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Domingo, 3 de junio de 2012

TEATRO > SALLINGER DE BERNARD-MARIE KOLTèS EN EL SAN MARTíN

Los hijos extraños

Nómade, literario, gay, primero marginal y después canónico, Bernard-Marie Koltès fue uno de esos grandes autores malditos que Francia da cada tanto. Ninguna de sus obras de teatro fue demasiado representada en Buenos Aires, pero ahora Paul Desveaux monta Sallinger, el original homenaje del francés al autor norteamericano y a su personaje más enigmático, Seymour Glass. Pero lejos de la cita o la copia, la obra despliega un mundo propio para exponer los conflictos generacionales de la familia urbana bajo el capitalismo norteamericano, donde la tranquilidad de los livings se ve amenazada por los bombardeos en la otra punta del mundo.

 Por Mercedes Halfon

Un ataúd atraviesa lentamente las escalinatas de ingreso a la sala Casacuberta. Lo sostienen hombres y mujeres de cada lado, otros lo siguen por detrás. La marcha fúnebre es un jazz viejo y quejumbroso que los acompaña hasta que, ya arriba del escenario, depositan al muerto en un hangar. Cambio de luces. Dos mujeres entran corriendo desaforadas y una se sube al techo de aquel receptáculo. Se trata de un cementerio, ahora lo sabemos, y ella es la viuda que piensa pasar la noche en ese lugar.

Así se inicia Sallinger, la pieza de Bernard-Marie Koltès que el director francés Paul Desveaux montó en el Teatro San Martín. Es Sallinger así, con dos l, porque es y no es una adaptación de textos de Jerome David Salinger. Esta ambigüedad tiene mucho que ver con Koltès, el verdadero autor de la pieza. Por eso para verla hay que pensar en él y nada más que en él, porque si la intención es encontrarse con una versión de El cazador oculto, o de los Nueve cuentos, lo que se verá es tan raro, tan destemplado, que se corre el riesgo de salir huyendo despavorido.

epigrafe

UN FRANCES EN NICARAGUA

Hay que cruzar un desierto, porque Salinger es aquí muy popular y Bernard-Marie Koltès, casi desconocido. Si bien es el “último gran autor francés”, y uno de los “últimos grandes autores teatrales contemporáneos”, ha sido muy poco puesto en nuestro país. Y se trata de un francés, pero de un francés raro. Uno que, por ejemplo, decía: “Casi nunca voy al teatro. Por un lado, porque no me gusta mucho el público de teatro, y por el otro, porque muy pocas veces entiendo las puestas, todo es en verdad demasiado francés”. Koltès nació en 1948 en Metz, en el seno de la pequeña burguesía de provincia. Su padre era oficial del ejército, su familia católica y de derecha. Siempre recordó de su infancia el modo en que en plena guerra de Argelia y pese a la gran comunidad árabe que vivía en su ciudad, nadie decía nada: parecía que Argelia no existía, mientras volaban por los aires los bares de los moros y sus cuerpos eran tirados al río. Algo de ese cruel malentendido, de los silencios que posibilitan la violencia sostenida, fue para él tan insoportable como inspirador.

Para tener una obra tan grande y original, Koltès vivió muy poco. Gay, comunista, hermoso y nómade, contrajo sida en la época en que esto no tenía solución y murió a los cuarenta y un años. En ese tiempo escribió alrededor de diez obras teatrales de una originalidad singular, que primero le valieron la indiferencia y después la consagración. La mayor parte de su vida la pasó viajando por el Tercer Mundo. Nicaragua, Nigeria, Guatemala, pero también Nueva York y Estrasburgo fueron ciudades en las que vivió. “Una parte de mi vida son los viajes, la otra, la escritura –dijo alguna vez–. Nunca escribo en París, mis ideas aparecen en los viajes. Pero no recorro la región como un etnólogo, que viaja para recoger impresiones y luego explotarlas. Lo importante para mí es estar aislado. Cuando uno ya no puede hablar su propia lengua, el pensamiento cambia.”

En ese reencuentro con la lengua propia despojada de los clichés cotidianos, de la comunicación excesiva y deficitaria, es que Koltès desarrolló su obra. A partir de 1980, gracias a la mano de Patrice Chèrau, que se convirtió en su gran difusor y casi el único director que lo montó en Francia en vida, empezó a ser publicado, leído, comentado. Se editaron y pusieron en escena sus obras canónicas La noche justo antes de los bosques, un gran monólogo de una poesía atronadora, y En la soledad de los campos de algodón, una suerte de conversación metafísica entre un dealer y un cliente que van a intercambiar quién sabe qué cosa.

Algo bueno es que en nuestro país existe una de las únicas traducciones de Koltès al castellano: Teatro, publicado por Colihue en el 2008, trae seis obras teatrales, incluyendo Sallinger, pero además los ensayos, la biografía y las entrevistas incluidas al final del libro son perfectos para empezar a entender la esencia de su teatro. Vista en conjunto, es de una originalidad todavía bastante solitaria: literaria y salvaje, contestataria y posmoderna, compleja y a la vez visceral.

