ENTREVISTAS > EL DESEMBARCO DE ROBERTO PETTINATO EN EL STAND-UP
Desde hace algunos años, Buenos Aires es un epicentro del stand-up donde se pueden encontrar espectáculos de todo tipo y calidad, con famosos que se le atreven al género y también con improvisadores amateurs. Lo único extraño de la escena local era que no se encontrara en su cartelera a Roberto Pettinato, el hombre que de alguna manera introdujo el género en sus monólogos televisivos de late night show y que desde hace muchos años visita los sótanos neoyorquinos que genera la mejor comedia. Pero ahora, finalmente, se decidió a hacer stand-up. Y en esta entrevista poco antes del debut en B.A. habla de sus miedos, de la incertidumbre sobre ser gracioso (o no) que provoca trabajar con reidores, la relación del stand-up con el free jazz, la moda standupera local y el inesperado dúo cómico que a veces armaba con Luca Prodan.
› Por Gonzalo Curbelo
“Hay que comprar consoladores”, le dice con total seriedad Roberto Pettinato a su equipo de producción. Sin dudas es una firme candidata a la frase más improbable de escuchar en una reunión de trabajo, a menos que se trabaje en la industria del porno. O que Roberto Pettinato esté preparando un espectáculo de stand-up en el que los consoladores sean, al parecer, un elemento indispensable para el mismo. La entrevista se hace simultáneamente con la reunión porque Pettinato quiere hacer una nota a lo Rolling Stone (“de la vieja y buena Rolling Stone”, aclara), y le interesa hacerla mientras graba piques para su programa de Radio Mitre y cuando junto a su manager y un diseñador gráfico eligen el afiche para el show de Buenos Aires. El que venían utilizando hasta ahora –que muestra a un Pettinato con el entrecejo fruncido junto a su saxo– les parece demasiado serio. Pero a la vez tampoco quiere una imagen exageradamente graciosa, a lo Jorge Corona (“¿Es necesario parecer chistoso si lo que estás anunciando es un espectáculo de stand-up?”, pregunta), prefiere los de Jerry Seinfeld en Broadway, donde el cómico estadounidense está de espaldas al público o los exageradamente megalómanos afiches de Elvis en su período Las Vegas. Al recordarle una reciente producción de fotos de Planeta Urbano en las que aparece ataviado ampulosamente de rey, le gusta retomar la idea. “Tenemos un tipo que viene de Uruguay –les dice a su equipo–. ¿Por qué se acuerda de esa foto en particular, en la que estoy como un rey, cuando soy como Uruguay, pequeño y miserable?” El comentario habría sido bastante ofensivo para un montevideano en boca de cualquier otro porteño, pero Pettinato se las arregla para que suene graciosísimo y es un buen ejemplo de una de sus virtudes; si bien no se lo tiene como un transgresor por naturaleza, el humor de Pettinato suele pasar alegremente esa borrosa raya de lo que es admisible o no, pero hay algo en él que lo hace inimputable. Lo mismo que hacía pasar sin mayores molestias a los de otro modo impresentables chistes del Gato de Verdaguer, una cierta inocencia que no parece presionar lo políticamente correcto, sino actuar como si eso no hubiera existido jamás.
Es su primer espectáculo de stand-up y si bien ya lo ha presentado unas veinticinco veces en el interior y en Montevideo, todavía espera su debut en la Capital y está nervioso al respecto. Parece algo extraña esa inseguridad teniendo en cuenta que ha sido periodista y editor cultural, músico, conductor y humorista televisivo, escritor humorístico y biógrafo afectuoso... ¿Qué le queda por hacer a Pettinato? Cine, posiblemente, teniendo en cuenta sus capacidades histriónicas y, aunque parezca raro en alguien tan interesado en el humor estadounidense, comedia stand-up, y no porque sea un terreno que le resulte extraño.
