El éxito de las historias de sangrientos antihéroes italoamericanos en los cines de la Gran Depresión llevó al gobierno a poner en vigencia el famoso Código Hays: ninguna historia podía terminar bien para el villano. Pero eso no impidió que la sociedad siguiera fascinada con esas formas de organización paraestatal, y cuando a fines de los ’60 el Código fue dado de baja, en las pantallas estalló una nueva generación de clásicos encabezados por El Padrino de Coppola y Calles peligrosas de Scorsese. Y así como la novela de Mario Puzo había sido un best-seller por mérito propio, en 1971 Gay Talese publicó una de las cumbres del Nuevo Periodismo: Honrarás a tu padre, una investigación de siete años sobre la mafia con decenas de entrevistas, viajes a Sicilia y la memoria de Joe Bonnano como jefe de una de las grandes familias. Recién reeditado en castellano, el libro –en su retrato del aburrimiento que puede sentir un mafioso– inspiró décadas después Los Soprano. Marcelo Figueras se sumerge en sus páginas para tratar de entender por qué –desde la Gran Depresión hasta estos días de cracks financieros– esos relatos de antihéroes violentos, lealtades sangrientas y astutas ilegalidades siguen subyugando al público de todo el mundo.
› Por Marcelo Figueras
“El Padrino es el I-Ching. El Padrino es la suma de toda la sabiduría”, dice Joe Fox, el personaje de Tom Hanks en Tienes un e-mail, de Nora Ephron. “El Padrino es la respuesta a cualquier pregunta. ¿Qué debo empacar para mis vacaciones de verano? ‘Dejá el arma, llevá los cannoli.’ ¿Qué día de la semana es? ‘Lune, marte, jueve, miércole’”, evocando el defectuoso inglés de la esposa italiana de Michael Corleone.
Como toda broma certera, la de Ephron funciona porque se funda en una verdad. Amamos la saga mafiosa de Francis Coppola. La mayoría de nosotros, incluso aquellos que no sienten devoción por las películas, sería capaz de citar de memoria ciertos parlamentos, o cuanto menos identificarlos al vuelo. Le haré una oferta que no podrá rechazar. Luca Brasi duerme con los peces. Ningún siciliano niega pedido alguno el día de la boda de su hija.
Hay sobradas razones que justifican este amor. Los dos primeros Padrinos figuran en la cima de lo mejor que hizo el cine en su historia. Pero buena parte de los que amaron la saga aman también otra trilogía mafiosa, la de Martin Scorsese: lo que va de Mean Streets, pasando por Good Fellas hasta llegar a Casino. Y también las incursiones en el género de Brian de Palma: Scarface y Carlito’s Way. Y si se trata de un cinéfilo, seguramente apreciará también contribuciones que vienen de otro continente, como las de Takeshi Kitano y Johnnie To. O las relecturas posmodernas que son la especialidad de Quentin Tarantino. Y en caso de lidiar con un fan de la TV, menciones a Los Soprano y Boardwalk Empire nunca estarán lejos de los labios.
Días atrás los medios más importantes de los Estados Unidos reprodujeron en lugar destacado la noticia de la muerte de Henry Hill. ¿Y a qué debía el señor Hill la notoriedad que le reconocieron de costa a costa, del New York Times al L. A. Times? Al hecho de que inspiró al personaje que Ray Liotta interpreta en Good Fellas.
¿Por qué nos gustan tanto los relatos sobre la Mafia, y hasta sobre las mafias? Más allá de la excelencia individual de algunas películas, hay condimentos que nos atraen al subgénero todo: la acción se da por descontada, pero existe –debe existir– un extra que explique la perennidad de su encanto. ¿Algo que ver, quizá, con el misterio de las organizaciones al margen de la ley, los códigos de honor, la reafirmación de una masculinidad que en otros ámbitos del mundo moderno ha sido mancillada?
