Domingo, 13 de mayo de 2012 | Hoy
Así como había radiografiado con crudeza y un rigor narrativo nada compasivo las cárceles de mujeres en Leonera y los hospitales del conurbano en Carancho, Pablo Trapero reunió al mismo trío de guionistas, a su mujer y musa Martina Gusmán y al imbatible Ricardo Darín para llevar adelante finalmente su proyecto de filmar la historia de unos curas en una villa. Militancia, religión, vida cotidiana y drogas dan forma a una trama potente y una película contundente que expone, una vez más, el otro lado de esos territorios conflictivos y tan presa del amarillismo televisivo. Invitada nuevamente a Cannes y a pocos días de su estreno en Argentina, el director, la actriz y uno de sus guionistas cuentan cómo fue hacer Elefante blanco.
Por Mariano Kairuz
¡Sexo y violencia! A la pregunta de cómo filmar la villa, la villa de emergencia, la “villa miseria”, de cómo filmarla sin miserabilismo ni condescendencia ni hipocresía, sin ánimos de denuncia ni los prejuicios más bajos y comunes, Pablo Trapero responde con las armas más potentes de la ficción. Elefante blanco, su séptima película, estreno del próximo jueves en Buenos Aires e integrante de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes en los próximos días, parece alimentarse del mismo procedimiento y las mismas convicciones y la misma confianza en la fuerza del drama, que el director y su equipo pusieron en práctica a la hora de filmar los pabellones carcelarios de mujeres con hijos (en Leonera) y los desbordados hospitales públicos del conurbano bonaerense (en Carancho), todas zonas conflictivas y presas fáciles del peor amarillismo televisivo. Creando películas esencialmente narrativas, menos preocupadas por documentar “la realidad” que por contar una historia. Y por contarla con elementos propios de los géneros clásicos, e incluso con algunos de sus ingredientes más atractivos e infalibles: la violencia y el sexo.
“Para mí el drama es producto de la violencia”, dice Trapero. “La violencia es el producto de un enfrentamiento de fuerzas y en nuestros países la violencia social está por encima de cualquier otra.” Asociado por segunda vez consecutiva con el actor más taquillero del cine argentino, Ricardo Darín, el director de El bonaerense se zambulle en varias villas de Buenos Aires –principalmente Ciudad Oculta, pero también la 31 y la Rodrigo Bueno para unas pocas escenas–, empleando a algunos de sus habitantes como actores y extras para contar un conflicto central, podría parecer en principio más inasible que en los films anteriores: básicamente, la crisis de fe que experimentan sus protagonistas, curas y asistentes sociales, ante el arduo y por lo general desgastante y frustrante trabajo que realizan en estos barrios castigadísimos. Sin embargo, vuelve a recurrir a los resortes más potentes de la ficción al narrar escenas propias del cine policial y de acción –tiroteos en los pasillos de “La Oculta”, o el ingreso de la policía, o la representación de una toma y manifestación–, y escenas de sexo en las que despliega una pequeña provocación alrededor del tema del celibato, que funciona no por su sutileza sino más bien por lo contrario, porque es descaradamente exploitation.
El Elefante Blanco es un edificio enorme e inconcluso, objeto del tironeo de diferentes gobiernos desde la época de Alfredo Palacios hasta hoy, y que ha atravesado por lo tanto el primer Perón, la Libertadora, la dictadura, el menemismo, según le explica el cura Julián (Darín) al recién llegado Nicolas (el belga Jérémie Renier, actor de los Dardenne). Martina Gusmán, mujer del director y también su musa desde su contundente protagónico en Leonera, interpreta a Luciana, joven asistente social que trabaja en la villa por fuera de la Iglesia pero a la par y en perfecto entendimiento y colaboración con los curas. Esta vez, y a diferencia de la presa y la médica de emergencias de sus dos películas previas con Trapero, Gusmán contó con –dice– “la ventaja de cierta familiaridad con el tema”, ganada en un par de años de militancia en la villa 1.11.14 de Flores en su adolescencia. Por su parte, dice Trapero, “el origen de esta película es bastante largo”. Algunos recordarán que hace unos cuantos años, apenas después de El bonaerense, el director anunció que uno de sus próximos proyectos sería una película llamada Villa. “Pero esto viene de más atrás, de algo que me interesó desde chico. De pibe fui a una escuela salesiana con la que íbamos a hacer trabajos en los barrios. Luego, mi parte de la religión se quedó en la escuela, pero sobrevivió la idea de contar las historias de los curas aventureros. El proyecto Villa ya tiene muchos años, pero era una producción complicada, de muchas semanas, y puede sonar contradictorio como muchas cosas en el cine, pero filmar en una villa es muy caro, por los recursos que requería hacerlo como finalmente lo hicimos.”
