ARTE > MATíAS DUVILLE EN EL MALBA
Durante años, las obras de Matías Duville se balanceaban sobre el abismo del apocalipsis y la catástrofe, o más bien sobre el paisaje desolado que dejan una vez que sucedieron. Ahora, en Safari, la muestra del Malba en la que conjura todas sus armas artísticas parece haber encontrado un lugar donde la naturaleza no se impone con fuerza arrolladora a la empresa humana, sino donde la vida es una convivencia en permanente tensión.
› Por Lucrecia Palacios
Hay pocos artistas de su generación para quienes se hayan escrito la cantidad de textos que se escribieron para Matías Duville (Quilmes, 1974). En las páginas de crítica, periodismo, reseñas y ensayos que sus muestras han suscitado, hay dos palabras que ningún autor parece haber podido eludir: catástrofe y apocalipsis. Y si bien muchas de sus obras parecen provenir de un sentimiento apocalíptico eminente, de entre las dos palabras, quizá catástrofe sea la más precisa para describir las imágenes de Duville, porque en ellas no se presenta el final o el ojo de la tormenta, sino los rastros y el abandono que la catástrofe ha dejado: canoas apoyadas en un cauce que acaba de secarse, bosques que parecen haber sido arrasados por un incendio, plantas desproporcionadas que se levantan desde un caserío humeante, un par de botas y un rifle confundidos entre el pasto.
Sus últimas muestras en Galería Sendrós terminaron de fijar ese imaginario en los soportes más variados. Y también un procedimiento con el que Duville se alejó de las discusiones sobre representación en su trabajo: Duville armaba y destrozaba sus obras para producirlas hasta el punto que parecían ellas mismas restos de lo que se representaba. Así, en una de sus primeras exhibiciones se podían ver unas telitas de seda, sobre las que dibujaba con birome mares que se transformaban en piletas y eran absorbidos hacia el centro de la tierra, o unas casas que un tornado sostenía sobre la nada. Duville arrancaba luego algunos hilos de la seda, y entonces la superficie de las telas carcomidas y texturadas empujaban al dibujo hacia atrás, un efecto que añadía una capa de tiempo a las telitas y las avejentaba.
Si en sus carbonillas y pasteles Duville dibujaba aplastando el material contra los papeles produciendo unos dibujos matéricos, para Una larga noche, una serie de pinturas sobre madera, martilló directamente sobre la pintura terminada. En algunas de las escenas, los martillazos se confunden con la composición y hacen las veces de una eterna lluvia que cae sobre campings desiertos o paisajes volcánicos. Pesadillescas y ominosas, las imágenes de Duville se construyen como fantasías catastróficas, tan al borde de la narración que recuerdan las llamadas telefónicas después del 11-S: “Algo tremendo ha ocurrido. No sabemos qué. Vengan a ayudar”.
Pero las pesadillas de Duville parecen detenidas y atemporales. No son producto de la avanzada tecnológica ni responden a sofisticaciones científicas. Como en los relatos de aventura, en general es la naturaleza la que parece revelarse contra alguna iniciativa humana y sacársela de encima con la rapidez y el descuido con que un caballo le da un coletazo al tábano que tiene en el lomo. Sus imágenes transmiten un profundo sentimiento de inestabilidad. Pinturas de paisaje al que se sobreponen iniciativas humanas, es siempre el paisaje el que termina por imponerse.
En Alaska todavía se quejan del “fenómeno McCandless”: chicos recién graduados y criados en las ciudades que un día renuncian a proyectos de trabajo y familia para internarse en el último estado norteamericano. Todos los años hay que ir a rescatarlos, porque todos los años estos chicos queman su dinero al costado de la ruta, abandonan sus autos cuando se quedan sin nafta y se internan en la geografía extrema de Alaska, tal como hizo Christopher McCandless en 1990, sin mapas ni conocimiento del terreno, buscando caminar solo por la tierra para encontrarse con “las más primitivas condiciones humanas”.
“Los únicos regalos del mar son golpes duros, y ocasionalmente la chance de sentirse fuerte. No conozco mucho acerca del mar, pero sé que así es. También sé que lo importante en la vida no necesariamente es ser fuerte, sino sentirse fuerte. Medirse uno mismo aunque sea una vez. Enfrentando la ceguera y la sordera solo, sin nada que te ayude excepto tus manos y tu propia cabeza”, anotaba McCandless en sus diarios, un puñado de párrafos que se han convertido en la biblia de sus seguidores. Duville comparte con McCandless la incomodidad en las ciudades y la fascinación por las zonas límite, allí donde los signos de civilización empiezan a ralear y se convierten en kits de supervivencia. Carpas, casas rodantes, fogatas, linternas y bolsas de dormir aparecen una y otra vez en sus dibujos y pinturas, evocando la figura del explorador y del viaje.