“Yo soy fanático del stand-up desde que acá no existía la palabra –cuenta con orgullo–. Y cada vez que voy a Nueva York, desde el año ’81. voy al Caroline’s y al Comedy Cellar, al sotanito ése donde van todos los standuperos del universo. El lugar es una mierda... bah, un sótano con onda, como todos. Y yo iba a morirme de envidia, hasta que un día estoy sentado ahí y uno de los standuperos me mira y dice: ‘¿Y vos de dónde sos?’. ‘De Argentina.’ ‘Ah, de Argentina... qué raro, ¿y a qué venís acá?’. Le dije: ‘Vengo a comprar libros de humor’. Y dice: ‘Ah claro, compran libros de humor y nos roban todo a nosotros’. Entonces dice: ‘Pero bueno, eso lo debe hacer con los libros, porque en mis shows no hay mucho para robar’. Y yo le grito: ‘Ya sé’. Y todo el mundo me empezó a aplaudir. Y ahí hice un clic, porque hasta el momento todo lo que hice en televisión era con reidores. Entonces mi gran temor era que la gente no se iba a reír. Mi gran dilema era ése, más que yo no entendía cómo se aprendían todo lo que escribían, porque yo siempre me consideré un tipo sin memoria. Y me empecé a dar cuenta de que todo es mentira, que no era que sos tan sin memoria ni que no podés escribir...”
¿Y cómo supera todas esas supuestas incapacidades e inseguridades? “¿Sabés lo que hago ahora? La primera hora la improviso, por esto todos los shows que hago son distintos. Realmente utilizo la mala memoria porque me olvido. Lo voy haciendo de acuerdo con lo que va pasando y eso hace que sea un stand-up como los que yo vi; que no son los que se hacen acá de ir y contar mis cuatro chistes sobre dietas. No tiene nada que ver. El stand-up que se hace acá son recitadores de chistes que ya llevan escritos. Vos me podés decir que Robin Williams lo tiene todo preparado, pero Robin Williams era capaz de improvisar cuatro horas. Lo que tiene de bueno el verdadero stand-up es que vos no sabés a dónde vas y la gente tampoco sabe a dónde vas. Lo gracioso se da en que todos tenemos el mismo miedo. Estás en una tierra de nadie. ¿Viste cuando estás perdido y te ponés nervioso por el otro?”
Los monólogos humorísticos de los conductores estadounidenses de los shows televisivos de medianoche –esa larga tradición que va de Johnny Carson a David Letterman, pasando por Jay Leno, Conan O’Brien y varios más– suelen identificarse con el humor stand-up y sin dudas tienen sus conexiones; en ambos casos se trata de un comediante hablando solo, introduciendo temáticas cotidianas a la velocidad de la luz con acidez y algo de maldad. Roberto Pettinato se ha especializado en reproducir esta clase de humor aportándole una inconfundible cuota porteña (hay algo profundamente porteño dentro de la excentricidad de Pettinato) y la viene ejercitando desde hace décadas, pero tiene muy en claro que, a pesar de los parecidos, el stand-up es otra cosa.
“La gente no lo entiende, pero yo viví como Elvis –explica–. Todo el día encerrado en una mansión que tiene cámaras –que son redondeles de vidrio que atrás tienen una sola persona– y reidores. Es muy fácil ser chistoso cuando tenés todo preparado pero, ¿cómo sabés si sos realmente gracioso? Ahora comprobé que la gente realmente se ríe conmigo. Pero la verdad es que no estoy nunca cómodo, salgo con una actitud que vos decís ‘qué lo parió, cómo la tiene’, pero en el fondo es todo mentira. En el fondo estoy totalmente cagado en las patas y ahora que tengo que hacer estas cuatro funciones en Buenos Aires, ni te cuento. Me siento como un chico del interior que viene acá a pegarla. Me gusta estar en lugares donde sienta que la gente me está esperando. En Buenos Aires nadie está esperando a nadie, si estás todo el día acá...”
