TEATRO > EL FENóMENO DE MI VIDA DESPUéS DE LOLA ARIAS: LOS HIJOS DE LAS DICTADURAS EN ESCENA
Cuando se estrenó, fue una obra conmocionante: subía a escena a hijos de desaparecidos, militantes, exiliados y represores para dar voz y cuerpo teatral a una generación que terminaba de forjar su identidad adulta a la luz de una historia pública y siniestra. Cuatro años después, Mi vida después no sólo cambió la vida de sus actores arriba y abajo del escenario, sino que traspasó fronteras y llega a Buenos Aires una versión chilena protagonizada por los nacidos bajo el pinochetismo. La directora, a punto de estrenar un ciclo en el San Martín, habla de esta obra en permanente cambio de la que le piden adaptaciones en casi toda Latinoamérica.
› Por Cecilia Sosa
Si las historias reales, el testimonio y la experiencia son algunas de las grandes obsesiones del arte contemporáneo, el trabajo de Lola Arias muestra cómo el material que anima las vidas privadas puede emerger como inquietante pantalla donde una sociedad se descubre a sí misma. Luego de cuatro años y 22 festivales internacionales, Mi vida después se despide hoy en el Centro Cultural San Martín. Allí, seis jóvenes nacidos durante la dictadura actuarán una vez más de sí mismos para proponer una extraña remake de las vidas de sus padres y revisar así su propia herencia. El artefacto teatral, que inspira aplausos de pie, papers académicos y alguna crítica desairada, quedará como una de las grandes postales de la post–dictadura argentina; el manifiesto de una generación que adquiere credenciales adultas frente a los estertores de un drama público. El experimento deja descendientes transnacionales. A fin de mes, su contraparte chilena, El año en que nací, se verá en el Teatro Sarmiento. La nueva creación colectiva de Arias muestra a once jóvenes chilenos lidiando con las huellas del régimen de Augusto Pinochet. A pesar de las diferencias, una convicción enlaza ambas puestas: el humor puede funcionar como forma de reparación afectiva para reinscribir todas las tragedias.
LA OBRA QUE SE CAMBIA
Una catarata de ropa cae sobre el escenario. Liza Casullo, hija de intelectuales exiliados en México, elige unos jeans de los ’70: “Me pongo el pantalón de mi madre y empiezo a viajar hacia el pasado”. Mientras regala al público un eléctrico solo de guitarra, el resto del grupo libra una lucha frenética con la pila de ropa, buscando abrirse paso entre las vestiduras del pasado. La puesta argentina parte de un principio fantástico: una inmensa montaña vintage como puerta de ingreso a una alucinada máquina del tiempo. Descendientes de guerrilleros, activistas, exiliados, empleados bancarios y policías harán de dobles de riesgo de sus padres para diseccionar secretos largamente contenidos en fotos, cartas, juguetes y cintas heredados de la infancia. Así, esa colección de souvenirs del pasado se transforma en un archivo vivo, plural y compartido. Una emergente producción académica aglutinada bajo el término de la pos-memoria ha subrayado las vetas proyectivas y hasta fastuosas con las que los herederos de episodios traumáticos envisten los relatos transmitidos por línea familiar. También ha advertido sobre el riesgo que pesa sobre ellos: que sus propias vivencias sean desplazadas y hasta evacuadas por el peso abrumador de las generaciones anteriores. El trabajo de Arias parece dedicado a conjurar este peligro. Y hasta podría ser leído como un intento de travestir figuras paternas para mostrar las filiaciones más amplias que se tejen a la sombra del duelo.
En escena, los actores no sólo ponen en acto sus propias vidas y la de sus padres, sino las de todo el equipo. Así, la posibilidad de “dar cuenta de sí mismo”, emerge como un fabuloso trabajo de cross-dressing donde los roles se intercambian y las versiones posibles de la muerte de un padre o un majestuoso beso previo al exilio pueden ser ensayadas, re-ensambladas y finalmente cruzadas más allá del linaje familiar. La poderosa y acaso impía coreografía de cuerpos y voces que irrumpe en escena construye una nueva tecnología de la memoria que, al desdibujar fronteras entre afectados directos y no afectados, rechaza narrativas victimizantes y multiplica las posibilidades de encuentro dentro y fuera del escenario.
