Domingo, 7 de octubre de 2012 | Hoy
A menos de un año de la muerte de Luis Alberto Spinetta, una muestra tan inesperada como bienvenida lo homenajeará de una manera extraordinaria: curada por su gran amigo y fotógrafo Eduardo “Dylan” Martí, montada por Alejandro Ros, con la colaboración de toda la familia y exhibiendo una selección de fotos inéditas, bocetos, imágenes de tapas alternativas, dibujos que revelan un insospechado dibujante, páginas de sus cuadernos y letras manuscritas. A días de la inauguración en la Biblioteca Nacional, el mismo Dylan, Renata Schussheim y Rodolfo García aceptaron hablar de esas fotos increíbles que ayudaron a forjar el imaginario único de Spinetta. Además, habrá charlas, conciertos y películas.
Por Martín Pérez
Un tacho de basura en la cabeza. Una máquina de flit en las manos. Una toalla atada a la cintura. Sentado en una silla ante la ventana, el modelo de la foto parece estar mirando a través del vidrio. Viste sólo un chaleco, la remera ausente se puede descubrir debajo del tacho de basura que hace las veces de sombrero y, sobre su torso desnudo, una pequeña cruz cuelga de su cuello. Ningún detalle es extraordinario, sino que son más bien mundanos, aunque intercambiados, fuera de lugar. Pero hay algo en la actitud, en la mirada o simplemente en la luz, que permite que no se perciban inmediatamente los detalles específicos, sino que gane el conjunto.
“Es como un faraón, pero del tercer mundo”, imagina Eduardo “Dylan” Martí, amigo personal y gran fotógrafo de Luis Alberto Spinetta, autor de más de una foto iconográfica de su carrera, como ésta, que –precisa– fue tomada en un hotel de Santa Fe, en la época de Invisible. “La hicimos un amanecer –recuerda Dylan–. Estábamos ahí, pelotudeando en nuestras habitaciones, cuando descubrimos un carrito de limpieza abandonado y no tuvimos mejor ocurrencia de que Luis se vistiera con todas esas cosas.”
Ante la pregunta sobre si esa extraña puesta en escena respondía a una búsqueda estética determinada, Martí se encoge de hombros y sonríe. “No había idea de nada”, confiesa. Una respuesta que también abarca otras fotos grupales de la misma época, con los tres integrantes del grupo disfrazados y en poses siempre sugerentes. “No había concepto. Nos divertíamos haciendo esas cosas. Buscábamos crear un clima onírico, que no fuesen fotos de tres tipos parados ahí nomás. Si terminaba transmitiendo locura, por lo menos transmitía algo.”
De todas las fotos que Eduardo Martí le sacó a su amigo Luis, asegura que la que más le gusta es la de aquella madrugada en Santa Fe. “Es mortal”, dice ahora, admirándola por enésima vez, abriendo el catálogo de Los libros de la buena memoria, título elegido para la inminente muestra sobre vida y obra de Luis Alberto Spinetta –cuando aún no se ha cumplido un año de su fallecimiento– que Martí reunió para la Biblioteca Nacional, a pedido de Horacio González. “Fue Horacio el que dio el puntapié inicial y me convocó a ver si yo me animaba a llevar esto adelante”, cuenta Martí, que puso una condición indeclinable: que la familia Spinetta estuviese de acuerdo. “Lo estuvieron porque, como me sucedió a mí, les pareció el ámbito apropiado. Por lo que representa la Biblioteca Nacional y por el hecho de que va a ser con entrada libre y gratuita. Porque nadie está especulando económicamente con esto, sino que lo estamos haciendo para que quede en la memoria.”
Además de fotógrafo, Eduardo Martí es músico. Lo ha sido toda su vida, explica, aunque nunca haya vivido de eso. Actualmente ensaya con regularidad al frente de un cuarteto que incluye a su hijo Lucas en batería, Theo Lafleur en bajo y Agustín Comotto en guitarra. “Los chicos me están haciendo la gamba”, explica con una sonrisa Eduardo, que tiene al menos un disco para testimoniar su música, al frente del trío Pacífico. Bautizado La bella época (1972) y originalmente editado por Trova, casi una década atrás fue milagrosamente reeditado en CD por el sello artesanal Viajero Inmóvil. Entre los invitados figuran Emilio Del Guercio, Rodolfo García y Héctor Starc. Pero no aparece el nombre de Spinetta, al que Martí conoció recién un año más tarde, ya en la época de Invisible. “Me lo presentó Machi, al que había conocido a través de Black Amaya”, precisa.
