros. La narración del 17 de marzo, por ejemplo, se llama “Ellos supieron escuchar” y habla de Karl y Gudrun Lenkersdorf, dos ilustres profesores alemanes que cierto día arribaron a México, y que al tomar contacto con una comunidad tojolabal perteneciente al mundo maya se presentaron diciendo: “Venimos a aprender”. Los indígenas callaron. Al rato, alguno intentó explicar el silencio, y ellos respondieron: “Es la primera vez que alguien nos dice eso”.
“Callando digo” es el nombre de la historia correspondiente al 29 de enero: “Hoy nació Anton Chéjov, en 1860. Escribió como diciendo nada. Y dijo todo”.
Pero el silencio de Galeano es un silencio claramente social, un silencio que no es necesariamente minimalista y mucho menos el silencio solitario de la torre de marfil. Su silencio concentra y comunica a las personas, tal como sucedió días atrás en el histórico teatro Solís de su Montevideo natal, tal como sucederá muy pronto cuando llegue a nuestro país como invitado de lujo, luego de mucho tiempo, a la Feria del Libro de Buenos Aires:
“Me gusta leer en público, y eso es lo que haré con este nuevo libro en la feria de Buenos Aires. Cada vez que lo hago, siento que las palabras se multiplican, de alguna mágica manera, y aunque nacen del lenguaje escrito se convierten en lenguaje hablado, que tiene mucho de música. Suena como música, y quiere serlo”.
Lo notable es que el estilo Galeano, tan primo hermano del silencio, alcanza y procede también de su propia experiencia: una reunión con Juan Domingo Perón, quien había pedido conocerlo, durante su etapa de exilio en Puerta de Hierro, un encuentro que desembocó en una frase histórica. “Hacía tiempo que Perón no daba señales de vida y cuando pude conocerlo le pregunté por qué tanta ausencia. Entonces él me dijo: ‘Dios tiene prestigio porque se muestra poco’. Años después, yo le conté eso en un mensaje al subcomandante Marcos, cuando me pareció que se estaba mostrando demasiado. El se enojó, pero por suerte el enojo le duró poco. El riesgo de mostrarse demasiado está en que uno termina hablando sin decir”, explica sin aclarar demasiado, sin gastar palabras de más. Y esa misma anécdota aparece ligada, silencio mediante, a su relación con uno de los narradores más notables del siglo XX, su compatriota, el juntacadáveres: “Onetti era un falso puercoespín. Conmigo, siempre fue cariñoso, quizá porque yo, que era muy chiquilín, era capaz de compartir con él jornadas de largos silencios, él acostado, yo sentado, mucha fumadera y mucha bebedera de vinos de cirrosis instantánea. Y entre silencio y silencio me decía frases que atribuía a los persas o a los chinos o a los escandinavos, y era pura mentira, lo hacía por dar prestigio histórico a las frases que inventaba. Una de esas frases, que no era china, era de él, me quedó grabada para siempre. Cada día la recuerdo, ante cada frase que escribo: ‘Las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio’. En estos tiempos de inflación palabraria, que tanto daño nos hace, sería bueno recordar esa frase del falso chino a quien tanto sigo queriendo”.
Juan Carlos Onetti es una de las grandes y muchas ausencias que, acaso, sufre Eduardo Galeano. Claro, como sucede en casi todos los ámbitos, en los últimos años hubo varias pérdidas de nombres rutilantes que supieron formar parte de su círculo como Mario Benedetti o Aníbal Ford, con quien fundó la revista Crisis.
Pero, se sabe, hay muchas formas de la muerte, y tal vez una de las peores tenga que ver con la muerte que habla desde acá, desde un infierno en vida, como aquella siniestra entrevista que le hicieron en la revista española Cambio 16, al genocida Jorge Rafael Videla: “¿Entrevista? Eso fue una confesión. Un involuntario autorretrato, que vale para él y para todos sus colegas. Ni la pintura negra de Goya lo hubiera pintado mejor” corrige Galeano y es el mismo Galeano que pudo combatir la enfermedad del cáncer, volver para contarla, y eso sin lugar a dudas le generó un lugar especial en la vida, frente a muchos otros compañeros y colegas que cambiaron de lugar de residencia: “El cáncer es el cáncer, y qué le vas a hacer. No nació ayer, ni morirá mañana. Somos millones los que hemos peleado contra ese dragón de la maldad y hemos ganado, gracias a las conquistas científicas y sobre todo gracias a las ganas de vivir, que te dan una fuerza científicamente inexplicable”.
