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Domingo, 16 de diciembre de 2012

CINE > PETER JACKSON VUELVE A TOLKIEN CON OTRA TRILOGíA

ESOS LOCOS BAJITOS

Peter Jackson vuelve a la comarca. Después de la remake en la que King Kong parecía luchar contra los dinosaurios de Jurassic Park y de la adaptación íntima y truculenta de la novela Desde mi cielo, el neocelandés revisita ese universo que lo hizo millonario e indiscutible: el de Tolkien. El Hobbit es un regreso a la Tierra Media que pretende no ser apenas la precuela de El Señor de los Anillos.

 Por Martín Pérez

Una década atrás, Peter Jackson logró lo imposible. No sólo por el hecho de haber hecho justicia cinematográfica con la obra magna de J. R. R. Tolkien, sino por haber logrado con su adaptación algo que la literatura no puede hacer. Porque si la imaginación adolescente sabe ser el mejor efecto especial posible a la hora de la lectura, esa inocencia y la excitación iniciática son algo imposible de recuperar. Lo sabe quien haya leído cualquier libro importante para sus recuerdos de infancia: al volver allí podrá encontrar muchas cosas, pero nunca aquello. La gran hazaña de El Señor de los Anillos de Jackson fue, precisamente, haber concretado el milagro de recuperar ese estado maravillado de aventura para quienes lo habían experimentado originalmente –entre los que el director neocelandés supo estar enrolado–, pero también para quienes por primera vez se veían expuestos ante semejantes personajes y desventuras. Y la gran ventaja –y desventaja– de ese regreso a la Tierra Media que es la flamante El Hobbit es que Jackson ya no tiene que enfrentar semejante desafío. Esta vez no es asunto de honrar aquellos recuerdos de infancia, sino apenas de estar a la altura de su trilogía inicial sobre la obra de Tolkien. Algo que, sin embargo, tiene sus bemoles. Porque no hay fórmulas seguras para estar a la altura de la mejor versión de uno mismo. A pesar de que más de un artista –o empresa– prefiera pensar no sólo que existen, sino que además saben cómo usarlas.

Por suerte, y a juzgar por la primera parte de El Hobbit, Peter Jackson sabe que no alcanza con mezclar dos partes de Galadriel, una pizca de Elron y una cobertura de enanos y elfos para sacar del horno un nuevo Señor de los Anillos. Pero tiene en claro que, si bien dentro de la bibliografía de Tolkien es apenas un pequeño volumen infantil que preparó el escenario para su obra magna, a nueve años del estreno de la última película de la primera saga, su Hobbit es una pasaje de regreso a la Tierra Media. Para lograr eso es que el libro ha crecido en su transición cinematográfica hasta ser otras tres películas, en cuya primera entrega no falta nadie, especialmente Gandalf, nuevamente dando comienzo a la aventura. Su ladero nuevamente es un hobbit, no Frodo –que hace un pequeño cameo durante el prólogo– sino Bilbo. Pero no el avejentado Bilbo de la trilogía inicial –encarnado por Ian Holm– sino una versión más joven, ya que El Hobbit sucede, cronológicamente, sesenta años antes de los sucesos narrados en El Señor de los Anillos. Nada en el ligero libro original preanuncia la ominosa batalla que será narrada en su(s) sucesor(es), pero todo en este primer Hobbit no hace más que remitir a ello.

Pese a todo lo que tres mil millones de dólares de recaudación total puedan hacer pensar, no fue tan sencillo el retorno de Jackson a la Tierra Media. Para empezar, siempre fue El Hobbit un libro con problemas de derechos. Por ejemplo, originalmente Jackson se imaginó –después de que Criaturas celestiales le abriese la gran puerta de Miramax– adaptando en orden cronológico ambos libros. Una década y media de estudios cinematográficos con problemas financieros, hicieron que aquel proyecto de El Señor de los Anillos pasase de mano en mano, hasta recalar en New Line. Pero su opulento resultado no fue sinónimo de estabilidad, ya que, primero, Jackson entró en juicio para conseguir su parte del dinero que había generado. Y luego, durante una década de proyectos fallidos y crisis económica, su Hobbit sufrió toda clase de retrasos. Finalmente, luego de la renuncia de Guillermo del Toro como director –su nombre se mantiene en los créditos del guión, al menos en esta primera parte– debió ponerse al frente del proyecto. Con su nombre por delante, llegó la luz verde. Y Jackson, que en un principio no quería competir consigo mismo –o imaginar cómo hacer una película con trece enanos, como confesó–, finalmente abrazó la idea de regresar al mundo del anillo. Incluso consiguió la aprobación, en junio de este año, de convertir las dos películas que en un principio iba a ser la adaptación de El Hobbit, en una nueva trilogía.