La reedición en Argentina de Honrarás a tu padre, el clásico de non fiction de Gay Talese, constituye una buena oportunidad para reevaluar ese atractivo. Publicado originalmente en 1971, Honrarás a tu padre cuenta la historia de Bill Bonanno, hijo de Joseph Bonanno, cabeza de una de las cinco familias neoyorquinas. Aunque la novela de Mario Puzo que dio origen a El Padrino data de 1969, resulta inevitable pensar que Puzo (nacido en 1920 y criado en Hell’s Kitchen) y Talese (nacido en 1932 y criado en la patria chica de los Soprano, Nueva Jersey) compartieron informantes, o al menos las mismas leyendas. Cuando Talese habla del rechazo que Joseph Bona-nno sentía por el tráfico de drogas, o recuerda un consejo dado a su hijo (“Nunca dejes que nadie sepa lo que sientes”) o describe la formación universitaria y militar de Bill, resulta imposible no creer que Puzo se inspiró en los Bonanno para escribir El Padrino. De hecho, Honrarás a tu padre produce un efecto metaliterario, cuando incluye la descripción de Bill leyendo El Padrino y expresando su beneplácito ante el libro.
“Al igual que su hijo –dice Talese–, Joseph Bonanno leía libros sobre el crimen organizado con la misma avidez con que la gente de la industria del espectáculo leía Variety.”
Historias sobre el crimen urbano organizado hubo, y de modo ininterrumpido, desde las primeras décadas del siglo XX hasta el presente: lo que va de Dashiell Hammett a Don Winslow en materia de narrativa, de Howard Hawks a Michael Mann en el cine, de Los intocables (porque las series que glorificaran a los mafiosos estaban prohibidas, pero se alentaba la glorificación del FBI) a Breaking Bad en la TV. Pero existen dos momentos que significaron eclosión, y que siguen siendo aquellos que dieron lugar no sólo a los relatos más populares, sino también a los mejores: la época de la Depresión (década del ’30) y los años ’70.
Golpeado por una crisis económica brutal, el público de los Estados Unidos aplaudía los relatos protagonizados por antihéroes de ascendencia italiana: el Rico Bandello de Little Caesar (1931), el Tony Camonte de la Scarface original (1932). Aun cuando sucumbían al final de la manera más moralista, la gente seguía identificándose con estos marginados del sistema que tomaban el destino en sus manos, aun al precio de malquistarse con la ley. Funcionaba el más elemental principio de proyección: el público aplaudía a aquellos que se animaban a hacer lo que ellos hubiesen deseado, desde que las instituciones –el gobierno, los bancos, la Justicia– los habían traicionado de la manera más abyecta. La popularidad de actores como Edward G. Robinson, James Cagney y Paul Muni se volvió tan grande que se puso en funcionamiento un Código de Producción conocido por el apellido del jefe de los censores, Will H. Hays.
El Código Hays velaba para que todos los relatos confluyesen en la noción de que el crimen no paga. Y nada casualmente estuvo en vigencia hasta 1968. Uno de los golpes mortales que recibió el Código Hays, mostrando hasta qué punto era una herramienta obsoleta, se lo propinó una película de 1967: Bonnie and Clyde, de Arthur Penn. Tan pronto se lo derogó salió a luz La pandilla salvaje de Sam Peckinpah (1969), que reafirmó la posibilidad de mostrar violencia extrema y de poner en el centro de la escena a protagonistas inmorales a los cuales, aunque terminasen mal, nunca se juzgaba. Todo estaba listo para convocar al proscenio a directores con apellidos parientes de Bandello y Camonte. El Padrino es de 1972. Mean Streets, de 1973.
El éxito de Coppola y de Scorsese (que en realidad no fue consagrado hasta Taxi Driver, 1976) no puede ser explicado tan sólo como consecuencia de su propio talento y de la caída del Código Hays. Los ’70 fueron la década sobre la que pesó el dictum de Lennon a la separación de Los Beatles: The Dream is Over (el sueño ha terminado). La era de Watergate, del desastroso final de la aventura vietnamita, de la crisis del petróleo, de los himnos pacifistas reemplazados por la música disco. Tom Wolfe la bautizó The “Me” Decade, la Década del “Yo”, asumiendo el hundimiento del sueño comunitario que tornaba inevitable un sálvese quien pueda.
En ese contexto surgió una camada de autores cinematográficos, una “ola”, que hacía películas sobre personajes librados a su suerte en un mundo hostil: la época de Midnight Cowboy (John Schlesinger, 1969), Five Easy Pieces (Bob Rafelson, 1970), The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Scarecrow (Jerry Schatzberg, 1973) y Badlands (Terence Malick, 1973). Allí ya no quedaban ni rastros de las esperanzas que los ’60 habían engendrado. La actitud de sus protagonistas ante la existencia la resume bien Bobby Dupea, el personaje de Jack Nicholson en Five Easy Pieces, cuando dice: “Viajo mucho, no porque esté buscando algo, en verdad, sino porque escapo de las cosas que se complican si me quedo”.
