William Burroughs lo bendijo como el Pontífice de la Basura. La prensa lo coronó el Rey de la Mugre. Pero sus dominios también se extienden a la sordidez, el asco, el vómito y la sorna. Entró en la historia del cine por una escena en la que una travesti se come literalmente un sorete de perro. Y él mismo considera que el núcleo duro de su público consiste en minorías que ni siquiera pueden encajar en sus propias minorías. Sin embargo, John Waters ya trascendió las fronteras de su imperio: el humor que pregonó con el ejemplo a fines de los ’60 y comienzos de los ’70 reina hoy en el cine y la televisión norteamericanos, que el mundo consume con devoción. Retirado por ahora de la dirección desde hace casi una década y poco conforme con su descendencia, publica Mis modelos de conducta, un libro en el que repasa su relación con todas esas figuras a las que admiró y en las que se inspiró para llegar a ser quien es. Desde su casa de veraneo en Massachusetts, Waters charló con Radar de todos estos años de mierda, ironía y admiración... Y también de la Coca Sarli, y de Gaspar Noé, y de sus amigos en el Clan Manson, y del reiterado entierro de la ironía y de sus mil resurrecciones.
› Por Mariano Kairuz
“En este momento no estoy en mi oficina sino en la playa”, dice John Waters del otro lado del teléfono, y por más que uno sepa que se refiere a que no está en su adorada Baltimore sino en su casa veraniega en Provincetown, Massachusetts, es casi imposible no imaginárselo teléfono en mano, sentado con elegancia y correctísima postura, de impecable traje y zapatos en una silla plegable sobre la arena. Tal vez un efecto de la pulcrísima imagen pública que ha cultivado este amante culto y educado y excelso de la mierda, dedicado defensor de lo que otros llaman mal gusto, alguna vez bautizado por William Burroughs como el Pontífice de la Basura, también conocido como el Príncipe del Vómito y el Rey de la Mugre y el Sultán de la Sordidez, que ha llevado su larga cruzada con más clase que nadie en el mundo, desde sus primeras películas –hace más de 45 años– hasta el que por ahora es su último libro, Role Models, que la editorial Caja Negra acaba de editar con el título Mis modelos de conducta.
De forma oblicua, a través de la decena de capítulos que componen su libro –que ya se consigue, pero tendrá una presentación formal en septiembre, acompañada por la proyección de varias películas de su autoría en el Malba–, Waters despliega una suerte de autobiografía, que se va armando a través del retrato de varios de esos personajes por los que el cineasta declara una fascinación absoluta, a veces como un desvergonzado fan adolescente, o confesando que les ha robado algún detalle (o que cambiaría de lugar con ellos sin dudarlo), y a quienes en varios casos, al conocerlos en persona, se revelaron fatal y casi inevitablemente como sus opuestos. De esto, de sus modelos de conducta, de estas vidas bizarramente “ejemplares”, se dispone a hablar desde de su casa de verano cuando invita a preguntarle lo que sea. “Adelante. Soy bastante difícil de ofender.”
Entre largas consideraciones sobre las carreras de sus ídolos musicales Johnny Mathis y Little Richard (y comentarios más breves pero igualmente alucinados sobre Bobby “Boris” Pickett, autor de un único pero esencial éxito, “The Monster Mash”), relatos de cómo Tennessee Williams “salvó mi vida”, recomendaciones de libros difícilmente canonizados por la academia, exhibiciones de un inesperado talento para la interpretación de las obras pictóricas más radicales (como las de su favorito Cy Twombly), un extenso alegato por la liberación de una de las ex chicas Manson, y un sentido tributo a dos dedicados creadores del porno más marginal, Waters va haciendo menciones a veces fugaces, pero siempre significativas sobre lugares y personajes de Baltimore –la ciudad en la que se crió y que sirvió de escenario a sus películas y a su pandilla de descastados amigos–-, así como a sus padres. Como cuando cuenta que era nada menos que su madre quien, aunque no terminara de entender los intereses de su hijo, lo llevaba en auto hasta las puertas de esos bares semilegales y un poco sórdidos a los que el futuro director –todavía menor de edad– no podía entrar, pero donde “al menos”, le decía la señora Waters, “podrías conocer gente con la que te llevarías bien”.
