Guerras Frías, espías rusos, organizaciones secretas, magnates periodísticos, dementes coreanos, malévolos millonarios que quieren dominar el mundo, ecoterroristas, ex agentes vengativos, Jason Bourne: desde hace 50 años James Bond se viene adaptando a los tiempos y a las amenazas del mundo libre. Para festejar las bodas de oro del estreno de El satánico Dr. No, se estrena Operación SkyFall, la más oscura e introspectiva de toda su vida, en la que él, M y el MI6 al servicio de Su Majestad se preguntan cuál es su misión en este mundo. Radar llamó a Barbara Broccoli, productora e hija del legendario Albert, para escuchar su respuesta.
› Por Mariano Kairuz
Bond cumple 50 años en el cine y su nueva película, Operación Skyfall, la número 23 (de sus producciones oficiales), trata en buena medida sobre el paso del tiempo, el envejecimiento, la decadencia del cuerpo y la mente, las habilidades perdidas, la cercanía de la muerte. Si uno de los atributos de la serie fue que siempre o casi siempre consiguió reformularse para los tiempos que le tocaban, y el largo hiato entre los ’80 (la fallida experiencia con Timothy Dalton) y su regreso en los ’90 (Pierce Brosnan) se debió en parte a que el fin de la Guerra Fría parecía haber vuelto obsoleto al despiadado agente con licencia para matar, Skyfall pone en su centro la gran pregunta de si algo de esto sigue teniendo sentido: no solo si acaso sus protagonistas ya no están para estos trotes, sino, y por encima de todo, si el sistema de inteligencia de Su Majestad tiene alguna razón de ser y no es un mero resabio de la posguerra.
Porque eso, que era “un dinosaurio sexista y misógino, una reliquia de la Guerra Fría”, era justamente lo que le decía M, la jefa del MI6 (la gran Judi Dench, ocupando este papel a los 77 años, por séptima vez consecutiva) a 007, en Casino Royale, el relanzamiento de la serie seis años atrás, con Daniel Craig; y ahora se lo están diciendo a ella. Operación Skyfall arranca con una gran secuencia de acción que narra una misión que tiene consecuencias desastrosas, poniendo en riesgo de muerte a todos los agentes de la OTAN infiltrados en organizaciones terroristas alrededor del mundo, cuyos nombres, a la manera de un wikileaks del mal, se van filtrando por YouTube. Tras el fracaso de esta misión, aparece Mallory (Ralph Fiennes), jefe del comité británico de Inteligencia, un burócrata que le sugiere a M que va siendo hora de pensar en un retiro, de irse con dignidad. “Al carajo la dignidad; me iré cuando haya terminado mi trabajo”, responde con su aspereza habitual la Dama de Hielo. En el fondo, late una preocupación mayor: vivimos en un mundo nuevo. “Seguimos peleando una guerra costosa en la que nadie entiende bien qué tenemos que ver”, le indica Mallory a la espía renuente, en una evidente alusión a todas las “aventuritas” internacionales en las que el Reino Unido viene acompañando a EE.UU. y la ONU en el siglo XIX.
Sin inmutarse, M le transfiere sus ansiedades y fatales cuestionamientos a un Bond visiblemente cascoteado –física y psíquicamente, con su puntería, su velocidad y su energía en general mermadas–. “El trabajo de campo es para hombres jóvenes”, le espeta Mallory, y como si no alcanzara para herir el orgullo del héroe del kiss-kiss-bang-bang, la serie reintroduce al querido y caricaturesco personaje de Q, el inventor y proveedor científico de la agencia, a quien vimos por última vez en El mundo no basta, cuando Bond todavía era Brosnan, y lo interpretaba el vejete Desmond Llewelyn. El galés Llewelyn, que había sido Q desde De Rusia con amor (es decir, Bond número 2 en el cine), tenía 85 años cuando murió, en un accidente; ahora Q es un muchacho “con granos en la cara” (Ben Wishaw), de la mitad de la edad de Bond o menos; esencialmente un hacker despeinado y mochilero que le devuelve a 007 su Walther PPK y le entrega una radio, con apenas un par de truquitos tecnológicos. Q es el modelo de espionaje para un mundo nuevo, y su contracara es el villano de turno, del que se puede contar poco sin enfriarle la sopa a nadie, pero que, si vale adelantar, está interpretado por Javier Bardem con un amaneramiento que da lugar al mejor y más significativo chiste –uno sobre la sexualidad de 007– de una película más bien seria. El pérfido Silva de Bardem sabe, como el nuevo Q, que se puede causar más caos y daño desde una laptop que el que pueden provocar Bond y sus compañeros en un año de correr y saltar y pegar y seguir corriendo y saltando y pegando. “Una vez cada tanto necesitamos que alguien apriete un gatillo”, le dice Q mientras le entrega la Walther a Bond, quien replica, en una de las frases más inteligentemente autoconscientes de Skyfall: “O saber cuándo hay que apretarlo y cuándo no, para lo que se necesita estar ahí”, en el campo. Toda una reflexión sobre un personaje que fue definido por Ian Fleming como un instrumento bruto, irreflexivo. Lo que sigue se encamina hacia una competencia (o colaboración) entre tradición y modernidad hi-tech, sobre la capacidad de lastimar sin acercarse, sobre la diferencia entre empuñar un cuchillo –una cuestión más bien personal– y apretar un botón.