En este contexto Coppola, Scorsese y un poco más tarde De Palma inscriben sus opus gangsteriles. Los personajes (norte)americanos prototípicos del cine de su tiempo (wasps, white collars) se ven perdidos, sin norte alguno. En cambio, los inmigrantes y sus descendientes, que pasan al frente de las cámaras en El Padrino, Mean Streets y Scarface (1983, que muy sagazmente cambia la nacionalidad del protagonista para volverlo cubano), están llenos de energía, propósito, carisma. Tienen claro que el American Dream se ha hecho trizas, pero como provienen de la necesidad más absoluta, están convencidos de que sacarán provecho de sus fragmentos. ¿Puede atribuirse a la casualidad que estas películas sean tanto más recordadas que las también notables de Rafelson, Bogdanovich y compañía?
El tema de la famiglia suele ser un condimento vital. En el marco de sociedades cada vez más abiertas y de lazos más laxos, el espectáculo de estos personajes jugándose la vida para sostener lealtades (sanguíneas y de las otras) debe haber reconfortado a muchos que desconfían del tiempo que les tocó vivir. En este sentido Honrarás a tu padre es un ejemplo extremo. De acuerdo al relato de Talese, Bill Bonanno fue fiel a su progenitor hasta las últimas consecuencias. Pero su destino avanzó hacia las antípodas de Michael Corleone, otro hijo leal. Bill Bonanno no disfrutó del poder ni de los lujos, más bien vivió perseguido y padeciendo necesidades, ya que el Estado controlaba cada dólar que gastaba. La escena en que marcha a la cárcel y su padre se quiebra en llanto (“Dio ti binidici”, repetía el capo) resulta conmovedora: porque muestra que Joe Bonanno entendía que nada que estuviese por debajo de una bendición divina podía compensar a Bill por el sacrificio que hacía en su nombre.
Algunas de las relaciones familiares que determinan el sino de los mafiosos pueden ser consideradas atávicas (la incestuosa de Tony Camonte / Montana con su hermana, por ejemplo) y, por ende, ser vistas como comentario despectivo sobre la incultura de los inmigrantes. Pero otras –tanto El Padrino como Honrarás a tu padre pueden ser leídas como cartas de amor filial– conmueven a aquellos que sienten nostalgia por las figuras que se ganaban su autoridad con buenas artes. (Ni Puzo, ni Coppola, ni Talese ponen en duda que Vito Corleone y Joe Bonanno se merecían el respeto que inspiraban.) Esta reivindicación del hombre fuerte pero justo no es ajena, con certeza, al éxito del subgénero entre un público mayoritariamente masculino.
Trascendida la frontera familiar, queda de todos modos la pertenencia al grupo que confiere identidad, orden, normas. Hablamos de gente que era nadie (por pobre, pero también por inmigrante o expulsado del sistema) hasta que ingresa al grupo clandestino y deviene alguien. En un mundo de creciente desconfianza hacia las instituciones de toda laya, no sorprende que los relatos que hablan de una organización que verdaderamente protege a sus miembros (siempre y cuando, claro, no saquen los pies del plato y ameriten vendettas) reaseguren a lectores y público. ¿Quién no se lo pensaría dos veces si le ofreciesen ingresar hoy a un club que le asegurase cuidado y progreso eternos? (Cualquiera que atribuya el éxito de ciertas pseudoiglesias a esta necesidad tan humana, está en su derecho.)
Pero además del valor atribuido a la familia y al grupo de pertenencia hay que considerar la seducción que practican las rebeliones. Así como en tiempos de la Depresión o en los ’70, la América del Norte (a la que habría que sumarle a Europa, en este caso) vive hoy un momento de profunda desconfianza respecto de las instituciones democráticas. Ningún gobierno ha sido capaz de castigar a los responsables de la crisis económica. Más bien operan como pretorianos del verdadero poder, al que protegen mientras azuzan a la gente para que se haga cargo de los platos rotos. Con este horizonte, resulta comprensible que las historias del crimen organizado conserven su magnetismo por lo que tienen de herederas de Robin Hood, del bandolerismo, de quitarle a quien nos ha quitado. (Nunca olvido la frase de Brecht que Piglia usó en el arranque de Plata quemada: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”.) Cuando las revoluciones triunfantes que experimentamos de modo vicario transcurren en el pasado distante o en un futuro improbable (Matrix, Star Wars), sirve como reemplazo la historia de algún coetáneo que, al menos durante algún tiempo, haya logrado burlarse del sistema que se ríe a diario de nosotros.
