Domingo, 20 de mayo de 2012 | Hoy
HITOS > PEP GUARDIOLA DIRIGE POR úLTIMA VEZ AL BARCELONA
¿Qué se puede decir de nuevo sobre lo que el Barcelona causó en el mundo durante los últimos cuatro años? Con un estilo que recuperaba la originalidad de la memorable Holanda del ’74, generoso y arriesgado en el mundo resultadista de la alta competencia, paciente y revestido de amor por el juego, ese equipo con Messi y la base de la España campeona del mundo del 2010 ganó 13 de los 16 torneos que disputó. El viernes que viene, 25 de mayo, Pep Guardiola, el hombre que desde el banco de DT dio forma a ese equipo ya histórico, que despertó devociones inéditas y odios desorbitantes, deja su puesto. ¿Se separarán Los Beatles de la pelota? ¿O la banda va a seguir tocando?
POR FABIAN CASAS
Muchos poetas jóvenes tienen una libertad estilística que heredaron de Leónidas Lamborghini aunque nunca lo hayan leído. El Barcelona de Pep Guardiola no se remonta a su admirado Bielsa, sino que va un poco más atrás, hasta llegar a las Tierras Bajas donde reinó el genio de Marinus Jacobus Hendricus Michels, quien pasó a la fama con el apodo de “Rinus”, es decir, Rinus Michels, el mítico DT que dirigió a la Holanda de Johan Cruyff en el Mundial de 1974. “Tú no has ganado nada” es una frase que popularizó Luis Chilavert y que habla bastante del lugar que se les da a los ganadores en nuestra cultura. Rinus Michels, en cambio, podría ser considerado un perdedor hermoso. Su Holanda perdió la final contra la Alemania de Franz Beckenbauer en ese Mundial jugado en la patria de Martin Heidegger, pero para muchos ganó el podio de la belleza y la poesía con un juego lírico, perfecto y exquisito que rompió con todo lo que se venía viendo en el fútbol hasta ese entonces. La Holanda que capitaneaba Johan Cruyff y pensaba Michels llegó al mundo para acabar con los clichés. Jorge Luis Borges, en su ensayo sobre el lugar del escritor argentino y la tradición, advierte que quienes escriben en literaturas marginales, que no sufren tanto el peso de la tradición asfixiante, pueden tomar de todos, pueden robar a granel. Michels hizo eso. Utilizó la técnica del handball para plantar a sus equipos, entonces el nueve era dos, el dos era nueve y el diez era cinco, cuatro o lo que sea. Era un planteo deleuziano: cualquiera podía devenir atacante. “Vamos a organizar un estilo al que llamaremos el pressing football”, dijo Michels cuando se hizo cargo del Ajax, donde jugaba entonces un desgarbado e imberbe Johan Cruyff. De más está decir que la rompió con este equipo y que luego hizo lo mismo con la selección holandesa, a la que llevó al subcampeonato en Alemania y al título europeo en el ’88. “Ningún jugador debe tener posición fija. El jugador deber cumplir una función de acuerdo con la posición del campo en la que se encuentre. Si un atacante cae en su defensa será zaguero y viceversa”, explicaba Michels en su decálogo. De esta manera convertía al fútbol en expresionismo abstracto. De manera que Michels devino metonimia en Johan Cruyff, quien reinó en el Barsa como DT y como jugador (en el Barsa lo dirigió Michels) y quien empezó a trabajar desde las inferiores las técnicas de juego a las que le sacaría jugo Pep Guardiola. Gracias a la influencia de Cruyff y Michels, Guardiola no es un DT, es un curador de arte.
POR MARIANO DEL MAZO
Se escuchó en una parrilla de Once con la seriedad que sólo otorga el bon vin: “La crisis griega se puede pagar con la colección de trajes de Pep Guardiola y Europa toda sale a flote si América del Sur se pone de acuerdo y empieza a recuperar cada una de las joyas entregadas en su momento. Empecemos por Messi, Alexis Sánchez y Dani Alves. Como árabes aburridos, compremos arte”.