El subtítulo del Hobbit original de Tolkien era “Allá y de regreso”. La primera parte del Hobbit de Jackson se llama “Un viaje inesperado”, aunque el crítico Anthony Lane apropiadamente señala en The New Yorker que, a juzgar por lo visto en la pantalla, podría titularse “Todavía no tan allá” o “Mucho camino por delante”. Pero lo peor del nuevo Tolkien no es el título, ni mucho menos la idea de subdividir la trama en tres partes (algo que se podrá juzgar recién con la obra terminada), sino el ritmo con el que la aventura finalmente comienza, luego del prólogo de rigor. Todo empieza con una charla entre Bilbo y Gandalf en la puerta de su hoyo, en la que el hobbit se queja de que las aventuras son eso que te hace llegar tarde a la cena. Justamente, a la hora de la cena, cuando Bilbo cree que ha logrado despachar al mago, comenzarán a golpear a su puerta uno a uno los trece enanos que, luego de desvalijar su despensa, darán comienzo a la aventura junto al mago y el hobbit. Durante ese –en realidad– largo segundo prólogo, Bilbo no deja de negarse a sumarse a la empresa una y otra vez. Por lo visto hasta entonces, incluso más de un fanático no podrá evitar revolverse en la butaca, dándole la razón a Bilbo. Scott Foundas, crítico del periódico norteamericano Village Voice llegó a escribir que, durante esa larga primera parte de la película, el tedio es tal que uno prácticamente puede escuchar cómo le está creciendo el pelo.

Pero cuando finalmente comienza a desarrollarse la aventura, y empiezan a aparecer los viejos conocidos, amigos y enemigos, la magia regresa lentamente a la pantalla. Para cuando el gran invitado, el anillo, haga su aparición triunfal –junto con el leit motiv de Howard Shore– la sensación es la de estar presenciando la nueva gira de alguna mítica banda de rock. Si Keith Richards está en escena, un nuevo concierto de los Rolling Stones sigue valiendo la pena. Siempre se puede conseguir satisfacción, además, en una película como El Hobbit. Si uno sabe lo que ha ido a ver, claro está. Peter Jackson no logra, lamentablemente, que el cine prevalezca a la hora de la acción, confirmando que El Señor de los Anillos tal vez haya sido la última de las grandes megaproducciones donde las batallas no son de juego electrónico, sino que están cinematográficamente construidas, cuidadosamente, como para sentir que se está ahí, sin lamentarse por no tener un joystick en la mano. Pero lo que sí alcanza es revivir la sensación de aventura, y consigue recrear, lentamente, la sensación de maravilla tras maravilla que hacía de la primera trilogía un tesoro único, en medio de tanto Harry Potter literal y Star Wars sin magia.

Una década más tarde no se puede decir que Peter Jackson ha alcanzado la cumbre que supo coronar con El Señor de los Anillos, pero esta primera parte de El Hobbit recupera más de un momento mágico para la memoria de los fanáticos del cine de aventuras. Como Bilbo, que en el transcurso de estas primeras tres horas entenderá que su destino es el de la aventura y finalmente será aceptado incondicionalmente por el resto de sus compañeros de viaje, incluso el fanático más escéptico terminará celebrando haber podido regresar al mundo de la Tierra Media de la mano de semejantes personajes. En particular gracias a un extraordinario Martin Freeman como Bilbo, mucho más dúctil que el Frodo de Elijah Wood. Y mucho más apropiado para una saga que no carga con el peso de decidir el destino de la humanidad. O de la hobbitidad, digamos. Pero si hay un momento cinematográfico inolvidable no sólo de El Hobbit sino tal vez de todo un año de aventuras, es la reaparición de esa maravilla técnica y actoral que es Andrew Serkis haciendo de Gollum. En una película que es un Tolkien redux, y está llena de efectos especiales, la escena en que Bilbo y Gollum se juegan el anillo –y que es prácticamente fiel al original– es un homenaje al mejor efecto especial de todos: un buen diálogo entre dos personajes inolvidables.

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