Convendría considerar, también, el perfume de la nostalgia, al que pocos son inmunes. La Mafia per se es símbolo de un tiempo ido. La dimensión de los negocios de que se habla en Gomorra, el libro de Roberto Saviano, es considerable pero palidece al lado del dinero que mueve la especulación financiera, que es el verdadero crimen organizado de hoy. Y por mucho que le adosemos gentilicios (mafia rusa, china, mexicana), está claro que los gangsters de estos tiempos manejan un volumen de negocios discreto, y confinado a los menesteres que el sistema permite porque le interesan poco (la trata, por ejemplo) o porque desea que sigan funcionando así para su propio beneficio, como en la cuestión de la droga.
Parte del mérito de Honrarás a tu padre pasa por la conciencia de este ocaso, que Talese tenía ya en 1971. Son antológicos los fragmentos en que Bill Bonanno reflexiona sobre la hipocresía de la sociedad que lo condena. “Los diarios tenían la fijación de convertir todos los conflictos de la Mafia en ‘guerras’ y, en el caso del New York Times, de asignarle a veces a una ‘guerra’ de la Mafia, que rara vez producía un par de cadáveres por semana, el mismo espacio que le asignaba a la guerra de Vietnam, la cual producía cientos de cadáveres... En los ’60 la Mafia, al igual que el comunismo en los ’50, se había vuelto parte de un falso complejo nacional moldeado por espejos cóncavos que generaban una visión magnificada y distorsionada de todo lo que tenían enfrente, visión que gozaba de amplia credibilidad debido a que satisfacía la extraña necesidad del ciudadano medio norteamericano de contar con relatos grotescos de ruines asesinos que no tenían absolutamente ningún parecido con ellos mismos.”
Esa era la misma necesidad que había llevado a Chester Gould a darle a su Dick Tracy un perfil de hacha, en los ’30, que contrastaba con los rasgos deformes de sus villanos. Sólo que en los ’60 la opinión pública no terminaba de entender que, de acuerdo al mismo código, Nixon se parecía más a Pruneface o Flattop Jones, los malvados hiperrealistas de la historieta de Gould, que a su héroe impoluto; recién lo asumirían en los ’70, a la luz de Watergate.
Talese refleja también la campaña que concluyó en el encarcelamiento de “muchos hombres que debían haber sido enviados más bien a un asilo para ancianos”. Y sin embargo David Hale, el oficial del FBI que había puesto bombas en casa de mafiosos (Joe Bonanno entre ellos), estaba libre, tanto como los soldados que habían perpetrado en Vietnam la masacre de My Lai, diezmando a una población civil y desarmada compuesta en su mayoría por mujeres, niños y viejos. “Era un tiempo enrarecido –dice Talese–, una época en que la nación parecía jalonada por sus dos fuerzas gemelas de violencia y puritanismo, equilibradas por la hipocresía.”
Sobre el final, Bill Bonanno piensa “en la manera tan radical como habían cambiado las cosas en el curso de su propia vida”. Había nacido en la época de la prohibición, pero ahora “el licor no sólo era legal y aceptable, sino que era una fuente importante de recursos para el Estado”, que a esa altura consideraba también entrar en el negocio del juego y las apuestas. “Estaban patrocinando precisamente las mismas cosas que hace poco aborrecían”, dice Talese. Y apunta que semejante hipocresía le dificultó a Bill Bonanno explicarles a sus hijos por qué lo iban a encerrar cuatro años en prisión. Tal vez haya sido el mismo respeto primal que le impedía cuestionar a su padre lo que le dificultó criticar a su país.
Bonanno y Talese entendían que la Mafia de las leyendas había dejado de existir. (Certeza que transmite con economía dramática la película Donnie Brasco, de Mike Newell.) Lo cual no significaba, por cierto, que el crimen organizado hubiese desaparecido. Tan sólo había marchado por el camino vaticinado por Michael Corleone y corporizado por Max Bercovicz en la inolvidable Erase una vez en América de Sergio Leone: la prolongación de las operaciones de enriquecimiento desmedido, sólo que ahora dentro del marco amplio y permisivo de lo legal.
