Dom 13.07.2003
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CINE

Darle a la maquinita

Primero vino Terminator 1 para decir que el futuro ya está escrito. Después llegó Terminator 2 para desmentir tamaña afirmación y decirnos que el futuro lo escribíamos entre todos. Ahora resulta que llega Terminator 3 para volver a contradecir la entrega anterior e insistir con que el futuro ya está escrito. Conclusión: lo único seguro es que ya están escribiendo Terminator 4.

POR MARIANO KAIRUZ

Vuelve Terminator, con T de trash. La sensación más inmediata que puede experimentarse ante Terminator 3: la rebelión de las máquinas es una de cierta berretez, como si no pudiera tratarse verdaderamente de la continuación de aquella T2: el juicio final, que terminó de instalar a James Cameron, 12 años atrás, como el mayor megalómano de Hollywood. En rigor, porque T2 era considerablemente conclusiva: si bien su final era abierto, Cameron había dispuesto que todo fuera tan grande, tan descomunalmente explosivo que ya casi no le quedaba hacia dónde seguir expandiéndose, y el efecto de cualquier consecución debía ser necesariamente un anticlímax. Entonces, ese atractivo título de ciencia ficción que es La rebelión de las máquinas –con todo lo que promete, considerando la línea histórica que plantearon sus antecesoras– refuerza ese regusto a clase B: una película divertida pero a la cual el título le queda un poco grande. Por otro lado, está el hecho insoslayable de que entre T2 y T3 apareció Matrix.
Y sin embargo, hay un punto totalmente a favor del director Jonathan Mostow (el de Sin rastro, con Kurt Russell, y U-571) y de Arnold Schwarzenegger (el probable próximo gobernador de California), y es que se toman sus desventajas con humor, las asumen de entrada y perfilan un producto suficientemente divertido con un feeling un tanto ochentoso. A pesar de sus efectos visuales impecables y de una trama que involucra software inteligente, Terminator 3: la rebelión de las máquinas es casi como una película analógica inserta en un mundo irreversiblemente digital.

Ajustame las tuercas
El verdadero viaje en el tiempo de Terminator es uno que lo lleva hasta la primera mitad de los años ochenta, Ronald Reagan en el poder y el período de la Guerra Fría conocido como MAD (Destrucción Mutua Asegurada, según su sigla en inglés). Como George W., que pretende retrotraer el debate sobre el desarme a dos décadas atrás y devolver al mundo a los viejos buenos tiempos republicanos –y a ver cómo se las arregla uno una vez más “para dejar de preocuparse y amar la bomba”–. De hecho, La rebelión de las máquinas, en los escasos minutos en que honra su título, propone una situación de descontrol tecnológico-militar similar a la terrorífica idea (el sistema de defensa que enloquece y empieza a actuar por las suyas) con que el film Juegos de guerra jugaba con la paranoia nuclear del público en el año 1983.
Por otro lado, está la cuestión de que Arnold –o Ahnold (Aj-nold), como les gusta burlarse a los norteamericanos, aludiendo al acento bavárico del mastodonte que ya lleva más de un cuarto de siglo en Hollywood– no es el que era sino que ya es un señor de cincuenta y cinco años. Y que su carrera –como la de sus socios Bruce Willis y Sylvester Stallone– puede estar necesitando de un fibrilador después de ese esperpento anacrónico y tan poco oportuno que fue Daño colateral. Será en plena conciencia de ese estado de cosas que el Terminator 101 que protagoniza La rebelión de las máquinas no para de parodiarse a sí mismo, diciendo cosas tales como que, frente a la TX (la robot femenina a la que enfrenta esta vez, la modelo Kristanna Loken), él ya es “un diseño obsoleto”, o que viene equipado con un programa de psicología básica; el tipo de cosas que el superagente Maxwell Smart solía escuchar de Hymie (Jaime), el traumado robot de CONTROL. La TX, por otro lado, no se ve mucho más impresionante que el ostentativo T-1000 que interpretaba Robert Patrick en T2. Finalmente, pasa como en Matrix: mucho hi tech, mucho qué-es-real-y-qué-no, pero las cosas se resuelven como siempre, martillando hardware. Acá no hay un exceso de camiones como el de Cameron en T2 o como esa secuencia recargada de Matrix 2, aunque sí se permiten una escena un poco más modesta con una grúa y un cuerpo a cuerpo en el cual robotín y robotina se parten el vanitory, la loza y el resto del juego de baño en las cabezas como si estuvieran jugando en un pelotero para androides. Pero el chiste más sugestivo, en rigor, está al principio de la película, y tiene que ver con los límites a los que está dispuesto a llegar (o incluso a vulnerar) Arnold en la construcción de su imagen. El T 101 se provee de su campera de cuero y pantalones negros de rigor arrebatándoselos a un stripper gay que ejecuta su número al ritmo de Macho Man; sin embargo, toda ambigüedad interpretativa que pudiera abrir la escena respecto del hombre de hojalata queda en la nada cuando, interrogado por un medio norteamericano acerca del posible deslizamiento de algún “subtexto homoerótico” por parte de los guionistas, el ex Mr. Mundo, ex Arnold Strong, se hizo bien el tonto y salió al paso con una respuesta lo menos significativa posible (“la idea era sólo hacer algo gracioso”) y una aclaración espontánea: “Creo que la población gay es parte de nuestra sociedad y el personaje de Terminator es un icono para gente que es gay y gente que no lo es; no tiene nada que ver con su preferencia sexual. Es un icono y punto”. El otro chiste del momento sobre la intangible virilidad de Arnold pasa un poco por afuera de la película, pero cobró especial vigencia debido al estreno: cercano a papá Bush y a Junior, Arnold dice que debería pedirle autorización a su esposa, María Schriver, demócrata y miembro de la familia Kennedy, antes de postularse para el cargo de gobernador de California.