Ya sobrios, pensemos con optimismo barato que el 25 de mayo no se termina ningún ciclo. La perfección distante y catalana del Barcelona de los últimos tiempos seguirá su marcha con el tiki tiki que patentó otro perfecto y distante, Johan Cruyff. Seamos, entonces, realistas y pidamos lo imposible: que Messi dé la vuelta en Brasil en el 2014, que resista ofertas astronómicas, que a la vieja usanza envejezca en su club tirándose un poco atrás y que, en todo caso, con los tobillos reventados, a los 34 venga a retirarse a Newell’s. El 25 no se termina nada: sí, tal vez, algo se resquebraje mínimamente. No un sistema de juego made in La Masia, no once jugadores en su cenit individual y colectivo, no el diseño de ese flipper azulgrana que nunca se tilda. Simplemente tal vez nuestros ojos pierdan la perspectiva y nuestra mirada se vuelva bovina ante la reiteración de esa maravillosa estética y como adictos pidamos más, y más. Lo imposible.
El otro día tuve la oportunidad de conversar con el profesor Enrique Macaya Márquez. Le pregunté cuál era el mejor equipo de fútbol que había visto en una cancha. Me habló de La Máquina de River, del San Lorenzo del ’46, del Santos de Pelé y de este Barcelona, claro. Pero agregó: “El fútbol cambió, el fútbol es otro. Y yo también soy otro”.
Ahí está la clave. Somos otros. Usted, Iniesta y David Villa ya son otros. ¿Qué se les puede exigir a estos jugadores en el post Guardiola? Ya vimos todo de ellos. Después del Album Blanco, Abbey Road parece un disquito. Para terminar se me ocurren los versos de Lupercio de Argensola que Homero Expósito utilizó como acápite de su tango “Maquillaje”: ¿Por qué ese cielo azul que todos vemos, no es cielo, ni es azul? ¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!.
Algo melancólico se agazapa en el último partido de Pep Guardiola como técnico de Barcelona. Como pronosticó Argensola en el siglo XVI, tanta belleza no podía ser cierta. Además crecemos, pasa el tiempo, los Mundiales, los otoños. Todo eso nos pone un poco tristes.
POR MARTIN PEREZ
Hay frases que, a pesar de estar hechas, igual pueden deshacerse. Como esa que habla de “el fútbol que le gusta a la gente”. Porque lo que le gusta a la gente que le gusta el fútbol, en realidad, es toda clase de fútbol. Cualquier excusa suele ser buena para verlo. Los buenos jugadores, seguro. El buen juego, también. La enumeración podría ser interminable. Y menos virtuosa. Fontanarrosa decía, por ejemplo, que la simple presencia de un jugador argentino entre los veintidós que estaban en la cancha era todo lo que necesitaba para quedarse mirando cualquier partido que encontrase haciendo zapping por el cable. Porque no sólo se mira fútbol para ver jugar a tu equipo, bien o mal. También se lo mira para ver cómo pierde el otro. Para esperar la derrota del favorito. O disfrutar con la resistencia heroica del más débil. Por eso, el fútbol que le gusta a la gente es más de uno. El fútbol es fútbol, y punto. Y ver al Barcelona de Pep Guardiola –y de Messi, Xavi, Iniesta y siguen las firmas– siempre fue algo más que ver fútbol. Porque lo suyo fue en realidad una idea hecha realidad. La idea de que lo que importa es la pelota. Y jugadores que sepan qué hacer con ella. El problema de una idea es que no tiene camiseta. Eso significa que puede ser de todos. Pero también que no es de nadie. Hunter Thompson dijo en su libro sobre Las Vegas que no conocía otra ciudad donde más orgullosamente se patee al caído. Si hay un deporte que iguala ese dudoso logro, éste es el fútbol. Un negocio lleno de sabios sólo con el resultado puesto, capaces de cambiar de camiseta sin ponerse colorados. Para ellos –para sorpresivamente muchos–, este Barcelona fue una constancia que sólo esperaban ver caer. Porque siempre es noticia la excepción, no la constancia. Y los cuatro años de Guardiola como técnico azulgrana se sustentaron en ese milagro que es la constancia de una idea. Un detalle que generó el mayor equívoco para los que miraban sus partidos sin tener puesta la camiseta: hinchar por el más débil, entendiendo que el débil era el que los enfrentaba. El asunto es que, a pesar de los números, a pesar de sus estrellas, el Barcelona siempre fue el equipo más débil en la cancha. Y por decisión propia. Porque eligió el camino difícil, el de crear antes que destruir. Porque puso siempre el talento antes que el físico, y entonces sus jugadores, por ejemplo ante el Chelsea, parecían de juguete. Porque en vez de temerle a esa manta corta que dicen que es un equipo de fútbol, jugó a hacerla lo más corta posible, pensando siempre en el arco de enfrente. Y porque una idea siempre es apenas eso, una idea. Casi nada. Su poder depende de quienes creen en ella. Si el fútbol sigue siendo un deporte es porque nada en él se acumula partido a partido, todo vuelve a empezar, todo puede suceder en 90 minutos. Por eso es que, antes de cada pitazo inicial, este Barcelona de Guardiola que ya empezamos a extrañar siempre fue el equipo débil. Por haber sido capaz de jugárselo todo por una idea.
