ARTE > EN LA 30ª BIENAL DE SAN PABLO
La 30ª edición de la Bienal de San Pablo no sólo se propone como una respuesta a la anterior (que postulaba la política como eje de las obras), sino que probablemente sea una de esas ediciones antológicas. Sin grandes nombres ni obras estridentes, con un puñado de artistas que pertenecen a un grupo que podría denominarse “nuevos malditos”, y una suma de salas que aíslan a una obra de la otra, el curador Luis Pérez-Oramas propone volver a la retaguardia como manera de cargar de potencia y envión al futuro del arte.
› Por Lucrecia Palacios
Posiblemente, dentro de muchos años, si es que el mundo sigue girando y dentro del mundo a alguien le sigue interesando algo así como la historia de las exposiciones públicas, esta edición de la Bienal de San Pablo sea recordada como la bienal blanca. Quizá, quién sabe, hasta se la proponga como una edición de culto, como aquella que entendió que una bienal puede no ser una muestra sino muchas, que no hace falta superponer obras para que las piezas se interrelacionen y que, más que un espectáculo ubicuo y grandioso, una bienal puede ser un museo efímero alejado de la demanda de constituirse, sobre todo, como una muestra contemporánea y global.
Humilde y silenciosa, la bienal discurre a mezzo forte. Ante la ausencia de grandes nombres y obras espectaculares, los visitantes se pasean por los pasillos con la cámara colgada al cuello sin poder sacar ni una sola foto. No sabrían dónde hacerlo en una exposición que se despliega a un ritmo constante jalonado por decenas de salitas, una por artista. Son pequeños cubos blancos, células arquitectónicas que separan una obra de la otra y crean un espacio propio para cada una de ellas. Dubuffet decía que el arte no debería recostarse en camas especialmente tendidas para él, y si hay un formato en el que el arte ha dormido es el cubo blanco. Todos hemos estado en alguno: sin referencias exteriores, las obras flotan en esos ambientes claros y puros, escindidas del mundo en una especie de atemporalidad religiosa. Aquí, ese efecto es buscado. La bienal se organiza en esa suma de exposiciones individuales que dejan en claro que un artista es sobre todo un sistema sin el cual las imágenes son puro ruido.
Por lo demás, las mónadas es el formato que más le conviene a una bienal que se titula La inminencia de las poéticas y que también podría haberse llamado “en contra de la eminencia de la política”. Si es verdad que cada bienal es una respuesta a la que la precede, esta edición se planta en la vereda opuesta de la anterior, aquella que proponía la política (en un sentido amplio que incluía tanto la llamada a la acción directa de Tucumán Arde o CADA como las referencias al colonialismo en la obra de Cildo Meireles) como el eje aglutinante de diferentes obras latinoamericanas. Desinteresado en el efecto inmediato de las obras sobre la realidad (o mejor dicho, asumiendo que difícilmente tengan alguno), el curador Luis Pérez-Oramas cifra en la “inminencia”, en aquello que todavía no ha ocurrido y que sólo la distancia podrá leer, la efectividad de cualquier obra. “Lo que no sabemos es lo que nos interesa”, escribe Pérez-Oramas en el catálogo.
No es casual, en ese sentido, que varios de los artistas seleccionados pertenezcan a un grupo que podría denominarse “nuevos malditos”, artistas que han desarrollado su obra en solitario, sin reconocimiento institucional casi de ningún tipo y que han sido recuperados mucho tiempo después de finalizaran su trabajo, o sus días. A pocos les cabe tan bien el título como a Arthur Bispo do Rosario. Todos lo saben, porque a pesar de haber permanecido invisible casi cuatro décadas, su obra hoy es de referencia ineludible para la instalación, la pintura expandida o para cualquier variante del arte de archivo: nació en la costa norte más olvidada de Brasil, era negro y descendiente de esclavos, fue marinero y boxeador y pasó casi media vida saliendo y entrando de hospitales psiquiátricos a la vez que creaba una obra inclasificable, convencido de que una voz mesiánica le había pedido que “reconstruya el universo” y que “registre su pasaje en la Tierra”. Cuando le propusieron exponer públicamente sus trabajos, Bispo se negó alegando que no había construido esa obra para los hombres, sino para Dios. En el centro de la bienal, sus agrupamientos de basura cuidadosamente ordenada, los bordados en los que anotaba el nombre de cualquiera a quien hubiese conocido en su vida, sus juegos y sus vitrinas se convierten en el ejemplo más acabado de lo que Pérez-Oramas llama “inminencia”: algo que estaba ahí, al alcance de la mano, pero que no pudimos ver hasta ahora.
Por eso, la bienal se va organizando a través de relaciones vaporosas entre los trabajos formando constelaciones, dibujos mayores que se sobreimprimen y conectan los obras, un sistema de muñecas rusas en donde cada pequeña muestra hace eco en las demás. Se pueden distinguir ciertos agrupamientos temáticos que estrechan el espacio entre los artistas (el mundo laboral, la locura, las posibilidades de un nuevo lenguaje, la representación del cuerpo, la tensión entre lo individual y lo social, los usos de la memoria, etc, etc, etc.), o formatos de relaciones que inundan la bienal, como el atlas (que condensa la lógica de semejanza entre imágenes que organiza la muestra) o el bordado (metáfora del mundo como tejido de significados). Pero son siempre roces de preocupaciones o recursos, y nunca laboratorios o zonas de investigación, palabras que podrían darle caspa a un curador como Pérez-Oramas, especialmente preocupado por diferenciar la figura del artista de la del experto o el comentarista.
Hay algo de retaguardia en el planteo de esta bienal, un tono casi anacrónico que vuelve a los lugares de los que el arte contemporáneo salió corriendo: el artista maldito, la insistencia en que las obras son obras de arte y deben ser mostradas de esa manera, pensar las obras más como un signo opaco que como una fuente de conocimiento, defender la autonomía de las obras frente a otros campos, la confianza de que cualquier potencial artístico va a desplegarse a su debido tiempo. Pero quizá por ello, esta bienal sea recordada como la que se atrevió a cerrar los ventanales del pabellón, separar las obras del contexto y pedirles, como escribía Robert Filliou, que el arte sirva para hacer la vida más interesante que el arte.
Trigésima Bienal de San Pablo: La inminencia de las poéticas. Curada por Luis Pérez-Oramas. Parque de Ibirapuera, San Pablo. Hasta el 9 de diciembre.
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