Dom 13.07.2003
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DANZA

Pago chico

Después de revelarse con ¿No me besabas?, la opera prima que los llevó de gira por Estados Unidos, el grupo Krapp presenta Mendiolaza (Un drama coreográfico), recreación de un club social en decadencia donde una troupe de grotescos bichos de pueblo coreografía un paisaje de disparatada desolación.

POR MARIA CAROLINA PRIETO

Dos chicas bailan una coreografía con corsés y aparatos ortopédicos que limitan sus movimientos. Un músico toca el acordeón acostado, otro canta desde lo alto de un piano While my Guitar Gently Weeps, el tema del Beatle George Harrison, en una versión muy degradada de la escena de Michelle Pfeiffer en Los Fabulosos Baker Boys, y dos provincianos, mientras tanto, se largan a llorar por la mujer perdida. He aquí algunos de los personajes de Mendiolaza (Un drama coreográfico), la segunda creación del grupo Krapp, nacido en Córdoba pero ya instalado en Buenos Aires.
Muchos descubrieron a Krapp en Buenos Aires en el 2001, cuando presentaron ¿No me besabas?, opera prima que atrajo (entre otros) a un grupo de productores norteamericanos de visita en estas tierras por los festejos de los diez años de la Red Latinoamericana de Promotores Culturales. Entusiasmados por el desenfado y la contundencia del joven elenco, los visitantes los invitaron a hacer una gira por cuatro ciudades de los Estados Unidos. Los chicos no podían creer un debut tan auspicioso: un mes de funciones en Santa Mónica, San Antonio, Austin y Berkley, y un fixture de clases en universidades. Pero la sorpresa era mutua. Los yanquis quedaban perplejos ante la sonoridad del nombre de la compañía argentina (Krapp suena como crap, que en inglés significa “basura”; de ahí que cada vez que les preguntaban cómo se llamaban era necesario desentrañar el malentendido).
Un vez vueltos, ya con más experiencia y apoyo institucional, los Krapp preestrenaron su segunda obra a fines del año pasado, en el marco del Festival de Danza de la Ciudad: una puesta breve y delirante que transcurre en algún lugar pueblerino, suerte de club social donde desfilan criaturas ridículas, con sus deseos y frustraciones a cuestas. Todo a un ritmo frenético, con coreografías arriesgadas, bruscas, llenas de saltos y caídas, intercaladas con escenas más pausadas y hasta tiernas. Siempre en el marco de una estética grotesca y kitsch con rasgos de desolación, abandono y soledad, que exceden lo rural y se reconocen fácilmente en las grandes ciudades.
“Teníamos ganas de hacer una obra cuyo referente fuera un pueblo y sus personajes, tal vez porque los dos nacimos en pueblos, Luis en Unquillo y yo en San Francisco. Pero no desde un lugar nostálgico ni en forma lineal; nuestra intención no era ‘representar’ un pueblo sino buscar algo más poético”, comenta Luciana Acuña, creadora y directora de la obra (además de intérprete) junto a Luis Biasotto. “Nos criamos en lugares con tradiciones muy fuertes, de las que tomamos muchos elementos. En Unquillo, por ejemplo, hay un corso que ya tiene veinticinco años. Es una institución. Durante dos o tres semanas convoca a muchísima gente: todo el pueblo se moviliza. Es un espectáculo increíble: tiene locutores berretas y cantantes tremendamente malos. Y eso que ahora está mejor, porque la municipalidad puso un poco más de plata. Pero lo genial es que haya o no dinero se hace igual, y la gente lo vive como el acontecimiento: va, sale de su casa y participa el que quiere”, agrega el co-director.