Skyfall emprende un viaje al pasado, como lo dice, así, de modo explícito, el propio Bond, al volante una vez más de su viejo y querido Aston Martin. Un poco a la manera de los films contemporáneos de superhéroes y la fiebre de las “precuelas”, los guionistas Neil Purvis, Robert Wade y John Logan se meten en el territorio del origen del héroe, sin flashbacks, por supuesto, pero explorando un poco el pasado del espía, las condiciones que lo curtieron y lo convirtieron en el hombre ideal para el trabajo y la compleja relación de 007 con M, la definitiva, edípica Bond Girl. Y no por nada Bond, el hombre de mundo, y a pesar de notables secuencias de acción rodadas en Estambul, en Shanghai y en una isla en Macao, pasa una porción importante de la película en el centro mismo de Londres, en sus calles, en el subte, cerca del Támesis y con la vuelta al mundo y la torre y el London Bridge a la vista. Es apenas el primer paso de un regreso a la infancia, que eventualmente remite a las raíces escocesas del personaje. No porque Fleming lo haya escrito de ese origen desde un inicio, sino porque el primer actor que interpretó a Bond en el cine, el que definió su imagen para la pantalla, fue un escocés. El Sean Connery vestido en Saville Row de El satánico Dr. No impresionó a Fleming de tal manera que en You Only Live Twice (Solo se vive dos veces), el primer libro que escribió después del debut cinematográfico de su creación, el escritor le incorporó a Bond un sentido de humor y antecedentes escoceses que no estaban en sus libros previos.
Este intento de “explicar” un poco a Bond, de dotar de un mínimo asiento psicológico y hasta sentimentalismo al espía-instrumento, e inclusive de insuflarle a M algún sentimiento, mientras empiezan a contemplar la posibilidad del retiro, seguramente será recibido como una innovación arriesgada, pero potente por muchos de los fans del personaje, y resistido por otros como un reblandecimiento y un acto de desnaturalización. Lo que es seguro es que Sam Mendes, un director demasiado prestigioso (el de Belleza americana, el único director ganador del Oscar que ha estado al comando de un film de Bond en 50 años, tal como se viene promocionando), no estaba dispuesto a hacer una película más de 007, la serie que casi todo el mundo recuerda por sus actores o algunas de sus escenas, pero casi nunca por sus directores. El resultado de su ambición es este Bond híper-contemporáneo que se cuestiona su mera existencia o pertinencia, no tanto post-Jason Bourne (pero que tampoco ignora por completo la existencia del aggiornado personaje de Ludlum) como post-Batman: el caballero de la noche. La referencia es explícita, oficial: Mendes se ha declarado fascinado por lo que Christopher Nolan ha hecho con el hombre murciélago de las historietas. “Estamos en una industria –dijo– donde las películas son o muy chicas o muy grandes, y no hay casi nada en el medio. Sería una tragedia que todas las películas serias fueran muy pequeñas, y que las pochocleras fueran enormes y no tuvieran nada para decir. Nolan probó que uno puede hacer una película gigante que sea emocionante y a la vez tenga mucho para decir sobre el mundo en que vivimos. Su Caballero de la noche es un film sobre nuestro mundo, post 11-S, y lidia con nuestros miedos y discute su origen. Esto me dio la confianza para llevar esta película en direcciones que de otra manera no hubiera sido posible recorrer: ‘Miren, es posible hacer una película muy oscura que gane cientos de millones de dólares’.”
Y Nolan también dijo que su versión de Batman tiene mucho de James Bond, y ahora su nombre suena por ahí para dirigir Bond 24, o 25, o la que sea, y tal vez haya comenzado la era de los Bond “de autor” y las cosas se pongan un poco más serias.
Mientras tanto, esto es lo que hay: una película que arranca con ecos del terrorismo modelo siglo XXI, y una secuencia de apertura –ese espacio lúdico y desvergonzado tradicionalmente hecho de chicas y pistolas y chicas con pistolas– con la imaginería más mortuoria de toda su historia. El primer director que llevó Bond al cine se llamaba Terence Young –-young, como “joven”, en inglés– pero Bond en el cine ya tiene 50 y empezó a aceptar que nadie es joven para siempre.
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