Ganas de vivir como una manera de combatir la muerte, pero a su vez la muerte de los seres queridos como parte de la vida. En la entrada correspondiente al 2 de noviembre, puede encontrarse la historia del día de los difuntos que, por supuesto, hace referencia a la emblemática celebración que se lleva a cabo en México. Dice Galeano: “Los vivos invitan a los muertos en la noche de hoy de cada año, y los muertos comen y beben y bailan y se ponen al día con los chismes y las novedades del vecindario”.
Pero, acaso, la parte más interesante de este texto comienza cuando Galeano se refiere a lo que sucede, con respecto al tema de la muerte, en Haití: “Una antigua tradición prohíbe en ese país llevar el ataúd en línea recta al cementerio. El cortejo lo conduce en zig-zag y dando muchas vueltas, por aquí, por allá, y otra vez por aquí, para despistar al difunto y que ya no pueda encontrar el camino de regreso a casa. En Haití, como en todas partes, los muertos son muchísimos más que los vivos. La minoría viviente se defiende como puede”. Es notable que así como la historia muchas veces puede ser mucho más extensa que el futuro, el mundo se va poblando de fantasmas, de seres que ya no están. Perdón por el morbo, Galeano, pero ¿cómo se hace para convivir con tanta ausencia? “Hay muertos de verdad y muertos que simulan estar muertos. Como en la más famosa obra de Juan Rulfo, ellos andan por ahí, metidos entre nosotros”.
Los hijos de los días parece compendiar, como un Aleph, todos los temas que trabajó y desarrolló el escritor a lo largo de su obra, incluida una faceta no literaria. Es que este libro, el número dieciséis de su carrera, incluye sus propias ilustraciones, algo que hacía tiempo que no sucedía. Y es paradigmático porque esos mismos dibujos marcaron el comienzo de su vida periodística y artística, cuando siendo muy chico logró ubicar una caricatura política. En la entrada correspondiente al 31 de octubre, cuando Galeano hace referencia al nacimiento de la reforma protestante en 1517 por obra de Martin Lutero, define un invento que permitió, entre otras cosas, parodiar los excesos del cristianismo también con dibujos: “El Papa aparecía como un monstruoso becerro de oro, o un burro con tetas de mujer y rabo de Diablo, o era un gordo muy enjoyado que caía de cabeza a las llamas del infierno”. En Los hijos de los días, Galeano llama a estos artistas, entre los cuales figuran Lucas Cranach y Hans Holbein, los abuelos de las caricaturas políticas, justo aquel tipo de arte que mezcla lo artístico con lo periodístico que marcó nada menos que el comienzo de su carrera:
“Yo tenía catorce años, los pantalones largos recién estrenados, cuando don Emilio Frugoni tuvo la gentileza de publicarme una caricatura política en el semanario socialista El Sol. En aquel tiempo yo quería ser dibujante, o pintor, o algo así, cuando ya era evidente que no tenía destino en el fútbol, donde era un patadura, ni en la religión, donde ya mostraba una clara tendencia al pecado. Después empecé a escribir, y en eso ando todavía. Ante la hoja en blanco, siento el mismo pánico de la primera vez, pero sigo insistiendo. De mis andanzas dibujiles me quedó el gusto de ilustrar algunos de mis libros con pegotes que hago para divertirme. Como tengo conciencia de mis limitaciones, en otros libros he pedido auxilio a Guadalupe Posada, José Borges y otros artistas de verdad”.
