La Pesada, Spinetta, Pappo, Lebon, Almodóvar, Tequila, Alaska, Alex de la Iglesia, Kenzo, Jesús del Pozo, Vogue, las Súper Modelos. Juan Gatti estuvo siempre donde había que estar: en el germen del rock nacional en los ’60, inventando iconografía, tapas, vestuarios y looks para lo más granado de esa generación fundacional; se fue a la Nueva York del Studio 54 y el punk en los ’70, de ahí partió a Madrid para ser parte fundamental de la movida española en los ’80, y en los ’90 gobernó desde Vogue Italia el mundo de la moda más selecta. Por primera vez en su vida, Gatti expone en Buenos Aires, y para recuperar el tiempo perdido, lo hace por partida triple: Ciencias Naturales en el Cceba; una serie de imágenes que nacieron para La piel que habito de Almodóvar; y Contraluz, en el Museo Sívori, una muestra que incluye una antología de sus treinta años de trabajo, una serie de fotos inéditas y un audiovisual en el Planetario que promete “volarle la cabeza a todo el mundo”.
› Por Rafael Cippolini
Cuando el rock local todavía no lograba definirse entre “argentino” o “nacional”, cuando Luis Alberto Spinetta, Billy Bond, Pappo, Arco Iris y Sui Generis extendían sus estéticas a ritmo frenético, cuando nadie soñaba que algún día existirían canales de televisión y radios dedicadas exclusivamente a esta nueva música, un ex dibujante de la revista Claudia creaba la imagen –y la gráfica– de toda una generación. El mismo que se codeó con la vanguardia del Instituto Di Tella, que poco después se instaló en Nueva York justo cuando explotaba el punk y se iniciaba la leyenda de su templo –el CBGB–, ese mismo que llegó a tiempo a Madrid para convertirse en el diseñador de culto de la movida española (haciendo tapas de discos para bandas emblemáticas como Mecano, Tequila o Alaska y los Pegamoides), y luego transformarse en la mano derecha de Almodóvar –-fundando un estilo dentro de otro estilo–, ese artista de tantas vidas volvió a Buenos Aires a presentar 2 muestras 2, que lo exhiben en toda su dimensión. Su nombre completo es Juan Oreste Gatti y acaba de inaugurar, el pasado miércoles, la imperdible Ciencias Naturales en el Centro Cultural de España en Buenos Aires (sede Paraná) y el 8 de diciembre volverá a la carga con Contraluz, exposición en dos espacios diferentes y vecinos, esta vez simultáneamente en el Museo Sívori y el Planetario Galileo Galilei.
¿Quién es Juan Oreste Gatti? ¿De dónde salió? Como toda leyenda que se precie, su trayectoria fue durante muchos años un rompecabezas muy difícil de armar. En 1978, a la edad de 11 años, cursando sexto grado de la escuela primaria, fundé la Orden de Oreste: junto a otros amiguitos del barrio, me reunía cada semana a copiar –a veces calcando, otras a mano alzada– diferentes tapas de LP realizadas por mi ídolo. Frente a frente, por vez primera, confesé a Gatti mi temprana devoción, e inmediatamente me preguntó: “¿Cuál fue la primera que dibujaste?” Mi respuesta fue: “La portada del disco debut de Invisible. La del charco de Escher. Es más: entonces ni tenía idea quién era Escher”. “Uhhh, ¡qué difícil! Hubieras elegido algo menos complicado –replicó el homenajeado–. Ya ves, en esa época con el rock me la pasé haciendo pedagogía.”
¿Es consciente de que, para Argentina, y seguramente también para Latinoamérica, inventó un oficio que no existía: el de diseñador de tapas de discos de rock?
–Es que en ese momento se estaba inventando todo, no había ningún parámetro o antecedente. Yo no había hecho nunca una portada, los chicos tampoco habían hecho antes un grupo de rock, no había hasta ese momento un rock argentino... Todo eso se inventó en esos años, desde la gráfica, la música y la moda de forma totalmente inconsciente.
¿Cómo empezó a hacer tapas? ¿Lo convocaron de una discográfica? ¿Se presentó por su cuenta?
–En esos años trabajaba como ilustrador para la revista Claudia, también para el diario La Opinión, y no me acuerdo por medio de quién conocí a Jorge Alvarez, y él fue el que me conectó. Yo era también muy amigo de otro chico que había comenzado a hacer cosas para el sello Mandioca (propiedad de Alvarez), que se llamaba Daniel Melgarejo, y dibujábamos juntos muchas veces. El trabajó más tarde para Disney.