Desde que Mi vida después se estrenó, en 2009, la obra adquirió vida propia: comenzó a reescribirse y a mutar junto a los allí involucrados. Frente a una fosa de tiza dibujada sobre el escenario, Carla Crespo se preguntaba si su padre, guerrillero del ERP, caído en Monte Chingolo y con las manos cortadas, estaría enterrado en esa tumba común en el cementerio de Avellaneda. Hace dos años, los resultados de un test de ADN pudieron confirmarlo. Hoy, espera un hijo con Pablo Lugones, el gaucho de estirpe melancólica del elenco.
El futuro ya llegó. En una sesión de espiritismo mesiánica, Mariano Speratti, hijo de un militante de la JP y corredor de autos, escucha una vieja cinta en la que su padre lo llama desde algún rincón del pasado. Ahora la cinta tiene nuevas escuchas. No sólo está Moreno, su hijo mayor, sino también Ismael, de tres años: la misma edad que tenía Mariano cuando su padre fue secuestrado. A la hora de imaginar su propia muerte, Blas Arrese Igor, hijo de un cura que dejó los hábitos y heredero de una tortuga profética, decía que moriría ahogado con sus animales. Desde la sanción de la ley del matrimonio igualitario, asegura que morirá ahogado con sus animales y también con su marido.
LOS HIJOS DE LOS HIJOS
Experimental y multifacética, la producción de Arias también cuestiona derechos adquiridos. A diferencia de escritores, cineastas, poetas y activistas que cada vez más con más desparpajo revisan su legado desde su condición de “hijos” (o “huachos”, como provocó una muestra del colectivo artístico de H.I.J.O.S.), Arias carece de pedigree dentro del linaje de los descendientes. Si cuando se estrenó la obra esta condición de “outsider” despertaba suspicacias entre locales y extranjeros, cuatro años más tarde no son sólo los descendientes los que se sienten parte de los legados del terror. “Puede que no haya habido ninguna historia trágica en mi familia, pero nací en 1976, y toda mi infancia estuvo marcada por la dictadura”, dijo al estreno. Así también Mi vida después inventó un nuevo tono para hablar de un duelo extendido. “No debía ser una obra oscura, ni melancólica, ni panfletaria. Tenía que poder mostrar la fortaleza, el humor y la inteligencia de los actores que la representan.”
Como era de prever, algún crítico acusó a la obra de trivializar el pasado. A poco del reestreno, directora y equipo se enteraron de que un ex detenido, que además había perdido a su mujer y a un hijo, estaba sentado en una de las butacas del teatro. “Esa noche estaba en pánico. Tenía miedo de que pudiera sentir que la obra era irreverente y que pudiera salir herido”, dice Arias. Al término de la función, el hombre se acercó a la directora y le dijo que por primera vez se había podido reír de lo que le había pasado: “Pude ver la historia a través de tus ojos”. Lejos de toda frivolidad, el académico inglés Joe Kelleher asegura que en teatro entretener significa extrañamiento: ofrecer hospitalidad, dar la bienvenida en otra visión del mundo. Aquella noche, el ex detenido fue albergado y bienvenido en un relato que incluye a quienes aparentemente no tendrían nada que hacer o decir frente al dolor y la pérdida. Así, la obra ofreció a aquel sobreviviente la posibilidad de relacionarse con su historia como si fuera por “primera vez”.
La creación de Arias también logró reescribir la historia. En escena, Vanina Falco no dejó de cuestionar que la ley le impidiera declarar en el juicio contra su padre, policía encubierto y agente de inteligencia, que en 1976 se llevó a su casa un bebé robado de una joven pareja asesinada en la ESMA. Aquel bebé es Juan Cabandié, ahora devenido líder de La Cámpora, y a quien, contra toda filiación tradicional, Vanina sigue considerando su hermano. En diciembre de 2009, un juez consideró que su intervención en la obra era precedente suficiente. El testimonio de Vanina fue crucial para el encarcelamiento de Luis Falco, condenado a 18 años de cárcel, la mayor pena recibida por un apropiador. La producción de Arias no sólo trajo vidas reales a escena. También intervino en la construcción de otro futuro. Más aún: la puesta ya tiene nuevos descendientes, afortunadamente impuros.