“Siempre tuve el apoyo de mis padres”, le cuenta Waters a Radar. “Aunque eran dos personas muy conservadoras, republicanos de Baltimore, y no entendieran qué estaba tratando de hacer con mis películas, no dejaron de acompañarme. Nunca tuvieron problema con que fuera gay o llevara uno de mis novios a casa: hasta le lavaban el auto a mi padre. ¡Lo que temían era que pudiera hacer algo mucho peor que eso! Desde el jardín de infantes creyeron que yo era un delincuente en potencia. Cuando era muy pequeño ya volvía a casa del jardín diciendo que había un chico muy raro en la sala que sólo dibujaba con crayones negros; lo que no les decía es que ese chico era yo: supongo que yo estaba creando ya mi propio personaje, y no recuerdo que eso haya sido traumático ni nada por el estilo. Las películas que hacía a fines de los ’60 y principios de los ’70 no eran para mis padres, pero creo que ellos estaban suficientemente contentos de que yo hubiera conseguido hacer una carrera de esto.”
Y esto, viene a ser la obra que creó junto a su pandilla de impresentables amigos de Baltimore, devenido en troupe artística, los Dreamlanders, un reparto de intérpretes a los que la palabra under les quedaba bien corta, como Mink Stole, Edith Massey, David Lochary, Mary Vivian Pearce y, por supuesto, Divine, la estrella protagonista de la que se propuso ser la escena más asquerosa de la historia del cine, al meterse en la boca –en cámara, sin trucos– un sorete de perro recién depositado en la vereda. Es decir, la escena final de la que hoy, a exactamente cuarenta años de su estreno, es la mayor película de culto de John Waters, Pink Flamingos: una oda a la mugre, el goce y la decadencia, filmada por no más de 10 mil dólares y con un argumento bastante indescriptible en el que se apelotonan secuestradores, violadores, traficantes de bebés, corruptores de menores y fetichistas de toda laya, que compiten por el voltaje de sus aberraciones. Esta y sus otras películas de aquellos años (Mondo Trasho, Multiple Maniacs, Female Trouble, Desperate Living, todas realizadas entre 1969 y 1977) eran, recuerda Waters, “films de arte, que se daban no en salas comerciales, ni en los autocines, sino en las salas de arte y ensayo, y eran vistas por gente educada y en general de clase alta. No eran entretenimientos populares”. Alguna vez, a principios de los ’80, mientras daba un taller en la cárcel, tuvo oportunidad de exponerlas a otros públicos, que las criticaba por las salvajadas que aparecían en ellas. “Y esto me lo decían los presos, violadores y convictos con penas por doble homicidio”, dice y se ríe Waters.
En “Johnny y yo”, el capítulo con que abre Mis modelos de conducta, Waters se interroga sobre la naturaleza de la relación que uno mantiene con sus ídolos. “Desearía ser Johnny Mathis”, escribe. “Tan mainstream. Tan popular. Tan poco irónico y, sin embargo, perfecto. Celestial, cálido. La leyenda de la que nunca oyes nada, a la que nunca ves en la alfombra roja, de la que nunca lees en las columnas de chismes. Tremendamente exitoso, pero prácticamente invisible.” Y se pregunta: “¿Será que Johnny Mathis es mi polo opuesto? Un hombre cuyo disco Greatest Hits estuvo en el ranking de Billboard por 490 semanas consecutivas. En contraposición a mí, un cineasta de culto cuyo núcleo de público consiste –sin importar cuántas veces me haya cambiado de bando– en minorías que ni siquiera pueden encajar en sus propias minorías. ¿Acaso idolatramos secretamente a nuestros opuestos imaginados, anhelando convertirnos en los modelos de conducta de otros porque sabemos que nunca podríamos serlo para nosotros mismos?”.