“Filmar en una villa implicó toda una complicación logística”, cuenta Martina, que aunque esta vez no participó como productora conoce el funcionamiento de ese trabajo desde adentro de Matanza Cine, la productora de Trapero. “Primero hay que hablar con los punteros, con los referentes de cada sector, y si querés filmar acá hablás con éste, y después para pasar a filmar acá con este otro y así. El apoyo de la gente de la villa fue fundamental para la producción en todos los sentidos: la seguridad, los espacios para filmar y armar sets. Mucha gente lo tomó como un proyecto propio, una manera de expresar la realidad propia, y a veces se armaba una especie de palco en los techos y al terminar una escena venían los gritos y los aplausos: era impresionante y emocionante. Lo que no quiere decir por supuesto que la villa no tenga sus cosas, porque también había que entender que los del equipo de filmación no dejábamos de ser extranjeros en la villa. Cuando ibas a filmar una escena con un tiroteo, había que avisar bien fecha y hora por las radios internas, porque por más que sean efectos especiales y que advirtiéramos que los policías no son policías sino extras, y que mucha de la gente con la que tratamos es gente súper honesta que se rompe el alma trabajando y no tiene otra que estar ahí, también hay narcotraficantes, y si se escuchan tiros puede pasar que salgan a responder para donde sea. Eran cosas que tenés que tener en cuenta, porque en definitiva estás en un terreno que no es el tuyo, en el que nunca dejás de ser ese extranjero.”
“A mí hasta me da algo de vergüenza decirlo –dice Trapero–, pero aunque me considero algo sensible a lo que pasa alrededor, mis prejuicios antes de entrar a la villa a filmar me llevaron a imaginar un panorama bastante terrible, como que iba a salir sólo con las medias. Y es cierto que hay situaciones de violencia y criminalidad, pero también es impresionante la cantidad de gente que vive honestamente en las condiciones más difíciles por la sencilla razón de que haber llegado allí para ellos significa progreso, porque vienen de lugares donde ni siquiera tienen cómo cortar un árbol para comerse una hoja. Por eso el comienzo de la película ocurre donde ocurre, en la Amazonia, en un lugar donde mucha gente tiene condiciones sanitarias aún peores que las que se encuentran en una villa en la ciudad, y se muere porque no tiene ni comida ni un médico ni nada. Para mucha gente estar en la villa es estar más cerca de la escuela o de un hospital. Así que sí, la villa tiene zonas a las que no entrás, pero no entra nadie, ni un equipo de filmación ni los habitantes de los barrios, son lugares donde no se jode. Pero también hay lugares donde los pibes juegan a la pelota en la calle y la verdad es que mi pibe no juega a la pelota en la calle. Hay cierta solidaridad, que se genera a partir de una mezcla de intimidad y promiscuidad porque las paredes son finitas, todos escuchan todo y todos conocen a todos, y saben de dónde viene y quién es el vecino, y nadie viene a meterse con un chico que juega en la calle a la pelota. Hay códigos en el barrio.”
¿Qué cambió de aquel proyecto inicial a esta película que hiciste ahora?
Pablo Trapero: Ese primer proyecto estaba más centrado en los curas y éste más en la gente que hace el trabajo social. Pero creo que también cambió el mundo, cambió la realidad. Ya hace 60 años que hay villas, pero hace veintipico todavía era algo de lo que la mayoría no sabía mucho y hoy es un fenómeno que no para de crecer, y que da lugar a una convivencia silenciosa entre lo que la población de la villa le da a la sociedad y lo que ésta le tira a la villa. Hoy es una realidad aún más cruel que antes, porque para los que no vivimos en la villa pareciera haberse vuelto un fenómeno necesario: la gente que vive ahí es la que va a limpiar en nuestras casas, labura en las obras en construcción, hace el laburo que otras personas no quieren hacer. También ocurre que es una realidad que año tras año se vuelve más conocida en otros países: nuestros coproductores extranjeros nos cuentan que lo están viendo en sus países, que hoy ya esperan ver esas casitas armadas cerca de las vías, que esta necesidad de mucha gente de estar cerca de la ciudad pero afuera-pero adentro empieza a ser un fenómeno mucho más conocido, incluso en Europa.
Tres o cuatro escenas de la película van planteando de a poco un segundo tema, por debajo de la crisis de fe, pero que con el correr de la película asoma desde el fondo y tiende una de las líneas más interesantes del relato. Un poco como su universitaria encarcelada en Leonera y la médica de emergencias que debe atender todo tipo de desgracias en medio de la noche bonaerense (Carancho), en Elefante blanco Martina Gusmán vuelve a interpretar una chica cuya extracción social choca contra el contexto al que se ve, voluntariamente o no, arrojada. En un momento conflictivo (falta de pagos, materiales, etcétera), un obrero de la villa le espeta a su personaje que ella, después de todo, al final del día, tiene su “casita” a la cual volver. “El mío es un personaje de clase media que no tiene las cosas de arriba, pero tampoco pertenece a ese lugar”, dice Martina. “Ella le dice al obrero que la cuestiona: ‘Sí, yo tengo mi casita pero estoy tratando de hacer algo para que vos tengas la tuya’. Es esa situación en la que el que no vive en la villa siempre va a ser un extranjero. El de extranjero es también el lugar del que hace una película ahí y en general también del que va a verla, pero creo –y esto lo digo como espectadora de las películas de Pablo– que él tiene la capacidad de meterse en estas realidades y, sin dejar de reconocer su lugar, embarrarse, con empatía, permitiéndote ponerte en la piel de otro, y acceder a una realidad ajena, involucrándote, emocionándote con situaciones que para otros son reales.”