En paralelo a la presentación de su obra dentro del festival Santiago a Mil en 2011, Arias dirigió un taller de investigación dirigido a nacidos entre 1973 y 1990, los años pinochetistas. A la convocatoria abierta se presentaron más de cincuenta personas. “No pensaba en hacer una obra, pero aparecieron historias increíbles. Todos querían hablar de sus vidas y las de sus padres durante la dictadura”, cuenta Arias.
Aun cuando los ecos de la versión primogénita resuenan en la obra chilena, las historias en escena muestran hasta qué punto ambos países recorrieron caminos dispares en la elaboración de sus traumas públicos. La puesta final, que llega a las dos horas, tiene once protagonistas. Hay hijos de militares, policías, carabineros, periodistas, miembros del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), del partido nacionalista Patria y Libertad, de pinochetistas cesanteados, comerciantes y de exiliados en Estados Unidos para los que hablar de política era “de mal gusto”. A diferencia del caso argentino, en el elenco no hay casi actores y sí, en cambio, un rockero, una futbolista y un dibujante de identikits para la policía. El efecto es expansivo y por momentos caótico. “Me gustó que fuera un relato más coral. No sólo los hijos de guerrilleros y de represores, sino todos los que están en el medio”, dice Arias. En el “medio”, hay momentos pop como la visita del Papa, la coronación de Cecilia Bolocco como Miss Universo y una coreografía de todo el elenco de Música Libre, el programa favorito de los padres de Nicole Senerman que, a decir de su hija, vivieron el pinochetismo de fiesta en fiesta (en ambulancia alquilada para no despertar sospechas).
El “método Arias” corrompe álbumes familiares y los somete a debate público. Alexandra Venado muestra una foto de su madre con sus compañeras del Liceo 1: “Mi madre es la que está a la izquierda de Bachelet, bien a la izquierda”. Cuando Michelle todavía no soñaba con la presidencia, la madre de Alexandra conocía a su marido planeando la revolución en el MIR y ambos partían a Suecia como parte del Operativo Retorno, donde nacería su hija. Luego de recibir instrucción militar en Cuba, los padres de Alexandra ingresaron clandestinamente en Chile, dejándola al cuidado de su abuela. El padre fue preso y la madre, ejecutada en el enfrentamiento de Fuenteovejuna. La joven muestra la última foto que tiene de ella: desnuda y exhibida en la calle como trofeo de guerra. “Yo tengo dos mellizos con mi compañera y creo que no podría dejarlos”, dirá en algún momento.
Ante la ausencia de proceso judicial y un debate público todavía atorado, muchas de las historias parecen abrirse paso por primera vez. Algo habla en la obra. Y no son sólo relatos individuales, ni los “cojones” de sus protagonistas. Más bien, la producción parece seguir el pulso de un relato gutural que emerge sin pulidos y actualiza las contradicciones que sacuden a la sociedad post-pinochetista. El resultado no es reconciliatorio. Por el contrario, exacerba diferencias. Emulando obsesiones paternas por el orden, el hijo un marino insta al elenco a alinearse sucesivamente por ideología paterna, ideología materna, clase social y hasta por color de piel. Las consignas despiertan conciliábulos imposibles entre los que tienen nanas y fueron al Saint George, los que su ecografía se pagó con un asalto y los que saben qué es vivir en piso de tierra. Hay momentos oscuros e hilarantes: “¿Por qué no se corren un poco más allá? Estamos como apiñados acá en la izquierda”. O: “No entiendo, ¿porque la mataron es más de izquierda?”. Y también: “Mi papá me mata si lo pongo más pobre que un frentista”. Según la directora, entre los miembros del grupo no hubo acuerdo sobre lo que pasó o cómo contarlo. “Decidí transcribir esas discusiones para dar cuenta de ese conflicto. Eso no había pasado en Mi vida después”, cuenta.