POR ANGEL BERLANGA
En un diálogo exquisito con el cineasta Fernando Trueba, Pep Guardiola dice que respecto a su futuro no consigue proyectarse más allá de la perspectiva de un año y que, en cambio, le apasiona pensar en su próximo partido, en planificarlo lo mejor posible, en predisponer a sus jugadores de la mejor manera. A cinco días de su despedida como técnico del Barcelona, ese doble horizonte temporal vibra de expectativa por causas contundentes: se cierra un ciclo de cuatro años que, para muchos, produjo el fútbol más lúcido de la historia. Y también eficaz, claro, con records de títulos ganados en una temporada, y una acumulación de 13 que pueden pasar a 14 si el viernes gana la final de la Copa del Rey ante el Athletic Bilbao de Marcelo Bielsa.
Parece obvio, sin embargo, que lo extraordinario de este Barcelona de Guardiola pasa por cómo ganó todo eso. Mentar la calidad de jugadores como Iniesta, Xavi o Busquets será a esta altura uno de los lugares más comunes del fútbol; qué quedará por decir del deslumbre inagotable que produce Messi. Y sin embargo está repleta la historia de equipos cargados de estrellas que se tiran a chantas, que se chocan entre sí o se tornan fugaces, o resultan encuadradas en esquemas de especulación temerosa. Si algo caracteriza al trabajo de Guardiola es la inmensa confianza con la que se mueven sus jugadores y dos vocaciones irrenunciables: tener la pelota y tratarla bien, por un lado, y a la vez ser ofensivos. Hay un relator de televisión, acá, que acuñó el latiguillo “saque si quiere ganar”: bien, eso está en la antítesis de este Barcelona, que ha salido a buscar los partidos jugando de local o de visitante, que siempre ha sido protagonista y, en la enorme mayoría de los casos, ha sido dominador. En esa convicción de tener la pelota, Guardiola ensanchó recursos: un arquero que también juega con los pies, búsqueda del compañero aún en situaciones apretadas, tránsito (literal) por toda la cancha y presión coordinada para recuperar una vez que se la perdió. A tal punto esto fue un mandamiento que muchas veces, cuando en el equipo no había lungos que cabecearan, salían jugando los corners en lugar de tirar centros al área. La evolución del propio Mascherano como jugador es otra buena muestra de la influencia Guardiola.
Este Barcelona es continuidad de una tradición, en el club, que apuesta por la belleza del juego, pero no sólo: la imaginación de Guardiola expandió esas nociones y lo embelleció todavía más, algo que en términos generales parecía inconcebible. ¡Qué placer ver a este equipo! La pelota de uno a otro, y otro, y otro, un sinfín de rotaciones y recorridos imposibles, un caudal incesante de goles fabulosos. Qué cristalino el disfrute de estos jugadores, a los que puede cargárseles además otra rareza: han bailado a adversarios de los mayores calibres, y no han caído en canchereadas o soberbias. Se intuye la mano de Guardiola, ahí, para conducir al grupo: qué elegancia, la del tipo, ante los tarascones de la prensa. En aquel diálogo con Trueba, seis meses atrás, reconocía la perversión del negocio en el ambiente del fútbol, pero los ojos se le encendían cuando recordaba lo del principio de todo, lo que apuesto que sigue encendido, como cuando de chico, en la plaza. Es un juego. El viernes, el último de esta etapa. A disfrutarlo, que es el Barça de Guardiola.
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