Bastante después Melgarejo hizo cosas para Virus, la banda de los hermanos Moura.
–Puede haber sido él quien me presentó a Jorge Alvarez. Empecé a trabajar con los discos de Mandioca, y después, cuando Alvarez pasa a ser ejecutivo de una discográfica que se llamó Microfón, para la que creó el sello Talent, me llevó con él. Me nombró director de arte, a mis 22 o 23 años. Eso fue por el ’72, ’73. En esa época yo era casi un hippie que tenía empleados de más de cuarenta años. Ahora que lo pienso, los hermanos Kaminsky, que eran los directores de la empresa, estaban totalmente locos. Porque para aceptarnos a nosotros... ellos nos ganaban en delirio. Y así fue que se empezó a armar todo, como un juego. Nunca pensamos que estábamos haciendo algo que se iba a transformar en lo que se transformó.
En ese momento ya circulaban mucho las palabras “movimiento” y “movida”.
–La verdad es que estábamos todos en un café a la vuelta de Microfón, en la calle Sarmiento y Libertad –antes de que las oficinas se mudaran al lado de Tribunales– tomando caña quemada y leyendo a Vampirella y Creepy y haciendo todo tipo de gamberradas.
¿Cuáles fueron las primeras portadas que hizo?
–Creo que una de las primeras portadas fue una de Moris que hice pensando en una carpeta de papel araña (30 Minutos de Vida, 1969). A los Kaminsky les hice forrar los discos en papel araña, de papelería. Después me acuerdo mucho de la Biblia de Vox Dei en la versión de Billy Bond, en la que participaban Sui Generis y Pappo. En mi cabeza todos aparecen simultáneamente.
Trabajó mucho con La Pesada.
–Dentro del grupo había grupos. Por un lado, la parte de Luis Alberto, que eran los más pretenciosos, los que se tomaban más en serio. Después estaban los de Arco Iris, que eran místicos, con Dana, su gurú, viviendo en comunidad en El Palomar. Y la verdad es que yo era del grupo de los peores del colegio, que eran Billy Bond, Pappo, Pinchevsky, o sea La Pesada. De todos, fui el primer homosexual que entró al grupo y fui aceptado sin dramas. Y eso que eran unos machirulos terribles. Imaginate con Pappo, que era temible y en esa época fuimos muy cómplices. Había mucho chongaje, pero jamás tuve historias con músicos.
Lo que se percibe es mucho delirio, pero con un volumen de producción igualmente intenso.
–Mucha producción, pero mucha inconsciencia. Me acuerdo de que cuando se hizo la presentación de esa Biblia, Alvarez me encargó la dirección artística del espectáculo. Así que llamé a una amiga, Marilú Marini, para que me dé una mano con el vestuario y la puesta. Nadie tenía la más mínima idea de cómo se podían hacer las cosas. Era todo a pulmón. Eramos unos temerarios. Desde mucho antes llevaba una doble vida. Estaba en el rock, pero era una mascota de los artistas del Di Tella. Era chiquito, pero andaba todo el tiempo con Raúl Stoppani y con Alfredo Rodríguez Arias. Por eso sí tenía una conciencia de la moda. Con ellos nos sentábamos y nos preguntábamos ¿Cómo los vestimos a todos estos bestias de una forma un poco más lógica? Fuimos a Copa & Chego y compramos unos mamelucos divinos, que ellos empezaron a intervenir de inmediato. ¡Les ponían flecos que después nosotros les arrancábamos, imaginate! Todo esto que te cuento fue mi educación.
Una educación de inconscientes para inconscientes.
–Jorge Alvarez era más inconsciente que todos nosotros juntos. Cuando fue la presentación de Adiós Sui Generis vino con una pila de telgopor, una cuchilla y un frasco de pegamento y me dijo: Hacé la escenografía. Me pasé noches enteras sin dormir, improvisando una ciudad futurista. Esos disparates eran nuestra cotidianidad, los vivíamos sin ningún problema. No teníamos ninguna perspectiva ni referencia para darnos cuenta de nada.
Una vez que cerró Talent, ¿siguió trabajando para otra compañía?
–Me fui a Estados Unidos en el ’78 y Talent siguió. Las últimas tapas que hice fueron la de La Máquina de Hacer Pájaros, los discos de Crucis, ¿el álbum solista de David Lebón es de esa época?
No. Creo que anterior.
