Dom 22.06.2003
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CINE

El damasco que hace PUM

Comparado con Godard, Ozu, Bresson o Tati, el palestino Elia Suleiman ostenta el raro privilegio de faenar tanto influjo ilustre en un cine inconfundible. La prueba es Intervención divina, palma de oro en Cannes 2002 y primer estreno de su filmografía (y del cine palestino todo) en Buenos Aires: un film que toma por las astas el conflicto de Medio Oriente y revitaliza con insólito humor los códigos del cine político.

Por Horacio Bernades
En medio de un paisaje bucólico –suaves ondulaciones bañadas a pleno por el sol del Mediterráneo–, unos muchachos persiguen a Papá Noel. De su bolsa, tal vez para defenderse o sobornarlos, el prófugo saca unos regalos y los arroja contra sus perseguidores. Pero es en vano, y trata de refugiarse en lo alto de la colina. Los chicos le dan alcance. Corte. Con un grueso cuchillo de cocina clavado en el pecho, Santa Claus retrocede, se recuesta contra un pilar y se desangra.
Así empieza Intervención divina, la película que a fines del año pasado llegó a las puertas del Oscar en la categoría Mejor Film Extranjero. Casi al mismo tiempo que la autoridad aduanera de Estados Unidos, por el solo hecho de haber nacido en un país árabe, le negaba la entrada al país al iraní Abbas Kiarostami, la Academia de Artes y Ciencias le cerraba el paso a Intervención divina. La razón que esgrimieron los académicos fue simple, burocrática, obscena: los productores la habían presentado como representante de Palestina, y no hay en todo el mundo un país reconocido bajo ese nombre.
El jueves próximo, la película dirigida por Elia Suleiman –que Hollywood considera apátrida y para el resto del mundo es palestina– será la primera de ese origen que se estrene comercialmente en Buenos Aires.

El Nazareno
Nacido en Nazareth 1960 años después de su coterráneo Jesucristo, emigrado a Nueva York a comienzos de los ‘80, Elia Suleiman filmó allí, una década más tarde, el mediometraje Introducción al fin de una discusión, donde a partir de materiales de archivo deconstruía la imagen de los árabes que el cine occidental construyó a lo largo de un siglo. Antes de volver a su suelo natal (actualmente vive en Jerusalén) a principios de los ‘90, Suleiman presentó el cortometraje Homenaje por asesinato, que retomaba la cuestión de la identidad y el exilio desde una perspectiva específicamente árabe.
Con Crónica de una desaparición (su primer largo, ganador del León de Oro en Venecia en 1997) e Intervención divina (Palma de Oro en Cannes 2002), Suleiman logró depurar una vertiente creativa que se caracteriza por fusionar de modo inédito lo cómico y lo político, lo nimio y lo alegórico. A esta altura inconfundible, el estilo Suleiman es rapsódico, económico y distanciado. Hecha de escenas autosuficientes que suelen resolverse en un único plano fijo, la atomización narrativa de sus films parece representar la de la propia diáspora palestina, asumiendo la forma de un diario personal o una libreta de apuntes. Todo esto llevó a que se lo comparara con su colega Nanni Moretti, a quien, además, lo une el hecho de que actúa en sus propios films. Pero mientras Moretti suele ponerse en el lugar de ombligo del mundo y promueve una brutal identificación del espectador, Suleiman observa a los demás como un testigo mudo e impenetrable.
Suleiman también fue comparado con Jacques Tati por el hecho de que sus películas, antes que una narración lineal, presentan una sucesión de viñetas frecuentemente cómicas y distanciadas. A la hora de buscar referentes, el palestino acepta añadir al de Tati los nombres de Bresson, Yasujiro Ozu, Godard y el del taiwanés Hou Hsiao Hsien. Del primero tiene la extrema depuración dramática, la contención, el hieratismo; de Ozu, la utilización sistemática del plano fijo; de Godard, la fusión de lo político y lo cómico y la absorción de ciertas formas icónicas de la cultura popular (afiches y comics), un poco a la manera de La chinoise; de Hou Hsiao Hsien, finalmente, Suleiman retoma el hábito de colocar la cámara a gran distancia y en una única posición, de modo de forzar al espectador a construir el sentido de la imagen. Y su humor mudo, su extremado laconismo visual y la máscara impertérrita de su rostro bien podrían delatar la huella de Takeshi Kitano. Paradójicamente, el resultado de ese verdadero océano de influencias, préstamos y diálogos a distancia es un cine único: basta ver un plano de sus películas para afirmar sin dudas que el que lo firma no puede ser otro que Elia Suleiman.