Nacido y criado en Mataderos, hijo de un técnico textil, Eduardo explica que se ganó su apodo exactamente por eso que se puede suponer: haber sido fanático de Dylan desde su más tierna edad. “A todos les empezó a quedar cómodo llamarme así, y yo los dejo”, explica con una sonrisa. Asegura deber su pasión por la música a ciertos vecinos del barrio que pusieron a su disposición un menú variado de opciones, que incluían desde Dion hasta Chico Buarque y Joao Gilberto. En los bailes que un tal Antonio Barrios organizaba en Vélez, asegura haber visto a todos los grupos que sentaron los cimientos del rock local. Por allí pasaron Los Shakers, Kano y Los Bulldogs, Los Mockers y Los Gatos Salvajes, enumera Martí sin esforzarse. Paralelamente a su inmersión en el ámbito del rock local, intentando suerte con Pacífico, al que formó en la segunda mitad de los ’60, su curiosidad lo llevó a seguir unos cursos en el Fotoclub Buenos Aires. Cuando Martí conoció a Spinetta, trabajaba en el laboratorio de fotografía de la Editorial Abril, revelando y copiando fotos. “Así como por entonces no era común que los músicos tuviesen un buen instrumento, tampoco era tan común que alguien tuviese una cámara de fotos”, explica Eduardo, que se reunió con Spinetta por primera vez para hacer unas fotos de Invisible.
“Lo que pensaba entonces de Spinetta es lo mismo que pienso ahora, que era un genio”, asegura Martí, que no duda en señalar que la aparición de Almendra marcó un salto cualitativo en la música del rock nacional. Resulta difícil hacerlo hablar de su relación con Spinetta desde otro ámbito que no sea el de subrayar la importancia de su legado musical. O la tristeza por su ausencia. “Luis para mí nunca fue un personaje inalcanzable, nuestros hijos se criaron juntos, estar con él para mí era algo natural. Por eso es que, si me preguntás, no lo extraño como artista. Porque ahí están sus discos. Cada vez que lo querés escuchar, podés hacerlos sonar. Pero lo que más extraño es al amigo. Ahí sí que su ausencia no tiene remedio, es algo irreemplazable.”
Aclara Martí que ésta no fue la primera convocatoria que le hicieron para embarcarse en un proyecto que rescate la figura de su amigo. Pero sí que le pareció el primero en el que valía la pena embarcarse. Porque, explica, “la Biblioteca Nacional es un ámbito donde muchos sentimos que Luis debía estar representado”. Y ese plural puede abarcar tanto a los familiares y amigos cercanos del músico, como a sus fanáticos y el público del género al que representa, el rock local. “Para mí es un ida y vuelta: a Luis le hace bien estar en la Biblioteca Nacional, y a la Biblioteca le hace bien que Luis esté ahí”, intenta explicar Martí. “Fue un acto de gran valentía de Horacio González, el de tomar a un poeta urbano, que influyó a la cultura argentina, y darle un lugar en la Biblioteca.” ¿Tiene algo que ver con cumplir un anhelo propio de cualquier arte popular, el de ser finalmente aceptado por la cultura? “No lo veo como una cuestión de aceptación, sino como un acto de realismo. De sinceramiento ante una realidad que se impone. Por eso digo que todos deseábamos ver representada la figura de Luis en la Biblioteca, y que a la vez es una suerte para la Biblioteca tenerlo a Luis. Porque magnifica la figura de esa entidad, la hace más importante todavía, al demostrar una apertura hacia la cultura urbana del tiempo que nos toca vivir.”
A pocos días de la inauguración, la vida de Martí gira alrededor de la muestra. “La verdad que no veo la hora de que se termine todo esto”, dice con una sonrisa resignada y algo nerviosa. La charla se realiza en su amplio estudio de la calle Tronador, cuyo primer piso es la sala de ensayo y el estudio de grabación de sus hijos. “Ahora está ocupado por los Kuryaki”, revela, lo que explica que Dante Spinetta haya recibido al cronista al llegar. Pero al promediar la nota la que aparece es Catarina, con un bolso lleno de ropa de su padre para sumar a la exhibición. Con invitaciones todavía por cursar, material aún que recibir, todo aún está tomando forma. Según repite una y otra vez Martí, no se trata de una muestra de arte, no es el Malba, es la Biblioteca Nacional. Así que la exhibición incluirá charlas, películas y objetos cotidianos de Spinetta, algunos de sus libros, de sus discos. “Una forma de recibir a la gente para guiarlos hasta lo que queremos mostrar: sus dibujos, sus letras y sus fotos, que incluyen a varios fotógrafos que trabajaron para él. Si no hay más, es porque hubo quienes al final decidieron no participar.”
Apenas aparece Catarina, Tsunami, la perra enorme y bonachona de Dylan, se le acerca a pedir mimos. Estamos en familia. Cuando Martí enumera la música de Luis, y pone como ejemplo que escuchaba siempre a Bill Evans, Catarina nombra a Maxwell o la Mahavishu Orquestra. Antes de despedirse, dejándolo continuar con la entrevista, Martí le muestra a Catarina en un rincón de su estudio una foto enorme, que no se puede ver desde la mesa donde se realiza la nota, ante la que ella asiente. Al terminar la nota, Martí se acerca con el cronista hasta la foto, que es en realidad una secuencia de varias fotos en blanco y negro de un ensayo de Los Socios del Desierto. “Va a formar parte de la muestra”, explica Dylan, que hace un silencio antes de suspirar y agregar una reflexión final. “Parece increíble, pero de los que aparecen en esas fotos sólo hay uno vivo. Es como yo siempre digo: somos como un equipo que se va quedando sin jugadores.”
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