–Ese trabajó me encantó. ¡Era muy glam! Lo primero que se hizo así en Argentina, con letras de brillantes. Los chicos habían entrado en el glam, se travestían. Lebon y Luis Alberto se vestían de mujer. Eran los tiempos de Pescado Rabioso, y David estaba con Finita Ayerza, que hoy es una estudiosa lacaniana, y Luis Alberto con Mercedes Robirosa, que no mucho después fue modelo de Yves Saint-Laurent en París. Estos dos les saqueaban el guadarropa, usaban las ropas de ellas. Fue el momento en que se cruzaron la moda y el rock. Eso se ve en la película Rock hasta que se ponga el sol.
¡Es verdad! Me acuerdo de esa parte en que los músicos de La Pesada aparecen travestidos, tomando un té demasiado humeante. Entre la lisergia, lo hindú y un misticismo bizarro.
–Hay otra parte en la que bailo vestido de teddy boy un tema de Pappo, con Mercedes Robirosa, todo muy ’50. Pasábamos de una cosa a la otra sin encontrar ningún límite.
De las tapas de discos que hizo entonces, ¿cuáles le gustan más hoy?
–Hay una a la que le tengo mucho cariño. Me llevó mucho trabajo, no se reeditó en CD y es imposible encontrarlo en vinilo (se refiere al Volumen 4 de La Pesada, editado en 1973). Eran todas calcomanías, una al lado de la otra, todo abigarrado, un collage muy colorista, gigantesco. El original lo tiene Daniel Ripoll, quien fue director de la revista Pelo. Otra que me gusta mucho es la que hice para uno de los discos solistas de Claudio Gabis, El viaje de Lord Dunsany (1972), una especie de paisaje tibetano. Los que también me gustan son los de Crucis, especialmente el segundo, Los delirios del Mariscal (1977), el de las cuatro tapas. Una tapa china, otra de la guerra, otra de pulp fiction... me divertí muchísimo.
Y abandonó todo para instalarse en Nueva York.
–Siempre digo que nunca me fui de acá. Simplemente cerré mi casa y me mudé allá, donde estuve en el ’78 y ’79. Fui por dos meses y me fui quedando. Era una época súper interesante: justo cuando cerraba Club 54 y abría el CBGB. El punk estaba en su apogeo y viví el momento de oro de bandas como Television, Blondie, con Debbie Harry, los Ramones. Yo vivía con una gente que diseñaba ropa por los que conocí –y me hice súper amigo– a Klaus Nomi, el contratenor que fusionó la ópera con el rock. En esa época no cantaba, hacía tartas y las vendía en los cafés. Al final del ’79, principios del ‘80, me fui a Madrid, todo por casualidad. Nunca pude hacer ningún plan. Aprendí a dejarme llevar.
Y llegó a Madrid justo en el pico más alto de la movida madrileña.
–Es que necesité alejarme de Nueva York, y Delia Cancela y Pablo Mesejean, ambos artistas del Di Tella, que por esos días habían dejado Londres y se habían instalado en París y habían empezado a trabajar para Kenzo, me llaman para hacer estampados. Sabían que lo podía hacer muy bien. Dejo Nueva York, pero paso antes por Madrid a visitar a Claudio Segovia, director teatral y vestuarista. Les pregunté a otros amigos, con los que pasé la Navidad, si podían conectarme para hacer algunas changas, porque había viajado con 200 dólares. A los dos días me llamaron de CBS y me ofrecen el puesto de director de arte, con un salario que era imposiblemente alto. Era el momento en que despegaban Alaska y los Pegamoides, Berlanga, y todos los demás. Tenía que hacer tapas desde Víctor Manuel a Tequila, de todo. Por puta casualidad me tocó estar en los lugares indicados en los momentos indicados.
De su trabajo como diseñador en Madrid, por esos años, ¿hoy tiene alguna preferencia?
–Hay cosas que me gustan por ciertas razones que son muy personales, por ejemplo, haber descubierto un yeite que no habías probado nunca y te funcionó. La tapa que hice para el disco debut del grupo Mecano, en el ’82, la del reloj blanco, me gusta mucho, como también la que hice para Ana Belén, Géminis (1984). Las que hice para Tequila también me encantaron. Especialmente Confidencial, del ’81, con algo de novela negra. Siempre tuve mucha suerte. Nunca trabajé ni en agencias de publicidad ni en nada que no me interesara. Además, cuando tuve el estudio, mis mejores clientes terminaron convirtiéndose en mis mejores amigos. Encontré la felicidad en mi trabajo.
