Domingo, 8 de julio de 2012 | Hoy
CINE > UN BALANCE DE LAS PELíCULAS EUROPEAS DE WOODY ALLEN
El éxito que está teniendo A Roma con amor en los cines argentinos corona el inesperado éxito que reconquistó Woody Allen hace siete años cuando dejó EE.UU. y se fue a filmar a Europa. Después de siete películas en Londres, Barcelona, París y Roma, Allen emprende su regreso a América. Por eso, Radar hace un balance de estos años de misantropía, comedia y desesperanza.
Por Juan Ignacio Boido
¿Qué llevó a Woody Allen a emprender su tour europeo, más allá de los generosos permisos, locaciones y financiaciones que ciudades como Londres, París, Barcelona y Roma le ofrecían? Después del 11-S Nueva York se fue volviendo una ciudad tensa, paranoica, poco proclive a la broma, de un nacionalismo solemne, un escenario que hubiera hecho de los personajes de Allen especímenes superfluos e incómodos, como plantas frívolas en una selva. Intentó algunas películas, pero todas parecían desfasadas, ligeramente corridas hacia el pasado. Es una pena que no haya hecho grandes chistes con el terrorismo. Pero tampoco los hizo con dejar a su mujer y terminar casado con su hija adoptiva. En cambio, optó por darle con gracia la espalda a la realidad e irse de vacaciones.
Durante casi una década, Europa le ofreció los escenarios más sosegados de sus viejas películas y ricos menos frenéticos para visitar a Hitchcock y desplegar sus historias morales (Match Point, El sueño de Cassandra, Scoop), destilar su misantropía (Conocerás al hombre de tus sueños), hasta divertirse con sus fantasías sexuales con el star system (el ménage à trois con Penélope Cruz y Scarlett Johansson parece el único motivo para filmar y ver Vicky Cristina Barcelona) y reírse un poco del mito del artista emigrado en busca de inspiración (Medianoche en París).
Ahora la gira termina en Roma. Es una lástima que A Roma con amor haya perdido en el camino su título original, Bop Decamerón. ¿Qué es el Decamerón sino los cuentos que se cuentan los ricos mientras afuera la peste arrasa con todo? Aquel título también encerraba las referencias al ritmo vertiginoso y asincopado del jazz de los ’50 y al cine italiano que, secretamente, debajo de Bergman, Allen parece adorar. Ya había filmado una remake bastante libre de Los desconocidos de siempre de Mario Monicelli con Ladrones de medio pelo. Ahora volvió a filmar una de esas películas de varias historias y episodios, tan caras al cine italiano. Más de una vez, Allen expresó su gusto por esas películas como Los Monstruos y Los Nuevos Monstruos, pero “lo que no funciona es reunir a siete grandes directores para representar los siete pecados capitales o juntar en Boccaccio ’70 a Fellini, Visconti, De Sica y Monicelli para filmar cuatro brillantes historias italianas en torno del sexo adaptadas del Decamerón”. Quizá la cita hubiese sido un exceso para una película ligera que se burla de las dudosas citas culturales de los norteamericanos. Quizá no.
Si Medianoche en París dejó claro que no hay mucho que aprender del pasado, que la melancolía es la condición del artista y del emigrado, y que no por eso hay que sucumbir a la nostalgia, A Roma con amor esquiva moverse entre ruinas en la ciudad de las ruinas. Quizás haya una sombra de Daisy Miller de Henry James, el gran emigrado, en el comienzo: 150 años después, otra inocente norteamericana, buscando en su mapa alguna Piazza histórica, sucumbe a los encantos de otro joven italiano. Pero lejos de la suite moral de James, su película es ácida y soleada como una naranja. Penélope Cruz está infartante en su vestidito rojo dando clases de sexo a un recién casado. Woody Allen hace de Woody Allen: aunque sus chistes de aviones, después de las Torres Gemelas y los kamikazes islámicos, suenen viejos, siguen siendo buenos (“Odio las turbulencias, soy ateo”), tiene otros mucho más actuales (“Te casaste con un genio. Tengo un IQ de 160”, le dice a su mujer. “Estás pensando en euros; en dólares es mucho menos”, le responde ella) y encarna con la gracia de siempre a un artista que planea obras incluso absurdas para evitar la jubilación. El episodio del tenor que sólo puede cantar en la ducha podría estar en una película de Nanni Moretti. Y el de Benigni (¿dónde estaba Nanni Moretti cuando se lo necesitaba?) es un réquiem ridículo a la Via Veneto de Fellini: ¿qué es la fama hoy sino puro reality? Pero es Alec Baldwin, un arquitecto que desiste de visitar las ruinas romanas con su mujer y sus amigos para perderse, en cambio, por el laberinto empedrado del Trastevere en busca de la casa donde vivió un año durante su juventud, el que da cuerpo a la liviana profundidad de la película: en busca de los fantasmas de su pasado, se convierte él mismo en la voz de la conciencia de un joven como fue él. Nadie aprende sino a través de la experiencia. Las ruinas de fondo lo atestiguan. Roma es la ciudad eterna: si en París una calle es un pasaje a otro tiempo, Roma contiene todos los tiempos. Es leve e imperceptible el modo en que el tiempo se disuelve en la película: una historia parece transcurrir en una tarde, la otra atraviesa varias días y otra necesitaría, en otra película, meses. Como en el Decamerón, éstos son apenas unos cuentos mientras tanto. Por más que haya cambiado el título, por más que no dure diez días ni sean cien novelas, ahí están, en la primera escena y en la última, el Proemio y la Conclusión de Boccaccio livianamente reescritos a la cámara.
Roma será eterna, pero el tiempo pasa y nosotros también. Dino Risi, hablando sobre eso, sobre los cambios en el mundo durante los 14 años entre I Mostri e I Nuovi Mostri, dijo: “Mi antigua película era sobre todo un espejo de la sociedad de entonces. En aquella época los monstruos eran bastante cómodos. La monstruosidad no era ni difusa ni violenta como hoy. Mientras pensábamos en los episodios de la nueva película, nos dimos cuenta de que la realidad sobrepasaba la imaginación. Leíamos el periódico, veíamos los noticieros y observábamos monstruosidades mucho mayores que las que tratábamos de presentar. En la primera película se podía hacer una deformación de costumbres italianas de entonces. Hoy no sólo la monstruosidad es general, sino que cotidianamente se presenta como un hecho natural. Sólo es necesario poner la cámara en la esquina”.
Exactamente ahí es donde empieza y termina A Roma con amor: en una esquina. Con alguien hablando a cámara, contando la película, prometiéndole más a quien vuelva.
Después de siete años y siete películas, Allen es un hombre que viaja con la amargura que le dejaron sus bromas. Una amargura que ya ni siquiera parece angustia. Europa le permitió pasearla. Ahora, a los 76 años, vuelve a casa. Antes de Manhattan, lo espera San Francisco. En las calles de esa ciudad Hitchcock filmó, a los 77 años, su última película. Veremos qué hace Woody Allen en sus esquinas.
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