TEATRO > EN LA HUERTA, DE MARIANA CHAUD
Una socióloga citadina decide irse a vivir al campo en busca de una forma de vida mejor, y su encuentro con un peón que la ayuda a cultivar su huerta orgánica desata una trama que confronta las diferencias de la vida verde: una cosa es comer sano y otra construir un sistema que lo sostenga.
› Por Mercedes Halfon
Otra vez Mariana Chaud lo hizo: escribir y dirigir una historia que trae al teatro algo que si no fuera por ella –por Mariana–, difícilmente estaría ahí. Así fue en Los sueños de Cohanaco, donde los tehuelches copaban la escena de un modo del todo ajeno a la corrección historiográfica y que en cambio abrazaba un delirio inquietante y amistoso, al plasmar los sueños de un cacique con fiaca. Algo similar pasa en En la huerta. La historia, como se anuncia en su título, tiene que ver con los cultivos orgánicos, temática extremadamente en boga en nuestro país, que incluso dejó ya de ser una práctica de iniciados vegetarianos para convertirse en la preocupación de un sector más amplio que quiere comer/vivir/criar a su progenie bien, en armonía con la naturaleza. Pero cómo eso se consigue en las ciudades y quiénes son los que pueden acceder a tales garantías, es un segundo tema que se desprende y que de algún modo nos introduce de lleno en esta obra.
Ingrid (Moro Anghileri) es una joven y bella socióloga recién separada que decide irse a vivir a su campo. Allí está Pablo (William Prociuk), el también joven y brioso peón que lo trabaja. Ingrid y Pablo emprenden, por iniciativa de la primera, la obra de una huerta orgánica. Tienen como guía práctica y espiritual a John Seymour y su mítico libro El horticultor autosuficiente. Seymour fue el padre del “hágalo usted mismo”; escritor y académico, convirtió su vida en centro de experimentación y se transformó en el emblema de la migración ciudad-campo en la Inglaterra en los años ’50. Todo este background es por supuesto ajeno a Pablo, que preferiría hacer las cosas como siempre las hizo (“Muy lindo pero se lo van a comer los bichos. Es más trabajo también”, dice). Aunque, de a poco, comienza a entusiasmarse con la tarea.
La historia de Ingrid y Pablo tiene algo de culebrón, de opuestos que se atraen, de amor inter-clases. Ambas actuaciones son por demás acertadas y hacen que la experiencia de la obra tenga la intensidad, el humor y la verdad necesaria para que ese vínculo sea posible. Sin embargo a diferencia de cómo suelen darse estos cruces de clases en las telenovelas, aquí el sector favorecido es el de la mujer. Automáticamente la posibilidad de un “ascenso social” del muchacho queda trunca, porque conflictúa los géneros, porque si es la mujer la económica y culturalmente fuerte, ya no es tan fácil, ni narrable y hasta podría parecer reprochable el salto de clase del hombre. ¿O no? En cualquier caso son todas estas construcciones sociales las que se ponen de manifiesto en la obra: las diferencias que los separan, la posibilidad de encuentro, de un amor. Todo en crisis. Ella no va a “salvarlo”, a “sacarlo a él de su entorno”, porque tampoco él parece estar sufriéndolo, ni mucho menos. Sin embargo la historia entre ellos crece y a partir de estas figuras opuestas que construyen –ella problematizada y él seguro, ella etérea y él concreto– se vuelve potente materia teatral.
Con diálogos picantes y graciosos aparecen los mutuos prejuicios –los mismos que pueden circular en cualquier charla de bar de nuestro país–, pero que sobre el escenario se vuelven tolerables de escuchar porque están matizados por el particular lazo que une a esta pareja/despareja. El puede decir que los pibes del pueblo ahora no quieren trabajar, que son unos “negros de mierda”, despertando la indignación de ella que comienza a desarrollarle un ejemplo acerca de cómo funciona la discriminación entre los pobres. O ella puede decirle que él está acostumbrado a mentir y que seguro engaña a las chicas de su pueblo, para despertar la indignación de él, que no puede articular una respuesta, aunque su cara lo dice todo. Así también con otros tópicos, como la ecología, Dios, la fidelidad...
Así como aparece la pregunta acerca de si el amor entre ellos es posible, aparece otra similar y es si esta socióloga citadina podrá acostumbrarse a la dura vida del campo. Una tormenta que arrasa con la cosecha es el primer escollo. Habrá otros más. La fantasía bucólica que la trajo se ve enfrentada con la realidad de los días en soledad, las ganas de comprarse un perro, los pulgones que atacan sus lechugas y la certeza de que en Buenos Aires las cosas siguen estando igual de enmarañadas que como las dejó. Qué pasa por la cabeza de Pablo es un misterio a dilucidar.
La comida orgánica no es igual a la vida en el campo, y las huertas de los libros no son iguales a las de verdad. Pero para saber cuál es exactamente la diferencia y hasta dónde se es capaz de llegar, es necesario hacer la prueba. Poner nuestras ideas, nuestras certezas en duda y volver a empezar. Esto hacen los dos personajes de En la huerta. Eso hace también Mariana Chaud en sus obras. Disparar lejos con la imaginación. Y en el camino ir sembrando plantitas, pensando teorías, deseando nuevas formas posibles para la vida y para el amor.
En la huerta se puede ver los domingos a las 19.30. Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Reservas al 4862-1167. Entradas $ 50.
Mariana Chaud también dirige Isósceles, con Dolores Fonzi, Violeta Urtizberea y Ezequiel Díaz. Viernes y sábados, a las 21. En Teatro Chacarerean, Nicaragua 5565. Entrada: Desde $ 70.
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