Y de Madrid a Milán.
–Ya en los ’90, me contratan de Vogue Italia como director de arte. Era el momento más alto de la revista, con muchas top models que hicieron leyenda. Aviones en primera, de un lado para el otro, presupuestos inimaginables. Así estuve dos años, hasta que me harté y renuncié. En ese momento no había cerrado mi estudio (Studio Gatti), así que tenía que hacer la revista en quince días, y después la otra quincena en mi estudio. Lo que al principio era divertido, a los dos años me calcinó. No sabía dónde me despertaba. Llegaba a Italia y me decían en dos días viajás a Nueva York, donde me estaba esperando el fotógrafo Steven Meisel para hacer la portada de Navidad. Andate al desierto del Sahara que tenés otra producción. De sólo recordarlo me cansa.
Una digresión. ¿Usted es autodidacta?
–¡Por supuesto que no! Estudié Bellas Artes en el colegio Martín A. Malharro de Mar del Plata. Nací en Quilmes, cuando tenía doce años nos mudamos a la costa. Me expulsaban de todas las escuelas, así que mi madre, desesperada, me metió en la Malharro. Soy un típico ejemplar de la Saint Martin Art Malharro.
Sigamos. ¿A Pedro Almodóvar cómo lo conoció?
–De toda la movida, a los primeros que conocí fue a Bernardo Bonezzi (ex Zombis) y a Carlos Berlanga (Kaka de Luxe, Alaska y los Pegamoides). A los dos minutos ya estábamos tomando un café con Pedro. Como digo siempre, vasos conductores. Eran todos del mismo grupo. En ese momento era gente que hacía música, más pintores, fotógrafos, gente de moda, escritores...
Almodóvar era cantante de una banda.
–Sí, Almodóvar y McNamara. Ya había hecho su primera película, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). Estábamos todos muy integrados.
Pero ¿cómo comenzó a trabajar con Almodóvar? ¿Qué fue lo primero que hizo?
–Nunca había hecho gráfica para cine. Jamás. Fue un desafío. Bah, mi vida fue un desafío. Lo primero que hice fue, para La ley del deseo (1987), la gráfica dentro de la película. No el cartel. Eusebio Poncela interpretaba a un director de cine, y hace una representación, por ejemplo, de La voz humana, de Jean Cocteau, y yo hice todos esos carteles dentro de la ficción. Después el personaje filma una película que se titula El paradigma del mejillón, y así. Todos esos carteles van a estar expuestos en el Museo Sívori. Ahora que me acuerdo, ya había hecho con Berlanga el cartel de Matador (1986). Después ya fue Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), donde todo se disparó. Hicimos títulos de créditos que no se hacían desde la década del ’50. Fue la revista Première, la eclosión fue ahí. A partir de ahí ya seguimos.
¿Y cómo es específicamente el trabajo?
–Comienzo con el guión. A él le encanta que le haga toda la gráfica de los personajes. Como te decía recién: comienzo haciendo la gráfica dentro de la ficción. Los logos de las empresas, de las diferentes instituciones ficticias que aparecen en la historia, en la película. Después, la mayoría de las veces no se ve nada, pero él lo necesita para darle cuerpo a la trama, para ambientar. Hice hasta carteles de hospitales. Desde institutos cardiológicos hasta ensaladilla rusa. Cualquier cosa. Hasta los afiches en los bares. Todo se lo diseño.
¿Usted lee el guión y le sugiere gráfica para los diferentes momentos de la película o Almodóvar se los pide específicamente?
–Pedro hace los guiones muy descriptivos. Entra tal personaje a tal lugar y detrás hay un cartel de tal cosa, así que yo voy subrayando y preparando cada una de esas mínimas indicaciones. Ultimamente empezamos a hacer una cosa súper divertida que son cuadros falsos, al estilo de John Baldessari, de Warhol, siempre en nuestra versión. En La piel que habito (2011) salieron varios Baldessari falsos. Aparecen reproducidos en los libros que recopilan mi trabajo.
Hablemos de las exposiciones. ¿Hizo muestras en Argentina con anterioridad?