Como en los festejos populares que los inspiraron –donde conviven la música, el baile, los juegos, la competencia y la kermesse–, en escena hay lugar para peripecias y sentimientos varios. Algunos momentos están realmente logrados; el del juego de básquet, por ejemplo: Luciana y Agustina Sario curvan sus columnas y se transforman en pelotas que otros hacen rebotar y desplazan por el espacio. Otras escenas impactan por el manejo corporal del grupo, que pasa de interpretar un suave cuarteto a una danza brusca y peligrosa, con sonidos electrónicos y cuerpos que chocan a alta velocidad. Allí se vislumbran coqueteos, seducciones y hasta algunos manejos de poder entre sexos, que los bailarines transmiten casi sin palabras. En este desfile de figuras no podía faltar el toque de exotismo con el par de “lisiadas” que un presentador enfáticamente cursi anunciacomo “la fuente rítmica y galopante de placer”: las chicas asoman con sus shorcitos y unos aparatejos que inmovilizan cuellos, brazos, cinturas y piernas; mueven tímidamente las partes del cuerpo que tienen libres y al final exhiben, para sorpresa de todos, una inusitada capacidad de movimiento. El humor está casi siempre presente, sobre todo cuando el elenco configura escenas que remiten al cine mudo: las “lisiadas” empiezan a caerse y el presentador corre para sostenerlas, sin imaginar que, por un efecto dominó, los músicos también perderán el precario equilibrio.
La organicidad escénica lograda por los intérpretes se impone sobre las diferencias que los separan: diferencias de capacidad, pero también corporales, que desde lo visual ya generan una sensación de extrañeza. El elenco de Krapp contraviene las normas usuales de la danza-teatro: las siluetas no son nada homogéneas; las chicas son bien musculosas y los varones muy distintos entre sí: hay uno que parece más un atleta que un bailarín, otro extraordinariamente flaco y alto, otro robustísimo y otro que tiende a pasar más bien inadvertido. “Nos interesa la disparidad”, dice Luis. “Cada uno es una entidad distinta, y si nos interesa juntar las diversidades es porque así tenés muchos más elementos desde los cuales abordar el trabajo. Lo que nos une es haber estudiado con Ricardo Bartis: eso nos da un código y una base común. Además, nuestras obras, aunque están estructuradas desde la danza, requieren de un tipo de actuación y de interpretación propias del teatro”, cuenta Luciana.
Actualmente integran Krapp –además de los cordobeses Biasotto y Acuña– la bailarina Agustina Sario, el actor Edgardo Castro y los músicos Fernando Tur y Gabriel Almendros. El proceso creativo partió de una única idea vinculada con lo espacial: “Teníamos la idea de pueblo, de barrio, y llegamos a esa especie de club un poco raro, con elementos más típicos de un almacén como el fondo, por ejemplo, que integramos a la acción, y la persiana metálica”. A partir de ahí crearon unidades dramáticas cerradas en sí mismas “que fuimos encadenando a través de hilos más que nada sensoriales”.
La mezcla de climas y lenguajes no los incomoda para nada; ya la habían transitado en la obra anterior, y aquí demuestran haberla consolidado. “Hay algo a nivel de la estética que se mantiene en nuestros trabajos: una energía rápida, con impactos y esquives, y un humor entre absurdo e irónico”, coincide la dupla. En cuanto a la técnica, “trabajamos por choque, por impacto, no como el contact, donde los cuerpos se amoldan unos a otros”. Los Krapp prefieren el riesgo a la comodidad de lo ya conocido. Por eso aceptaron la propuesta del Centro de Experimentación del Teatro Colón, que los convocó para presentar algo nuevo en octubre próximo. “Desde enero estamos trabajando con un compositor cordobés para cambiar el planteo y hacer algo más desde la danza. No queremos repetirnos”, comenta Luciana. La sala ayudará: no hay frontera clara entre público y escenario, hay columnas, una cripta y una parte del piso es de mármol. Un terreno nada convencional para un elenco heterodoxo que antepone la curiosidad y la audacia a cualquier reflejo confortable.

Mendiolaza (Un drama coreográfico), del grupo Krapp. Los viernes a las 21 en El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034.

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