El carozo vengador
En el impreciso, ambiguo territorio que funda entre la violencia y el absurdo, el enigma y la alegoría, difícil imaginar un prólogo más apropiado para Intervención divina que la secuencia del Papá Noel perseguido y acuchillado. Como su predecesora, Crónica de una desaparición, la segunda película de Suleiman está enteramente construida sobre la base de un puñado de escenas-islotes que se abren y cierran sobre sí mismas y, en ocasiones, se repiten con ligerísimas pero significativas variaciones.
Sin embargo, nada más engañoso que el aspecto aparentemente casual y aleatorio de esas viñetas. Empezando por el hecho de que todas tienen lugar en un espacio férreamente determinado. “Nazareth”, dice un cartel que se imprime de entrada, y más tarde se leerán otros como “Ramallah” y “Jerusalén”. Como sucedía en la ópera prima de Suleiman, Intervención divina (cuyo subtítulo es “Crónica de amor y dolor”) aparece dividida en dos grandes bloques narrativos. El primero es de carácter predominantemente doméstico y vecinal; aun sin mayores puntuaciones, la simple reaparición hace que algunos personajes se vuelvan más protagónicos que otros: uno de ellos es un hombre mayor, que trabaja en un taller mecánico y vive en un barrio de clase media. (Más tarde se verá que se trata del padre del personaje Suleiman, a quien sin embargo jamás se nombrará como tal.)
La segunda parte tiene en la figura de Suleiman su vehículo narrativo, antes que su protagonista. Denominado simplemente E.S. en los títulos finales, el personaje vuelve a Nazareth en momentos en que su padre sufre un infarto y es internado en un hospital (una referencia a su propio padre, que aparecía en Crónica de una desaparición y murió poco después). Un par de escenas en la que E.S. pega y despega stickers con los nombres de las distintas secuencias sugieren la idea de que Intervención divina es una película que se va construyendo frente a los ojos del espectador. Pero el eje de esta segunda parte no es tanto E.S. como la violencia que tiñe la vida cotidiana de los palestinos afincados en territorio de Israel: soldados en las calles, patoteadas a los civiles, un puesto de vigilancia militar que llega a adquirir carácter protagónico.
Aunque se ponga en escena a sí mismo –así como a parientes, amigos y vecinos–, suponer que las películas de Suleiman son autobiográficas sería una simplificación, como a menudo declara el realizador. Pero no hace falta haber leído sus entrevistas para comprender que sus películas no son precisamente documentales. Basta ver la escena de Intervención divina en que su personaje se presenta por primera vez, comiendo un damasco mientras maneja. Cuando termina de comerlo, lo arroja al descuido por la ventanilla y la fruta va a dar contra un tanque israelí, haciéndolo volar por los aires.

Arafat anda en globo
Filmada en ralenti y con toneladas de trinitron provistas por el departamento de efectos especiales, la explosión del tanque israelí (ver recuadro) es digna de una superproducción de Hollywood y da probado testimonio del modo en que Suleiman es capaz de inventar una realidad alterna en la que se contaminan el manifiesto político, la fantasía y el absurdo. El resultado es un organismo desconocido, muy parecido –e incomparable– al mundo que lo circunda.
Otro tanto puede decirse de dos escenas ya célebres del film. En una, el siempre mudo y hierático Suleiman infla un globo rojo que lleva impresa una imagen de Arafat y lo lanza al aire en las cercanías de un puesto decontrol israelí. Los soldados lo ven venir con sus binoculares y no saben si dispararle o no. El globo toma altura, atraviesa los cielos de Jerusalén y se posa triunfal sobre la cúpula de la mezquita más grande de la ciudad. En otra escena, conocida como “la secuencia de la ninja palestina”, un grupo de soldados israelíes practica tiro al blanco sobre unas siluetas que representan a una chica fedayín. La práctica es de por sí rara: está coreografiada como un musical, y los soldados pegan unas cabriolas espectaculares. Pero la escena termina de despegar hacia el puro delirio cuando la guerrillera se corporiza y manifiesta dotada de unos superpoderes que hacen palidecer a los de los combatientes de El tigre y el dragón. La ninja desvía las balas y las congela en medio de su recorrido; se eleva en el aire, lanza dardos con forma de medialuna árabe, es capaz de pintar la bandera palestina sobre el terreno y hace estallar un helicóptero israelí mediante un boomerang providencial.

Una vida violenta
¿Cine de propaganda? Identificar a Suleiman con ese género requeriría una gruesa maniobra de tergiversación. Habría que concebir el delirio como panfleto y, luego, olvidar que al lado de esas escenas de fantasía humorístico-política, Intervención divina despliega otras que son gags puros, inofensivos, como el de los médicos, enfermeras y pacientes que salen a fumar al pasillo del hospital y lo pueblan de una humareda irrespirable. Otras son apenas episódicas: por ejemplo, la que protagoniza un vecino que, decidido a sabotear la reparación de una calle, roba pedazos de empedrado y recibe con una lluvia de botellas a la policía.
También habría que pasar por alto las melancólicas escenas en la que E.S. y una chica se ven obligados a mantener tímidos encuentros amorosos en un descampado, a bordo de un auto o frente al puesto de control en el que los soldados israelíes someten a los pasajeros a toda clase de ridículas humillaciones. Y por fin habría que soslayar una evidencia flagrante: durante toda la primera parte de la película, Suleiman muestra la violencia cotidiana y el odio acuñado entre los propios palestinos de Nazareth, empezando por el personaje de su padre (que, mientras saluda con una sonrisa, putea por lo bajo a todo el mundo) y siguiendo por dos vecinos que viven tirando la basura en el patio del otro.
Significativamente, y contra la imagen cliché que habitualmente se tiene de los palestinos (gente sin techo ni hogar), los habitantes de Nazareth que muestra Suleiman son vecinos de clase media con empleo, que viven en barrios relativamente acomodados y andan en autos último modelo. Envueltos en irracionales espirales de violencia, esos vecinos para quienes el otro es inevitablemente un enemigo bien podrían estar alegorizando el modo en que palestinos e israelíes conviven desde hace más de medio siglo. O, tal vez, desde los siglos de los siglos. Pero esa interpretación queda a cargo del espectador. Como quería Truffaut, las imágenes de Suleiman no demuestran nada: sólo muestran.

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