Dom 06.05.2012
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VISITAS > VIENE CARLOS VARELA, EL HEREDERO DíSCOLO DE SILVIO RODRíGUEZ

DENTRO DE LA REVOLUCION

A fines de los ’80, en vísperas de la caída de la URSS, la cultura cubana vivió un momento tumultuoso: el Estado intentaba mantener las cosas en orden mientras los jóvenes nacidos dentro de la Revolución se espabilaban y empezaban a buscar su propia voz. Muestras clausuradas, programas de radio inesperadamente corrosivos, ediciones cuasi independientes, declaraciones molestas en televisión: en medio de ese momento tan único como dinámico en el que La Habana experimentó un verdadero frenesí modernista, el joven Carlos Varela fue quien le puso el cuerpo y la voz a su tiempo y a su generación. Ahora, casi a los 50, ya convertido en una estrella mundial e incluso celebrado como “el Dylan cubano”, viene a Sudamérica para presentar su Grandes Exitos.

› Por Abel Gilbert

La Spiegelgasse, en Zurich, es la calle que separaba al Cabaret Voltaire de la casa donde Lenin conspiraba para derrocar al Zar. Los dadaístas buscaban la figuración. El otro, pasar inadvertido en una ciudad repleta de espías, traficantes y mafiosos. Era tal el ruido que provenía del Cabaret Voltaire que, cuentan, a Lenin le estallaba la cabeza. El dolor lo incitaba a reírse. Al otro lado de la calle había un mundo extraño y teatralmente radical. El Cabaret se desplegaba como forma y foro: allí, la vanguardia no era política sino artística, un mecanismo de organización de fuerzas sociales que operaban por medio de una cuidadosa distribución de diferencias, desequilibrios, oposiciones, negaciones, y que regulaban éstas a través de una variedad de discursos en la esfera pública y sus márgenes. ¿Qué podía conectar esos dos mundos separados por la Spiegelgasse? En 1988, en otra ciudad, La Habana, Carlos Varela escribió una canción, “Jaque mate 1916”, en la que, pensando en aquellas figuras opuestas, la del Cabaret y el revolucionario profesional, cifraba uno de los enormes malentendidos de la Guerra Fría. Tristán Tzara jugaba ajedrez con Lenin/en la misma calle que nació Dadá/ a veces presiento que fui una pieza/ y que aquel tablero era mi ciudad.

No era entonces la canción más emblemática ni explícita de este estudiante de teatro que había dejado las tablas por la guitarra (su hermano, Víctor, sería el encargado de diseminar a Artaud y Grotowski en una vieja casa de la masonería), pero sí, tal vez, una de las más profundas. Las contradicciones del socialismo entrópico se hacían más visible en la voz de Varela, la voz, en definitiva, de la primera generación nacida “dentro de la Revolución” que se animó a discutir como nunca antes espacios de poder. Todavía no había caído el Muro de Berlín cuando Varela apeló a la imagen de Guillermo Tell para poner en escena el conflicto: el hijo se había aburrido de sostener la manzana en la cabeza y el padre se negaba a ceder el lugar, temeroso de que el disparo de ballesta no tuviera la precisión requerida. Recuerdo esos primeros conciertos, los murmullos de aprobación y sorpresa en el público. Las metáforas sonaban con la fuerza de un programa político.