El reportero estrella de la Rolling Stone, Matt Taibbi, tituló días atrás un artículo de la siguiente manera: La estafa que Wall Street aprendió de la Mafia. Y comentando el resultado de un juicio histórico, que involucra no a un banco corrupto sino a muchos (entre ellos el mismísimo Bank of America), sostiene: “El caso permitió a los fiscales difundir por vez primera los asombrosos vericuetos del actual sindicato del crimen de América, que opera no en Little Italy ni en Las Vegas sino en Wall Street”.
Los tiempos han cambiado. Por eso los gangsters actuales, tanto los de las pelis de Tarantino como las de Guy Ritchie y sus discípulos, suelen ser más bien tontos, de poca monta y más proclives a la comedia que al drama.
Algunas de las condiciones (la interminable crisis económica, que como en los ’30 pagan tan sólo los trabajadores, las clases bajas y los jóvenes) hacen pensar que no sería improbable el surgimiento de una nueva camada de relatos sobre el crimen organizado, tan brillante como lo fueron aquellos de la Depresión y de los ’70. Es obvio que al menos Hollywood, siempre atento a los humores de su público, no deja de intentarlo. En los próximos meses se estrenarán Lawless, de John Hillcoat, sobre tres hermanos que contrabandean licor durante la prohibición, y Gangster Squad, de Ruben Fleischer, donde Sean Penn hace del mafioso Mickey Cohen. Tom Hardy interpretará a Al Capone en Cicero, una trilogía que prepara David Yates. Pero está por verse si estas películas, más allá de su excelencia individual, conectarán con el zeitgeist, el espíritu de estos tiempos.
Todo indica, más bien, que como ocurre hoy en tantos otros rubros, lo nuevo y significativo vendrá de otros odres, nada habituales. Las películas de gangsters del francés Jacques Audiard (Sur mes lèvres, De battre mon coeur s’est arrêté, Un prophète) son infinitamente superiores a cualquier cosa que Hollywood haya hecho sobre el tema en años. Como lo es Gomorra, la adaptación del libro de Saviano hecha por Matteo Garrone. Y por cierto como lo son Ciudad de Dios, Amores perros, Nueve reinas y La sangre brota, por mencionar algunas de las películas hechas en Latinoamérica.
Lo mismo podría decirse en materia de narrativa. Ahora que el cetro del policial ha sido arrancado de manos de sus creadores por un arcoiris de suecos y noruegos, pocos relatos de lo que ocurre en los márgenes de la sociedad tienen la potencia y la originalidad de los escritos por Leonardo Oyola (Santería, Sacrificio, Gólgota, Chamamé) y el non fiction que practican Cristian Alarcón (Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, Si me querés quereme transa) y los periodistas que publican en Cosecha Roja (cosecharoja.fnpi.org), la página web que difunde los textos de especialistas latinoamericanos en el tema.
Los relatos de gangsters de USA sólo pueden mirar hacia el pasado, porque los gangsters de hoy dirigen bancos y entidades financieras, tienden a ser personajes menos coloridos que Capone y nunca ven de cerca la violencia que sus decisiones engendran. Los mafiosos históricos tenían la decencia, al menos, de mirar a los ojos a alguna de sus víctimas.
Si llega a fruición lo que podríamos denominar una Tercera Edad de Oro del Relato sobre el Crimen Organizado, seguramente se desplazará de su epicentro tradicional para florecer entre nosotros. Porque aunque muchos artistas todavía se nieguen a asumirlo, Argentina en particular, y Latinoamérica en general, ofrecen a diario un material dramático por el que narradores norteamericanos y europeos matarían, con tal de tenerlo al alcance de su inspiración. ¿O no contamos acaso con los gangsters más coloridos: poderosos como Pablo Escobar, siniestros como el sicario Popeye, profesionales como los que robaron millones del Banco Río de Acassusso y dejaron como souvenir un mensaje (“En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores”) y hasta simpáticos y populistas como el Frente Vital, que robó un camión de La Serenísima para repartir yogures en la villa, fue fusilado por la Bonaerense y hoy es un santo para los pibes que viven en la selva?
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