Domingo, 3 de junio de 2012 | Hoy
Cuando apareció hace ocho años pateando las puertas de las series de médicos con ese Sherlock Holmes de la salud, cínico, brillante y despiadado, dispuesto a todo con tal de solucionar el misterio que aquejaba a sus pacientes, casi nadie sabía de su pasado glorioso como cómico inglés de culto y éxito en el Reino Unido. Ahora que Dr. House terminó en Estados Unidos y se acerca su final en la Argentina, el mundo se enteró de un pasado todavía más remoto y desconocido: su amor por el blues de Nueva Orleáns. La semana que viene, Hugh Laurie presenta en Buenos Aires Let Them Talk, el disco de clásicos que grabó con las leyendas del Mississippi. Acá, una radiografía de este saludable fenómeno. Y una tomografía del otro.
Por Fernando Bogado
House fue. Y “fue” es una palabra lo suficientemente aguda para empezar a hablar, repleta de esa honestidad brutal que lo caracterizaba como personaje: un tipo que, además de ser un genio analítico-deductivo, era también “a jerk”, “an ass”, un idiota. El hubiera usado el mismo término para confrontar a un paciente o a un familiar acerca de la naturaleza de la situación a la que se enfrentaban y sus fatales consecuencias. “Fue” porque el pasado 21 de mayo terminó la serie que lo tenía como protagonista, Dr. House. Luego de ocho años, una casi innumerable serie de casos, una igual de extensa lista de situaciones incómodas por las que ha tenido que pasar Gregory, ¿qué se fue con House? ¿Qué se terminó con la serie?
Empecemos por la primera comparación, la fácil: Gregory House era el modelo de detective del recién comenzado siglo XXI, parte de esos procesos en donde una nueva época empieza por clausurar todo lo que teníamos de la anterior. Su semejanza con Sherlock Holmes estaba cantada desde el primer capítulo, no sólo por la homofonía entre Holmes-House o entre Watson-Wilson (el entrañable oncólogo, único amigo, que hacía las veces de anti-House: un hombre abrumado por situaciones morales), sino también por las semejanzas entre personaje y personaje: House toca el piano y la guitarra para distenderse y es adicto al Vicodin, Holmes toca el violín y consume cocaína, más allá de datos y datos que no hacen otra cosa que alimentar estas similitudes. Pero también House tiene algo de policial negro del siglo XX: como mínimo, el desencanto con el mundo y la terrible espiral hacia abajo de más de un detective del noir, fue varias veces golpeado, le han disparado, se lo ha encontrado borracho en infinidad de bares o en más de un strip club y tiene una larga agenda repleta de nombres de prostitutas con las que suele matar el tiempo entre caso y caso. ¿Qué es lo que lo hace el mejor detective de su tiempo? A diferencia de Holmes, Dupin o Marlowe, House investiga sin un cadáver que empiece el relato, indaga sin tocar al paciente, encuentra la enfermedad, la “culpable” de cualquier muerte, en un cuerpo (cuarto) cerrado utilizando solamente su capacidad deductiva y analítica.
Con House no termina solamente un modelo de detective: termina también la versión más perfecta del espíritu pragmático anglosajón, o mejor, norteamericano (¿no es Hugh Laurie, un comediante inglés al estilo de los Monty Python, el mejor actor posible para personificar a un cínico norteamericano?), aquel espíritu que en las series de acción y en la vida real dispara primero y pregunta después. Raras veces lo hemos visto detenerse en lo que siente un paciente o en el dolor que haya podido sufrir por tal o cual tratamiento, siempre lo importante es lograr el objetivo, erradicar la enfermedad, resolver el enigma a costa de todo. El nunca entendió de religiones, de situaciones sentimentales, de promesas hechas por el mero afán de respetar una creencia o una convicción que van, precisamente, del controversial tema de Dios al honor. Como dijo Kant con respecto a Hume, un House filosófico, a esta altura: el querido Gregory nos despierta de cualquier sueño dogmático.
¿Serie médica? Pese a haber surgido de la “dramatización” de la columna médica de diagnosis del The New York Times Magazine, Dr. House marcó una distancia con cualquier otra de las muchas series dramáticas que toman por tema y escenario a cuestiones relacionadas con la medicina practicada en un hospital. Digamos: no tenemos doctores caminando en batas blancas de un lado a otro de los pasillos, al estilo de E. R. (en donde cualquier caso surgía siempre con la entrada sorpresiva por alguna puerta de una camilla blanca y varios enfermeros y médicos a los costados corriendo a gran velocidad), sino que presenciamos a doctores sentados en cómodos sillones, leyendo expedientes a lo largo del día y siguiendo el ping pong de House hasta que aparece ese momento de genialidad en donde se resuelve el caso de una manera absolutamente azarosa y casual, al menos, en apariencia. La enfermedad es más enigma que mal por curar, y lo interesante es sorprender al espectador con la habilidad de este junkie con título de doctor para resolverlo. Al mismo tiempo, nuestro querido Greg atraviesa alguna crisis personal que deja de lado por la pasión puesta en solucionar el caso o en los diversos choques que tiene con los representantes de la moral y las buenas costumbres que más de una vez lo increpan: House ha tenido que enfrentarse a policías (el affaire Tritter de la tercera temporada), psiquiatras de renombre (el Dr. Nolan en varios capítulos de la sexta) o a Dios mismo en diálogos que tienen más de partida de ajedrez que de cualquier otra cosa (como se ve en “House vs. God” en la segunda temporada: un combate abierto entre fe y ciencia).
Mucho podremos decir de la serie una vez terminada: que la sexta temporada fue, probablemente, la mejor (por empezar con un House internado en un hospital psiquiátrico y terminar en el umbral de la tan esperada relación con la Dra. Cuddy), que la serie tendría que haber finalizado con ese tono parco y desencantado del capítulo de esta octava temporada en donde Chase (¿un futuro House?) termina como principal protagonista, etc. Pero todas estas cuestiones de confesos fanatismos quedan atrás. House fue, terminó, y mientras tanto, en algún bar perdido de la Norteamérica imaginaria, esa que van a visitar los personajes de novelas como En el camino, alguien sufre un ataque producido por alguna extraña enfermedad y un tipo de ojos claros y barba crecida de varios días, molesto, rengueando, se acerca para realizar dos o tres preguntas claves y callar al sufriente con un elegante, cavernoso y disimuladamente británico “shut up, you idiot”.
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