Waters consigue, en algunas de las charlas que mantiene con sus opuestos imaginados, alguna que otra revelación contundente, como cuando Mathis, que empezó su carrera cantando en bares blancos de San Francisco y todavía hace delirar a esas hordas de señoras “en jogging”, le confiesa que en realidad hubiera querido ser Miles Davis. Que lo avergonzaba estar al lado de las leyendas de jazz por haberse hecho millonario a los 20 cantando canciones románticas. Que su “modelo de conducta” fue Lena Horne. Pero el verdadero centro de los encuentros de Waters con sus role models termina siendo él mismo: utiliza el relato de su entrevista con Mathis como pretexto para hablar de sí mismo, de quiénes fueron sus modelos de conducta antes de Mathis o de Little Richard (a quien luego le robó su esmerado bigote anchoíta), como por ejemplo Margaret Hamilton, la actriz que hizo de la Bruja Mala del Oeste en El Mago de Oz. O para comentar la obsesión de la prensa por la sexualidad de las estrellas (“Con Gus van Sant siempre bromeamos acerca de que la prensa dice que somos ‘abiertamente’ gays. ¿Qué significa eso? Suena como si llegásemos a una avant première gritando: ‘Ey, Mary, ¿tienes algún disco de Judy Garland?’”), o sus creencias políticas o religiosas. Cuando encuentra, en la casa de Mathis, una foto orgullosamente exhibida en la que el cantante aparece junto a George H.W. Bush, se pregunta qué pensaría mucha gente de él si viera las cosas que tiene en su casa, como el encendedor en forma de crucifijo, la manopla de metal al lado de su cama “por si acaso”, los letreros de “Se busca” de la organización Baader-Meinhof, sus fotos pornográficas, su libro sobre Carlos El Chacal (que “ojalá estuviera dedicado por el propio Carlos”), o su colección de espantosas muñecas rusas de Bin Laden contrabandeadas por un amigo poco después del 11-S. Su capítulo sobre los “Héroes de Baltimore” le da un pretexto para contar su largamente cultivada pasión por los bares, no siempre pulcros y a veces más bien peligrosos, de su ciudad. Sus páginas consagradas a su diseñadora de moda favorita, Rei Kawakubo, que hace alta costura con ropa que puede parecer sacada de la basura, o camisas que parecen manchadas de semen, hablan de una manera de pararse ante el mundo: esencialmente con estilo. Sus entrevistas a dos realizadores porno lumpenizados le dan pie para despacharse sobre su personal preferencia por hombres a los que llama “heterosexuales flexibles” (como los marines, que se dejan sodomizar en los videos de Bobby García, uno de sus “modelos de conducta”) por sobre otros gays. Expuestos con orgullo y verdadera devoción, sus obsesiones y fanatismos van dando forma al retrato más completo y auténtico posible del auteur de la película del sorete canino.