Tiempos difíciles aquéllos. Fidel Castro auguraba la caída de la URSS, el “caso Ochoa” revelaba en la isla hasta qué punto estaban arraigadas las prácticas estalinistas (juicio con autoconfesión y posterior fusilamiento de un Héroe Nacional). Un concierto de Varela terminó mal, muy mal, y empezó a forjar la leyenda urbana de un joven con pinta de gnomo que llamaba a las cosas por su nombre. Esas canciones se diseminaron en ámbitos artísticos y estudiantiles. El propio Varela debió sorprenderse de su convocatoria, un año después de los incidentes (¿en el cine Chaplin?, ¡habla, memoria!): el público se sabía la mayoría de sus temas. Uno de los momentos más intensos de esos conciertos ocasionales llegaba con “Jalisco Park”, un viejo parque de diversiones que, con su montaña rusa, funcionaba en el imaginario generacional como el parque temático del experimento socialista. Jalisco era, además, una suerte de declaración de principios de su autor: Y así tengo enemigos que me quieren descarrillar/ haciéndome la guerra porque me puse a cantar/ pero pongo la historia por encima de su razón/ y sé con qué canciones quiero hacer Revolución/ aunque me quede sin voz, aunque no me vengan a escuchar/ aunque me dejen solo como a Jalisco Park. La gente, enloquecida. Varela invocaba la historia, como Silvio Rodríguez, y llevaba su operación mimética al límite. En un juego intertextual, introducía literalmente (melodía y letra) una estrofa de “La Era está pariendo un corazón”.

La glosa no podía ser más justa. La nueva era se verificaba especialmente en el campo cultural. Las exposiciones de los artistas plásticos se clausuraban (el grupo Arte Calle y su consigna “Reviva la revolu”). Se editaban de manera cuasi independiente algunos libros. El Ballet Teatro de La Habana codificaba todas las gestualidades con las que se aludía a lo prohibido. El cine, tan tutelado, se espabilaba (se llegará, en 1991, a Alicia en el pueblo de maravillas, con guión de Jesús Díaz). En la radio, Ramoncito Fernández Larrea realizaba por las noches un programa de una inédita corrosión. Algunos intelectuales se agruparon en Paideia (Iván de la Nuez, Rafael Rojas, Omar Pérez) para leer, en clave cubana, a la Escuela de Frankfurt, Bajtin y a Foucault, entre otros autores. Carlos Varela le puso el cuerpo y la voz a ese momento tan único como dinámico en el que La Habana experimentó un verdadero frenesí modernista.

“A partir del ’88 tuve una etapa muy dura de acusaciones, estuve un año prohibido hasta en los centros espirituales, pero todo eso, lejos de apagarme, me fortaleció. Esa es la universidad de la calle”, suele decir ahora que es una estrella de la canción en español.

Carlitos, como le decían, le decíamos, no era el único. Estaban Gerardo Alfonso, Alberto Tosca, Donato Poveda (que una mañana, durante un programa televisivo juvenil, sorprendió a propios y extraños gritando la consigna “abajo la policía de la cultura”) y Adrián Morales. Pero Varela fue el que encontró las palabras más adecuadas para describir los estados de ánimo. Fue, también, el que recibió el padrinazgo de un personaje intocable como Rodríguez. Sus fuentes musicales eran inequívocas: la Nueva Trova, que ya era vieja (pero su defunción sólo se hizo patente con el cambio de época, en 1992), el rock argentino (fueron los años en los que Fito Páez hizo estragos y Charly García recién circulaba mano en mano en casetes como Silvio lo hizo en Buenos Aires durante la dictadura) y algunos cantantes extranjeros políticamente correctos: Tracy Chapman (que deja su marca inequívoca en “Jaque mate 1916”), Peter Gabriel y Joaquín Sabina.

El mejor Varela es el que canta en medio de las tensiones y los disparates. Es un cronista de precisión quirúrgica. “Todos se roban” es una radiografía implacable de un sistema económico en el que la alienación se presenta bajo el hurto sistemático de los bienes estatales, llamados faltantes o desvío de recursos: al vecino le robaron la ropa del patio/ él se robaba el dinero de la caja donde trabajó/ a ti te roban cuando estás en un mostrador/ a ti te roban las ganas, te roban las ganas de amor... No me preguntes más por los condenados a vivir en la prisión/ no me preguntes más por los que robaron y ahora esconden su mansión./ Si todos se roban, todos se roban.