Dentro de esa extensa carrera, Galeano sabe identificar el libro que más orgullo le depara después de tantos años en el ruedo: “No sé si orgulloso es la palabra adecuada, pero quizás podría decirte que estoy contento de haber podido enfrentar el desafío de Memoria del fuego. Tres tomos, mil páginas, y en ese enorme mosaico, hecho de baldositas, toda la historia de las Américas de norte a sur. Había que estar muy loco para emprender semejante aventura. Muy loco, o muy exiliado. O ambas cosas a la vez, como ocurrió en mi caso”, explica orgulloso Galeano, aunque no quiere o no puede identificar lo contrario, es decir, el libro del que no está tan contento: “Nunca releo mis libros. Me conozco y sé que me atormentaría descubrir que cada frase pudo ser otra, y bastante mejor. Es mi maldición. Soy perfeccionista, nací bajo el signo de Virgo. Sé que no tengo remedio”.
En “La fama es puro cuento”, la historia del día 23 de abril, Galeano da cuenta de los grandes equívocos que le fueron asignados a los más grandes escritores: “Platón nunca escribió su famosa frase: Sólo los muertos han visto cómo termina la guerra”; “Don Quijote de la Mancha nunca dijo: Ladran, Sancho, señal que cabalgamos”; “Sherlock Holmes jamás dijo: Elemental, Watson”; “ni Jorge Luis Borges fue el autor de su más difundido poema: Si pudiera vivir nuevamente mi vida/ trataría de cometer más errores”. Es interesante la paradoja de la que da cuenta Galeano en esta entrada porque da un lugar central al lector, el lector como escritor de sus propios escritores. En ese sentido, nace una pregunta: ¿cuánto de lo que le hicimos decir a Galeano lo dijo, efectivamente, el autor de Los hijos de los días? “Mis textos más aplaudidos no son míos. Circulan con mi firma por Internet, pero yo no los escribí. No quiero entrar en detalles, pero uno de ellos es un artículo que se llama “Por qué no tengo DVD”, lo cual además de todo es falso porque yo sí tengo. Cada vez que me paran en la calle para felicitarme por todo eso que no hice, deshojo alguna margarita: ‘Mato, no me mato, me mato, no’....”, confiesa.
Así como algunos grandes pintores y directores de cine gustan de incluirse de manera marginal en algunas de sus obras, es muy frecuente que los escritores guarden un recoveco de su obra para postular su poética, su visión del mundo, su guía de instrucciones acerca de cómo ser leídos. Lo notable es que, muchas veces, esa poética no coincide con su obra maestra, incluso puede estar contenida en un libro considerado unánimemente menor. Además de ser el libro más hermoso de Galeano, Los hijos de los días es tal vez el que mejor determine el mensaje que el escritor quiere difundir acerca de sí mismo: una poética muy clara, concisa y contundente acerca de un tema muy cercano a él, la relación entre el compromiso social y la calidad literaria. De hecho, desde el año 2010, existe un premio a su cargo que lleva el nombre de Memoria del Fuego. El mismo es el encargado de elegir y premiar a aquel artista que aúne valores artísticos, compromiso social y derechos humanos. El primer ganador no fue otro que Joan Manuel Serrat. Pero ¿qué relación existe entre el arte y el compromiso? ¿qué sucede cuando, como en el caso del poeta francés Paul Válery, la calidad literaria parece totalmente despojada de todo bienintencionado gesto social?
“El compromiso social no tiene nada que ver con las buenas intenciones. Toda obra de arte, toda literatura que nos ayude a ver y a vernos tiene proyección social y está comprometida aunque no lo sepa. Se puede hablar en prosa sin saberlo, como el personaje de Molière, y muchas veces ocurre que la literatura nacida del compromiso político, que quiere dirigirse a los oprimidos del mundo, no hace más que conversar con el espejo. Franz Kafka fue el escritor que más profundamente retrató la tragedia del siglo XX, y él se hubiera reído si alguien le hubiera hablado del compromiso político. En el fondo, yo creo que ese compromiso, cuando es verdadero, no es más que un homenaje al mundito que quiere nacer desde la barriga del mundo que padecemos.”
Usted se casó varias veces. ¿Existe una evolución en la búsqueda del otro? Es decir, ¿el amor va madurando con el paso de los años o no necesariamente?
–Una vez un periodista ingenioso le preguntó a Mario Benedetti qué opinaba del diptongo. Y él dijo: “No respondo preguntas sobre mi vida privada”. Yo tampoco.
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