–Nunca. Ni en Argentina ni en ningún otro lado. Son mis primeras exposiciones. Se hicieron antes en Madrid y ahora están en Buenos Aires. Tuve mucho pudor en hacer exhibiciones. La que se inauguró el miércoles en el Centro Cultural de España, en la calle Paraná, partió de un trabajó que me pidió Almodóvar, que son los cuadros que hice para el consultorio del personaje que interpretó Antonio Banderas. Hice unos inventos transgénicos. Y mientras los hacía pensaba acá hay algo para desarrollar. En una cena, donde estaba la galerista Topacio Fresh, me insistió para que desarrollara eso que era nada más que una intuición. Y me copé e hice 24 cuadros. Así organicé Ciencias Naturales, que es una expo victoriana. Por otro lado, Carlos Urroz, que es el director de la feria de arte ARCO, me invita a hacer una exposición en un sitio que se llama el Canal de Isabel II. La primera me entusiasmó enseguida porque era un chiste, pero ésta era seria. Cuando vi el lugar, que era una antigua torre de agua de Madrid, me gustó tanto, que la pensé específicamente para ese espacio.
¿Cómo fue la adaptación para Buenos Aires?
–Me costó mucho conseguir en esta ciudad el museo que se adaptara a lo que tenía en mente. Hice la exposición como si fuera un vestido de costura para un cuerpo determinado. Cuando conocí el Museo Sívori, supe que ése era el lugar. Me invitaron también a hacerlo en el Museo Nacional de Bellas Artes, pero al Sívori no lo cambio por nada. Pasa cerca el tren, tenés un lago, tenés ese patio que es un placer. Es una muestra que tiene toda una parte antológica, selección de trabajos de varias épocas, de gráfica y moda, y también tiene otra sección que se llama precisamente Contraluz que es mi trabajo en fotografía, con curaduría de Rafael Doctor Roncero. Me dio una clave. Quería hacer todo el museo con una gran antología y una pequeña parte de Contraluz, y Rafa Doctor me dijo: invirtamos las proporciones; que Contraluz sea la parte mayoritaria. Es una obra más personal, que fui desarrollando en mis momentos libres. Un proyecto de más de diez años. Un experimento que pensaba concluir en un libro y se convirtió en muestra. Fue un exitazo. En España fueron 16.000 espectadores. La mayor parte se colgaba con la proyección. Se llevaban sus porros y se internaban.
¿Cómo es la proyección?
–En el espacio madrileño, arriba hay una torre de agua, en el que realicé proyecciones, y no tenía idea de dónde poder realizarlas en el Sívori. Cuando me ofrecieron el Planetario, me estalló la cabeza. El otro día estuvimos haciendo los ensayos, y te digo que tendríamos que poner un cartel que les prohíba la entrada a epilépticos y drogadictos, para preservar su salud, porque salís en estado de shock. Como si te hubieras tomado varios ácidos juntos.
Otro desafío más.
–Es un viaje total. Como uno de esos experimentos que hacía la CIA en los ’50, de lavado de cerebros. Muy William Burroughs. Es un viaje alucinante a través de la mente. No sé qué va a decir cuando lo vea Macri, pero por ahí tiene una revelación. Hay mucho mensaje subliminal, muchos símbolos. Es más, de ahora en más voy a seguir con una serie de obras para planetarios. Me vuelve loco el Planetario como soporte. Es mi futuro. Lo mismo que las ficciones conspirativas, las que comparto con Alaska. Nos la pasamos jugando a la Gran Sacerdotisa y al Gran Maestre Masón, al punto de que en mi círculo me bautizaron IlumiGatti. Lo del Planetario va a ser como un ritual de iniciación colectivo. Es más, es algo con lo que me interesa seguir, trabajando con video. Con muy buena música.
Otra dimensión de la imagen.
–Que nada tiene que ver con lo que hice para cine, porque esto es una imagen total que te rodea. Tiene más que ver con los sueños y con las fantasmagorías. Es como aquellas películas de Ken Russell, un director que amo, que podía ser el más sublime y el más grasa. ¿Te acordás de esa porquería titulada Lisztomanía? Hablando de Russell, ¿vos podés creer que me lo encontré hace unos años en el sauna del hotel Castelar, en Avenida de Mayo? Parece que había venido para el Festival de Cine de Mar del Plata y se refugiaba en el Castelar. Parecía Papá Noel.
Una iniciación más.
–Cosas que me suceden. Siempre supe qué era lo que me daba placer, esto es, manifestar mis fantasías. Aunque haya trabajado en diferentes áreas (rock, moda, cine, etc.) siempre hice lo mismo y del mismo modo. Puedo utilizar técnicas y soportes distintos, pero no cambia. Sé que puedo echar mano de la peor basura visual y dignificarla.
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