Con la caída de la URSS y el augurio de tiempos más difíciles, Varela será la voz de la perplejidad: tiras tus monedas al aire y le preguntas al I-ching/ cómo será el fin/ sabes que no puedo salvarte pero vienes hasta aquí/ tal vez un milagro baje, canta, con las antenas puestas en Páez y en esa realidad en la que los libros de marxismo se cambian por crucifijos y santos de la religión yoruba. Cuba, como un ideograma que reclama muchas lecturas pero sólo admite la traducción estatal.

“Si tantos años de peleas, incomprensiones, malentendidos y censuras por tantos personajes con poder, que me acusaron y quisieron apagarme y hacerme desaparecer, si todo esto sirvió tan solo para inspirar a un joven a escribir y a defender lo suyo, entonces valió la pena”, repite. Los años le fueron dando a Varela legitimidad interna y lustre internacional. Europa y Miami aplauden al “Dylan cubano”. En el año 2005, el director mexicano Alejandro González Iñárritu escogió la canción “Una palabra” para su corto The Hire - Powder Keg. Un año más tarde, “Una palabra” fue utilizada por el director norteamericano Tony Scott para la escena final del film Man on fire. “Esto hizo que esta balada se convirtiera en la canción de Carlos más versionada en diferentes idiomas y por diferentes músicos”, se explica en su página web, donde se ofertan “entradas vip disponibles para su concierto de la gira por el sur”.

En cierto sentido, su tiempo más vertiginoso y fértil había pasado. Por un lado, las propias limitaciones del género. Por otra parte, el malestar en la isla ya ha cobrado otras formas y decibeles: las alegorías de los ’80 no parecen responder a las broncas del presente. ¿Cómo seguir, además, cantando “Jalisco Park” al lado de Miguel Bosé, Ana Belén, Luis Enrique y Alejandro Sanz, yendo al programa de Jaime Bayly, confesándole cuánto le gusta a su compañera lo que hace en la tele el presentador furiosamente anticomunista, o presentando en un canal de Miami una versión “Jakuna matata” de “Memorias del subdesarrollo”?

Varela está por cumplir los 50 años. Cada vez que puede, recuerda que es amigo personal de Sabina. A Serrat, lo llama Nano. El juego intertextual ahora remite al glorioso Miguel Matamoros (la trova, se ha dicho, no garpa tanto como la canción tradicional). En los últimos discos, su tema recurrente es la nostalgia (¿del tiempo en que podía haber cachiporras pero era más excitante?, ¿de la idea de Revolución?): Quizá mañana salga el sol/ y todo será distinto/ lo triste será que entonces/ ya no seremos lo mismo (“Todo será distinto”); el viejo sueño acabó/ y tú y yo a ambos lados del sol/ qué más da/ quién ganó, quién perdió/ si es que al final/el sueño acabó (“El viejo sueño acabó”, de su último disco No es el fin); te hace mal/ la ciudad que no fue/ como el sueño que una vez tenías (“Cambia”); los días no volverán/ aunque echemos a correr/ los días no volverán/ a ser lo que fueron ayer (“Los días no volverán”). Nostalgia y dolor por la separación: casi la totalidad de los artistas e intelectuales que intentaron levantar cabeza a finales de los ’80 están hoy en el exilio (algunos han virado a la derecha). Carlos parece cantarles a ellos en “Fotos de familia”: detrás de todos estos años/ detrás del miedo y el dolor/ vivimos añorando algo/ algo que nunca más volvió.

Si uno quiere saber qué boca ruge hoy en Cuba, hay que escuchar a Silvito el libre. Es el hijo de Silvio. Un parricida punk. El nuevo hijo de Guillermo Tell. Carlos, en cambio, es un documento andante de los últimos días de la cohesión social.


Carlos Varela se presenta en Buenos Aires el 11 y 18 de mayo en el Teatro Sha (Sarmiento 2255. Tel.: 4953-2914). Entradas: desde $120 (por Plateanet al 5236-3000, plateanet.com.ar o en la boletería del teatro).

Además, toca el 9 en Neuquén, el 10 en Rosario, el 13 en Santiago, Chile, el 17 en Córdoba, el 19 en Montevideo y el 20 en La Plata.

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