El año en que nací también cambió el destino de sus protagonistas. Viviana Hernández, hija de una enfermera del Hospital Militar, llegó a los ensayos con una única foto de su padre ausente. En escena, daba su teléfono y pedía al público información sobre su paradero. Luego de seguir infructuosas pistas que lo daban por muerto o dueño de una fortuna, la joven descubrió que su padre era carabinero y estaba preso en Temuco por el asesinato de dos activistas del MAPU. “Mi madre dejó de hablar conmigo por esa obra. Con mi padre tal vez hable en diez años, cuando salga de la cárcel”, dice en escena. “No sé si Viviana se hubiera animado a romper ese secreto familiar sin la obra como excusa –dice Arias–. No sólo le habilitó un camino, también le dio la fortaleza para hacerlo. Eso pasó un poco con todos. La obra funcionó como soporte, célula o hasta núcleo familiar sustituto, aunque a veces tuvieran que ir en contra de sus propias familias.”
Mientras la prensa local aclamó masivamente el espectáculo, también reconoció con cierto escozor que fuera una dramaturga argentina la que viniera a abrir una discusión poco transitada en Chile. “Tenía miedo de que me atacaran por extranjera, como si fuera la argentina que viene a contar la historia de su país. Pero no soy yo la que cuenta esa historia, son los chilenos los que hablan”, dice ella. Al estreno no faltó nadie: políticos, pinochetistas, ex guerrilleros y hasta la hermana del presidente Sebastián Piñera se acercaron a los camarines. “Fue muy atractiva la operación de apropiación que hicieron todos los sectores. Nadie quería quedarse a fuera”, dice Arias.
Ahora, la directora no deja de recibir ofertas. De Brasil, México, Perú y hasta Grecia llegaron invitaciones para recrear el montaje en tierra local. “Decidí hacerlo en Chile porque tengo una relación muy fuerte con el país. Conozco su historia y siempre me sentí muy cercana. Pero no me alcanzaría la vida para hacer Mi vida después en todos esos lugares”, dice con una sonrisa. Más que una franquicia con sello local, la creación de Arias sugiere un curioso dispositivo para digerir pasados traumáticos que atraviesa fronteras. Allí, el teatro reducido a su mínima expresión –o acaso a su máxima– logra iluminar otro modo de estar juntos. Aunque sea en ese instante mágico donde en una sala oscura los espectadores se descubren a sí mismos como si fuera por primera vez.
Ultima función de Mi vida después hoy a las 21 en la sala Multipropósito del Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551.
El año en que nací se verá el 27 y 28 de octubre a las 21 en el Teatro General Sarmiento. Tras la función, el 28, ambos elencos se encontrarán para una charla-debate con el público.
Desde el viernes próximo, la directora-escritora-cantautora Lola Arias oficiará de curadora de un arriesgado ciclo por el que postergó el estreno local de su última obra, Melancolía y manifestaciones, un ensayo sobre la melancolía a partir de entrevistas que tuvo con su madre, que ya se vio en Viena, Berlín, Hamburgo y Helsinki. En el San Martín, artistas de inclinaciones múltiples presentarán una investigación personal acompañada de fotos, filmaciones y grabaciones. El ciclo, bautizado Mis documentos, recurre a un género surgido en los ’60, tan sugestivo como de imposible traducción: la lecture-performance, una forma híbrida donde conferencia, arte e investigación coinciden en una suerte de puesta mínima, intimista y conceptual. Entre los performers estarán Julián D’Angiolillo, Sofía Medici, Mariano Llinás, Gerardo Naumann, Nele Wohlatz, Lux Lindner y Beatriz Catani. La propuesta de Arias busca combatir el espíritu endogámico que, según dice, caracteriza al espectro artístico local: “Cada arte está en su propio nicho, son como islas. Hay islas de artes visuales, de cine experimental, de teatro, de danza. Cada uno tiene sus salas, sus bares, sus fiestas. Hay que ocupar espacios institucionales para romper con esa sensación claustrofóbica y generar formas de encuentro y hasta de contagio”.
Del 12 de octubre al 3 de noviembre, viernes y sábados a las 21 en el Centro Cultural San Martín. Gratis.
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