Sin embargo, lejos del romanticismo, Alaska no es para Duville la tierra asombrosa para enfrentarse con uno mismo ni el territorio salvaje que fue a buscar McCandless. Antes que nada, para Duville Alaska fue un nombre, una zona que parecía acomodarse a su imaginación, y un territorio que funciona, a la manera de la Santa María de Onetti o el Yoknapatawpha County de Faulkner, como el lugar en donde se concentran muchos otros y que parecía perfecto para fundar el mundo a la intemperie que Duville estaba construyendo, quizás, entre otras cosas, porque el propio nombre de Alaska quiere decir “el objeto contra el cual la acción del mar está dirigida”.
Proyectando el viaje pero sin haberla pisado, Duville empezó a trabajar en una serie de dibujos sobre Alaska. Y una vez allí, realizó otra serie que todavía no ha sido expuesta, pero que puede espiarse en el site del artista, donde aparecen algunos dibujos bajo el nombre de future memories. Un pajarraco oscuro se cierne sobre una casita que nunca pareció tan amenazada, unos peñascos se erigen a lo lejos, unos peces con colmillos flotan sobre un anzuelo. Siguen siendo imágenes tan alejadas de la intención documental como siempre. Con cambios de escala y situaciones fantásticas, Duville parece haber viajado para seguir mirando desde lejos.
Para Safari, la muestra que presenta en el Malba, Duville vuelve, ya desde su título, sobre la expedición. Es una exhibición intimista, donde los diferentes medios que el artista trabaja se ordenan dentro de una especie de casita construida en la sala de abajo del museo. Según explica el curador, Santiago García Navarro, con ella se quería enfatizar el diálogo entre intemperie y domesticidad, una de las tensiones que recorre el trabajo de Duville desde sus primeros dibujos a esta parte, y que actúa junto con la ambigüedad especial para crear ese efecto de desestabilidad que produce su obra.
Con base en el dibujo pero proyectado hacia la instalación, el trabajo de Duville ha sabido manejar varios soportes sobre los que expandió su trabajo. Y Safari es una muestra de ello. Un video, fotografías, una pieza escultórica, constelaciones de dibujos en carbonilla, un dibujo de escala mural comparten la exhibición y propagan la iconografía de Duville. Pero si el imaginario es el mismo, cada una de las piezas se aproxima a él de manera diferente, achicando o expandiendo la distancia de observación, incluso, dentro de la misma obra. Así ocurre en Battle screen, un video donde la cámara se aleja y se acerca a una fogata y, con ello, la agranda a la dimensión de un incendio o la disminuye hasta que parece la llamita de un fósforo.
El mecanismo recuerda a los juegos de acercamiento que uno puede hacer en un microscopio. Alguna vez, María Gainza señaló la importancia que la ciencia tiene para Duville, y describió sus trabajos como experimentos. Hay mucho del espíritu naturalista en la obra de Duville y en la muestra: la expedición, la toma de notas en forma de dibujos, fijar un punto de observación. Y si antes los naturalistas viajaban a los mares del norte para describir su fauna, ahora mismo los científicos lo hacen para estudiar lo que aparece en las obras de Duville: el derretimiento de los hielos, los icebergs que se diluyen, las toneladas de agua que recibe el mar y devuelve a las costas como tsunamis.
Pero la exhibición es, sobre todo, la crónica de un viaje. En el centro de la muestra se proyectan fotografías en blanco y negro. No hay catástrofes en las fotos, pero sí la misma sensación de desolación y vulnerabilidad. Lo que parece haber encontrado Duville no es el paisaje amenazando a los hombres, sino una especie de convivencia en tensión. Un auto colgado de un árbol, pero también un depósito de autos abandonados, basura en la playa, peces muertos, un campo de flores silvestres y las cimas de las montañas: una serie de imágenes que, aunque tomadas en la Patagonia, Alaska y Mar del Plata, podrían ser el mismo lugar, el último lugar de la tierra.
Safari
Matías Duville
Curaduría de Santiago García Navarro
Malba,
Av. Figueroa Alcorta 3415.
De jueves a lunes y
feriados, de 12 a 20. Miércoles, hasta las 21. Martes cerrado. Hasta el 29 de octubre.
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