Y cambiame el aceite
La mejor idea argumental de La rebelión de las máquinas, la única con algún grado de emoción, es la del nuevo –y tercer- final abierto. A su vez, contribuye a esa sensación de falta de seriedad que recorre toda la película. Es que, si la primera parte de la saga planteaba una paradoja clásica de viaje en el tiempo (si el robot enviado del futuro hubiera logrado eliminar realmente a Sarah Connor, la madre del futuro líder de la resistencia humana, habría eliminado también la necesidad de ser enviado y entonces, vuelta a empezar, al infinito) postulando, sobre el final, que la historia no ha sido modificada, que, el futuro no está escrito. La última imagen de aquella película encontraba a Sarah Connor, enérgica madre soltera de los ‘80, dirigiéndose hacia ese horizonte sombrío e inescapable que ya le había sido anticipado. Terminator 2 funcionaba en ese sentido como una especie de secuela-remake: Cameron disponía ahora de los efectos especiales y el dinero para hacer aquello que había ideado originalmente y descartado por limitaciones materiales –principalmente el diseño del T-1000, el robot de metal líquido–, y a la vez encontraba una vuelta argumental para no repetirse, traicionando uno de los principios básicos de su antecesora, es decir, la versión determinista del futuro. Ahora, en T3, resulta que el apocalipsis no fue frenado en seco en T2, como nos habían hecho creer, sino que sólo ha sido pospuesto. El estado en que quedan las cosas en el último plano de Terminator 3 es alentador al menos en un sentido: no deja demasiado lugar a otra repetición mecánica –ni electrónica– del esquema “llega-androidedel-futuro-a-matar-al-futuro-líder-de-la-resistencia-o-a-su-madre-y-atrásviene-otro-a-detenerlo”, y la saga ya podría abocarse a narrar, la próxima vez en serio y a escala Cameron, la rebelión de las máquinas, que tan irresistible sonaba como título.
¿Sueñan los androides con finales definitivos? Entonces, ni Sarah ni John Connor: ya que tienen la máquina del tiempo, que manden a liquidar a los bisabuelos Connor y punto. Antes de que hordas de espectadores cansados de girar en falso y guiadas por algún líder virtual, como Neo, o el mítico Ned Ludd creado al calor de la Primera Revolución Industrial en la Inglaterra de principios del XIX, terminen por convertirse ellas mismas en los nuevos ejércitos destructores de máquinas.

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