En otra escena es el propio personaje de Luciana el que comenta esa situación de extranjería, cuando le cuenta a Nicolás que Julián proviene de una familia acomodada y cómo se ha ido desprendiendo de las propiedades heredadas e invirtiéndolo todo en la villa sin que sus superiores de la Iglesia se enterasen. Ellos son, dice Luciana, un poco en broma pero no tanto, algo así como chicos bien que eligieron ser pobres. “Pasa algo raro con ese comentario de Luciana”, dice Trapero. “Yo, que no me crié ni en una villa ni en una familia como la del padre Julián, que crecí en San Justo, en un barrio bastante común, puedo decir lo que veo desde mi lugar de clase media. Cuando alguien dice, como Luciana, ‘ése está jugando a ser pobre’, no sé, pienso que de última ese tipo vive ahí, con los pobres, se mete. La gran diferencia es que tarde o temprano quizá puede salir, se puede ir a su departamento cada tanto. Se tiende a mirar con sorna al tipo que por lo menos investiga qué es lo que puede hacer, y qué sé yo: si fueran muchos más los que ‘se hacen los pobres’ para tratar de entender a los otros, capaz que se podrían hacer muchas cosas más. Es complejo pero pasa en muchos otros aspectos de la vida: si los que están en los extremos cruzan un poco la mirada es probable que se genere algo de ese cruce, más que si cada uno ignora al otro.”
Se trata de un tema, el de la mirada burguesa sobre los pobres, que interpela también y con particular fuerza al que va al cine a ver una película de “tema social”, y no menos a quienes hacen ese cine.
Trapero: Yo me formé como espectador y director con un tipo de cine que dialoga con la realidad, pero también sé que cualquier manera de expresión artística es burguesa. Desde siempre, es así: ya sea porque te mantiene un mecenas y pudiste salir de tu sucucho, o porque tuviste la suerte de venir de una familia que te permitió poner tu energía en construir una obra y no tener que salir a laburar para pagar el morfi. Incluso si venís de la situación más lumpen, desde el momento en que te pagan por tu laburo artístico ya estás ahí. Por ahí es una obviedad, pero creo que es la misma razón por la que fracasa el punk: porque no tiene sentido vender discos si sos punk. En mi caso, como espectador y director prefiero que esas dos horas de reflexión un poco culposa que puede proveer una película con trasfondo de violencia social sean dos horas que estimulen mis sentidos estéticos, que se pueda hacer anclaje en el poder emocional de la historia. Por eso es importante que al presentar situaciones como las de los chicos que están tirados ahí arriba, en el Elefante blanco, fumando paco, no esté filmado como una escena dantesca. Forma parte de un relato, y sí, esos pibitos tirados están hechos mierda, pero también hay que abandonar un poco la mirada distanciada de clase media para ver que, después de todo, también hay mucha gente afuera de la villa que está dopada todo el día, con Valium o Rivotril. Conozco mucha gente con –como dicen en la villa– la billetera gorda, que se la pasa empastillada para estar un poco mejor con la realidad, alimentando mientras tanto un circuito de médicos y laboratorios y farmacias. Son situaciones que parece que le son lejanas a la clase media, pero en las que hay muchos elementos que, si las pensás y las planteás bien, podés verlas más cercanas: podés comparar al pibito con la bolsa de Poxi-ran con el señor que sale de la farmacia con un frasco de ansiolíticos.
Ahora que ya terminaste, ¿qué dirías que fue lo más difícil de filmar en la villa?
–Entrar y salir todos los días y pensar en esto todo el tiempo, tratar de encontrar un equilibrio, entender y mantener cierta lucidez y no irte muy angustiado porque ves cosas muy dolorosas, quilombos de todo tipo. Mucha gente, mamás especialmente, nos decían que por ahí hacía quince días que los pibes no fumaban nada porque estábamos ahí y algunos por ahí laburaban para la película, se ganaban unos mangos haciendo algo, o simplemente por la curiosidad de quedarse mirando y –nos decían– por tener algo para hacer. Se vuelve intenso incluso habiendo estado un período relativamente corto. Y hoy sigue siendo raro porque, efectivamente, yo me vuelvo acá a mi oficina en Palermo, y sigo trabajando en la película y sigue vibrando ese contraste.
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