LEVANTAD, PROTAGONISTAS,LA VIGA DE LA OBRA

La pieza que Desvaux trajo a Buenos Aires es una de esas obras que suelen denominarse “de juventud” y donde todavía los motivos que van a caracterizar a alguien están menos delineados, más flu. En este caso se trata de una obra que Koltès le dedicó al mundo norteamericano, a través de los libros de Salinger y la saga de la familia Glass. Sallinger fue escrita por encargo del director Bruno Boëglin y estrenada en Nova Theatre Lyon en la temporada 1977-78. En rigor, fue escrita en colaboración con los actores. Koltès escribió en el programa de mano de la obra que su intención fue separarse de la literatura salingeriana, no hacer una adaptación de sus temas sino de su “tono”. Y esto a través de la particular interpretación que los actores hicieron del escritor y dibujaron con su cuerpo en el momento de concepción de la puesta.

Treinta y cinco años después, Sallinger se puede ver en Buenos Aires. Los actores son en esta oportunidad la siempre despampanante Lucrecia Capello, Roberto Castro, Martín Slipak, Javier Lorenzo, Céline Bodis, Ana Pauls, Francisco Lumerman y Luciana Lifschitz. Tanto por la mano del puestista como por el texto en sí, se tiene la sensación de estar frente a un desafío perceptivo. La obra no está estructurada por diálogos convencionales, sino por extensos monólogos superpuestos a lo largo de dos horas y media (sin intervalo). Es un teatro literario y no por basarse en libros o relatos, sino por la forma en la que la palabra se eleva, juega consigo misma, encuentra ritmos, golpes, ecos. Pero, al ser el monólogo un modus operandi indiscutiblemente teatral, la obra se despega de la letra plana: es de una teatralidad híbrida, ambigua, personal, que hace al espectador navegar a ciegas entre aguas calmas bajo cielos tormentosos y aceleraciones agobiantes.

Teatro Bernard- Marie Koltès Colihue 326 págs.

EL IMPERIO DE VIDRIO

El eje de la historia es la muerte de “El Colo”, personaje que por más de una razón se puede relacionar con el protagonista de “Un día perfecto para el pez banana”, el primero de los Nueve cuentos, y de la nouvelle Seymour, una introducción: el mismísimo Seymour Glass. Ambos son brillantes, extravagantes, irónicos, han estado en la guerra y tal vez por eso mismo se suicidan con un tiro en la sien. Al Colo lo lloran su madre, su padre, sus hermanos y su viuda. Alternadamente, aparece en escena y dialoga con sus deudos en un espacio que no se sabe bien cuál es: simbólico, mental o el teatro mismo. Pero nada que ver con la realidad, ese territorio tan del autor norteamericano.

Si bien los padres, a través de sus relatos, aparecen como los encargados de sostener un orden que los precede –patria, familia y propiedad–, los hijos que han tenido son incapaces de sostener nada. “Estos hijos extraños”, se queja el padre en medio de un monólogo que mezcla una estética de Fred Astaire venido a menos con un alegato belicista proVietnam. A través de esta familia de seres especiales, Koltès pinta Norteamérica. El padre dice: “Allá vamos, allá volvemos, América se moviliza. Yo sabía que estos tiempos de tregua son para retomar el aliento y que, mientras todas esas pobres madres cuidan inútilmente a sus pequeños, mientras que las familias se pelean sin parar, mientras noso-tros charlamos, aquí, tranquilamente, en otra parte, sin que realmente se nos haya advertido, sin que en verdad lo sepamos, se trabaja en las oficinas, se decide en los ministerios”. Ese lugar donde se “charla tranquilamente” es el teatro. He ahí una visión política para Koltès: el arte nunca será completamente un refugio. Mientras estamos protegidos por las butacas y las bambalinas, parece decir: los hijos extraños son enviados a la muerte.

Afuera, la ciudad late como una fuerza oscura: una jungla de cemento de callejones, jazz, viento, sótanos, extraños en la noche y fogonazos de vidrios estallados en algún lado. Un paisaje y una amenaza a la vez. “A veces encontramos lugares que son, no digo representaciones del mundo entero, sino una suerte de metáfora de la vida o de un aspecto de la vida”, dijo alguna vez Koltès. “Como en Conrad, por ejemplo, los ríos que salen de la jungla. La naturaleza a menudo puede escribir una novela.” Nueva York es ese lugar donde todo puede pasar, una metáfora del rumbo de las cosas. Y Koltès la muestra a través de personajes que están en familia, pero hablan solos.

Es en este punto en el que la obra se torna más actual. Además de ser precursora en su antibelicismo metafísico, en su visión de América como un imperio que se cuece en la sopa, que se sirve en la mesa, que se celebra en lo cotidiano de sus seres aislados y seriados, su visión fue de largo alcance. La América imperialista siguió y sigue buscando territorios de prosperidad. Y lo interesante de esa visión no es solamente su carácter crítico, sino que nos llegue a través del vidrio –valga la redundancia– de la familia Glass. A través de un autor amado por él como J. D. Salinger. A través de unos seres que no se mueven de su living, que espían por la ventana los peligros y atracciones de Nueva York, donde la madre llora, el padre toma whisky y los hijos sueñan, bien educados, brillantes, pero impotentes de todo, incluso de rebelarse.

Las funciones se ofrecerán de miércoles a sábados a las 20, y los domingos a las 19. Entrada: $ 70. Miércoles, día popular: $ 35.

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