También es consciente de que aunque su interés data de décadas, en el terreno del stand-up argentino ya hay una generación –desde Diego Wainstein hasta Malena Pichot– que ha hecho punta de lanza en el género y generado una escena de la que Pettinato se siente pariente, pero no muy cercano. “Yo soy el último que llegó –dice–, pero la gente puede ir a ver cualquier cosa. Uno puede decir ‘¿puede ser que fulano esté haciendo stand-up?’. Pero siempre va a haber una forma de hacer un espectáculo barato y hacer un cierto dinero. Todo el mundo tiene derecho. Carniceros, locutoras... hay que ver a dónde van con todo eso, porque si después van a terminar de panelistas en Duro de domar, decís: ‘¿Tanto lío para terminar ahí?’. Lo que tengo todavía es la frescura del tipo que recién empieza, los nervios del tipo que recién empieza. Todo el mundo lo que me ha dicho es que en Argentina no hay nadie que haga lo que yo hago, pero como yo no veo a nadie no sé. Yo sólo vi al gordo Casero una vez hace años, una vez a Posca y una vez a Peña. Es todo lo que vi en mi vida.”
Pero tal vez el stand-up rioplatense en general ha dejado de lado los ribetes guerrilleros, inesperados y confrontativos que hicieron de la comedia de George Carlin o Bill Hicks algo más que un rato de risas, y ha parecido enfocarse hasta el momento en las observaciones de costumbres sociales y sexuales, expuestas buscando la identificación cómplice del público. Al respecto dice: “Yo también digo cosas así. Por ahí te digo ‘¿Vieron lo que pasó en Batman? ¿Cómo puede ser que la gente se mate mirando Batman? Eso en las películas argentinas no pasa porque son tan aburridas que la gente ya va suicidada al cine’. La gente va a ver Batman disfrazada de Batman... Acá, ¿cómo hacés para ir disfrazado de Luna de Avellaneda? ¿Te llevás dos bombitas de feria, una azul y una roja?”. Pero Pettinato reivindica un aspecto que a veces también se relativiza en el stand-up local; la interacción con el público. “Es que lo único que hay es eso, si no hago eso termino contando el chiste de ‘mi mamá era tan gorda...’. Yo estoy todo el tiempo mirando al público y no me pierdo una. El otro día estábamos hablando de palabras agradables para decir ‘concha’, que no hay tantas, y le pregunto a un viejito y me dice: ‘Pochola’. Yo le dije a la mujer: ‘Señora, yo no sé qué tendrá usted entre las piernas, pero la verdad...’. Después le pregunté al viejo sobre otra cosa: ‘¿Y usted qué opina?’ Me dijo: ‘Yo lo que opino es lo que le dije siempre a mi mujer: nunca primera fila’. Ese viejo se ganó un aplauso cerrado.”
Indudablemente ese lado de improvisación, que depende de los ritmos y las respuestas, tiene mucho que ver con la música y los espacios de libertad de la misma. “El otro día me decían: ‘Pasaste del free jazz al free humour’–recuerda Pettinato–. Es un humor libre. Hay un momento que zapateo en el escenario porque no tengo nada que hacer (se para y zapatea encantado algo similar a un malambo durante unos segundos). No me gusta la música, pero me encanta este ruido en el escenario... Dije que venía de Cosquín, lo cual era mentira, pero no sabía qué hacer. Claro que si en ese momento venís y me decís: ‘¿No tenés miedo?’, me cagaste la vida. En ese momento en que estoy zapateando no puedo pautar.” Pero los parentescos de la música con el stand-up también pasan por los nervios: “Es como con el free jazz; yo no sabía tocar jazz de la manera tradicional, el jazz común. Me gustaba el free, pero me parecía que había que saber tocar el jazz común para tocar free, y un día dije: ‘¿Sabés qué? Hay una sola vida y hay que vivirla ahora. No voy a estar esperando a ver si toco como el Gato Barbieri, porque no lo hago más’”.