Waters escribe sobre sus ídolos con enorme gracia, y sobre lo que no le gusta lo hace con encantadora malicia; pero lo más notable, quizá lo más interesante de un libro que llega cuando ya lleva toda una vida forjando su icónica imagen de Terrorista del Gusto, es que una y otra vez vuelve sobre una noción central: la del fin de la ironía. Sin renegar jamás de su fascinación casi adolescente por personajes marginales y criminales violentos, expone en un par de capítulos el lado B, la contracara ingrata de esas vidas oscuras que tanto ha celebrado. En especial, en los dedicados a su amiga Leslie van Houten, la chica que fue miembro del clan Manson y que lleva 40 años cumpliendo condena por su participación en el asesinato del matrimonio LaBianca, y a Lady Zorro, la stripper lesbiana del “infame” distrito rojo de Baltimore, a quien declara una de sus mayores fuentes de inspiración. Alguna vez, Waters –quien en su momento atravesó el país para asistir en persona a los juicios de Charles Manson y sus seguidores– parodió los crímenes cometidos por la “Familia” en sus películas Multiple Maniacs y dedicó Pink Flamingos a las Manson Girls. La década del ’60 estaba llegando a su fin, y había algo en la imagen de esos muchachos y esas chicas del clan, hermosos todos y todas, en la que se sentía reflejado, él mismo y su grupo de amigos. “Los veía y pensaba: son como nosotros, ¡sólo que ellos matan gente y nosotros hacemos películas!”, dice, eufórico, como si conservara aún perfectamente vívida aquella impresión. Pero tras conocer a Leslie por un encargo periodístico, y entablar una amistad que ya lleva décadas, después de haber abogado activamente por su liberación (no porque no la considere culpable sino porque la considera hace largo tiempo arrepentida, rehabilitada y castigada) y, en especial, después de haber conocido a los familiares de las víctimas de sus crímenes, Waters ha encontrado otra perspectiva sobre todo el asunto. “De cierta manera me he disculpado por mis chistes sobre los crímenes. Cuando hice Pink Flamingos recién venía, literalmente, de los juicios a la familia Manson, y solía tratar todo el asunto de un modo algo jocoso. Pero luego conocí a los parientes de las víctimas y vi su sufrimiento, y también entendí el horror de la gente a la que le habían lavado el cerebro, que se había unido al culto y que 40 años después vive el recuerdo de sus crímenes como una enorme miseria, con tristeza y vergüenza. Sé que Leslie hoy asume totalmente su responsabilidad; como ella dice, si no hubiera habido seguidores, no hubiera habido culto.”
Un tipo de reflexión similar sobre estos polémicos ¿modelos de conducta? expone Waters cuando entrevista a Eileen, la hija de Lady Zorro. Víctima de una historia de abuso y abandono, Eileen ofrece sus recuerdos de infancia y adolescencia, dice Waters, “con algún enojo, casi divertida por los recuerdos de situaciones inapropiadas que le parecían tan normales en su momento”. Y luego escribe: “Mientras comenzaba a sentirme mal conmigo mismo por haberle tenido tanto aprecio a Zorro durante años, me doy cuenta, en su defensa, de que supongo que las madres lesbianas tienen el mismo derecho a ser malas madres que las hétero”. Por comentarios como éste, Waters y su libro Role Models fueron duramente fustigados por el crítico de The Guardian, Adam Mars Jones, en una página bastante furibunda que acusa al cineasta y escritor de ser un narcisista desvergonzado e irresponsable. “La obvia inadecuación del punto de vista de Waters consiste en que él cree que cosas tales como el abuso, la adicción y la psicosis son divertidas. Los dañados intérpretes que le dieron vitalidad a sus primeros films saben que no es así. Los padres de Waters habrán sido convencionales, pero le brindaron su apoyo. Desde su protegida posición, el desorden puede parecer liberador, y la supervivencia nunca está amenazada. Cualquiera que pueda decir que ‘todos los chicos de madres locas aprenden a observar la manera en que fueron criadas con cierto perplejo desapego’ se merece un cachetazo, por lo menos mi cachetazo.”
Pero si es cierto que Waters parece ensayar una reivindicación de los excesos de Zorro porque, después de todo, y a pesar de haber tenido que convertirse en la adulta de la casa, engañando a maestros y servicios sociales, antes de los 11, Eileen salió adelante y es, a juzgar por su entrevista, una persona sensible e inteligente que no le guarda mucho rencor a quien debería haber cuidado más de ella, el Pontífice de la Basura se encuentra preguntándose si aquellas anormalidades que son tan divertidas de ver en la pantalla no serán más bien jodidas en la vida cotidiana de quienes las padecen de verdad. “¿Puede alguna vez traer algún tipo de felicidad vivir en una película de John Waters real?”