Es imposible no recordar al Luca Prodan de los shows en vivo, aquel capaz de callar a algún gritón del público profiriéndole una frase tan curiosa como “la concha de tu abuelo que nunca tuvo hijos”. El ex saxofonista de Sumo reconoce el intercambio humorístico que tenían con el pelado genial: “Con Luca nos divertíamos como locos porque nos gustaba Kenny Everett y otros cómicos locos de los Python. Los dos conocíamos lo mismo. Yo hacía el hombre amplificado y Luca lloraba. Entrábamos a bares o a un hotel y era el hombre amplificado, que con la boca hacía todos los ruidos que generaba su cuerpo, o la birome que tenía en la mano. Era muy chistoso, aunque no para el conserje del hotel que escuchó mis chirridos cuando firmé el libro de entrada”.
El desembarco de Pettinato en el stand-up, aunque sea tardío, parece algo sumamente lógico, no sólo por su familiaridad con el género, sino simplemente por la hiperactividad que irradia en todo momento. ¿Es realmente así todo el tiempo o hay un Pettinato más reposado? “Soy una de las personas más serias del mundo –asegura–, pero al entrar en contacto con otra persona, o con el agua misma, me convierto en lo que ves. Es más, muchas veces me ha pasado con mujeres que dicen: ‘Sos tan inteligente, tan genial, tan tan tan’ que decís: ‘Bueno, parece que tendré que vivir montando un show durante toda la noche’. Y eso no existe. Por eso están las temporadas de las series. Hay que cambiar y tal vez el otro no lo resiste. Lo peor es la persona que no es público, pero se te planta como tal. Ahí cagaste porque no hay escenario, no hay venta de entradas, no hay dinero y hay alguien dispuesto a abrir las piernas sólo si le gusta lo que decís.”
Pero, ¿no agota un poco el oficio de humorista, la permanente exigencia de tener lo que más que un trabajo se entiende como una condición? Aparentemente no: “Uno tendría que poder ser gracioso todo el tiempo –afirma con entusiasmo–. En el matrimonio, en el trabajo, en cualquier parte, incluso ante la muerte. Pero eso no sucede, como tampoco el payaso triste y su síndrome. A la gente le gusta pensar eso. Lo más sencillo en la vida es ser serio. Sólo tenés que acordarte de la cara de Mariano Grondona y listo. Podés decir lo que quieras y cada tanto sonreír y la gente dirá: ‘¡Qué sentido del humor que tiene! Me encanta’. Y todo porque sonrió un poquito nomás”.
Posiblemente sea ese lado sentimental, cálido y raramente expuesto el que hace que el humor de Pettinato sea menos ofensivo de lo que parecen algunos de sus sketchs, como el recordado Gato de Verdaguer (“Yo le quise hacer un homenaje a Verdaguer –rememora–. Compré un gato a diez dólares y dije: ‘Es el gato de Verdaguer y chau’. Yo le di esa extremitud que no tenía Verdaguer; era un gato hijo de puta”), y también el que explica esa inseguridad a la hora de enfrentarse con el público cara a cara y sin una banda estruendosa detrás: “Ahora me empecé a avivar de que la gente se ríe con vos –reconoce con algo de sorpresa–. Porque la gente que te va a ver son hijos de puta como vos. Me llevó treinta años verlo: la gente te va a ver porque gusta de vos. Podés decir: ‘Pero qué pelotudo, ¿te llevó treinta años darte cuenta?’. Pero es lo fundamental, la gente no va a pagar para ver a un tipo que no quieren”.
¿Es esto un paso para alejarse de la televisión, como sugirió en una nota reciente? “No dije eso –aclara–. Dije que iría reacondicionando mi vida hacia lo que me gusta para que mis últimos 25 años sean los mejores en todo sentido. Son los mejores años de la vida. Ya sabés lo bueno, malo, feo, desagradable, lo que huele mal y la que es una buena persona o una conchuda. Lo que hayas conseguido ya tenés que empezar a disfrutarlo y no hay mucho más que hacer. Si esto incluye vender panchos en NYC no dudo de que varios de mis hijos me ayudarán a poner las salsas.” ¿Y después del stand-up, de la televisión, del free jazz, de los libros, de todo, qué viene? “Me gustaría hacer una película que funcionara. ¿Qué te dije en el avión que quería hacer –le pregunta a su manager–: cine.” Por supuesto: faltaba eso.
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