Pero no hay cinismo en sus palabras, argumenta Waters. “Mis modelos de conducta es un libro libre de ironía”, dice. “De eso trataba mi película Pecker, a eso se refería el protagonista cuando al final brindaba ‘por el fin de la ironía’, y en este libro toda la gente de la que hablo es gente a la que admiro de verdad, gente que ha tenido vidas mucho más extremas que la mía. Cuando elijo a Johnny Mathis, que ha sido y es un cantante muy popular para la gente del interior de Norteamérica, a quienes muchas mujeres han encontrado increíblemente encantador, no lo estoy eligiendo con ironía, no me estoy burlando de él, sino que creo de verdad que es un personaje que ha hecho algo muy extremo, realmente valiente.”
¿Se ha perdido la ironía en la cultura norteamericana?
–La ironía para mí es un lujo de los ricos. Si sos realmente pobre o tenés hambre, no podés creés que nada es tan malo que es bueno. Si sos muy pobre, la ironía es un concepto que no tiene ningún significado. Siempre lamenté que mis películas no tuvieran éxito entre el público de los cines de explotación, los cines populares, pero yo he sido un auténtico dealer de ironía, trafiqué ironía como quien trafica drogas. Sin embargo, creo que la ironía está perfectamente viva en Norteamérica. El tipo de humor que yo solía hacer en mis primeras películas está hoy en cada programa de televisión, es el gusto americano, es lo que exportamos. Está en las comedias escatológicas, está en todos lados, ya no es más under. La ironía sigue siendo algo muy grande en Estados Unidos, y es parte de muchas cosas que no me gustan para nada, como los reality shows. No es el shock value, el potencial de shock que buscábamos en las películas lo que los anima, sino que son programas shockeantes y estúpidos. Es shockeante porque intenta que la gente se sienta superior a los temas que trata, pero en realidad no los hace superiores, porque están hechos por gente que gana dinero por hacerle perder su tiempo al público. Respeto el deseo de ser escandalosos de algunos films, pero a muchos films actuales se les nota demasiado el esfuerzo: para escandalizar tienen que ser ingeniosos y tratar de cambiar un poco las cosas como queríamos nosotros, no shockear por shockear, que es algo muy fácil de hacer. Creo que Gaspar Noé y Lars von Trier lo hacen muy bien; son cineastas radicales a los que respeto mucho, que hacen lo que tratábamos de hacer nosotros con películas como Pink Flamingos, con la que creo que hemos abierto algún camino.
Hoy, a los 66 años, ocho después de su última película, Waters se declara fan de Sacha Baron Cohen (Brüno le parece mejor que Borat, afirma en contra de la opinión de casi toda la crítica), dice que le gustan los films de los Farrelly, que disfrutó mucho las dos ¿Qué pasó ayer?, y no duda en declarar su admiración por lo que han logrado Johnny Knoxville y su banda con Jackass 3D: “Juntar a padres e hijos heterosexuales en las butacas de los cines de los shoppings para ver cómo estos muchachos, que también son heterosexuales, se meten cosas en el culo y se cagan de risa”. Un par de años después de su último film como director (Adictos al sexo, con Knoxville) llegó a los cines el mayor éxito comercial del Rey de la Basura: una adaptación musical de film de 1988, Hairspray. Sin embargo, no ha vuelto a filmar. ¿Qué hace falta para que Waters vuelva al cine? “No aparece nadie para financiar nuevas películas. El cine independiente ha cambiado, han desaparecido las películas medianas, y yo ya no puedo filmar películas por medio millón de dólares, ni tampoco hago producciones de 70 millones. Pero no es algo que me produzca ansiedad, al menos mientras encuentre algún medio para seguir contando historias, no me importa tanto cuál sea. Sigo haciendo muchas presentaciones en vivo este año, y mi libro, Mis modelos de conducta, ha sido un best-seller. Así que tengo un plan B y C, D, E, y F...”.
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