Domingo, 16 de diciembre de 2012 | Hoy
ARTE 1 > DEBORAH PRUDEN EN LA GALERíA PEñA
Con discreción, humor y seducción, Deborah Pruden parece estar extendiendo los dominios de su pintura hasta la utopía de incluir en ella el espacio en que se exhiben, la realidad en que se mueven y los espectadores que convoca, fundiendo lo real, lo imaginario y lo simbólico en una experiencia de libertad y emoción.
Por Valentina Liernur
En un subsuelo de doble altura que podría ser una antigua boîte porteña en pleno Barrio Norte vestida de modernismo tropical, con paredes blancas y artefactos de iluminación oblongos al ras del piso de concreto alisado, que hace un año y medio alberga el proyecto independiente de la Galería Peña, se puede visitar la última muestra individual de Deborah Pruden.
Cinco cuadros cuidadosamente dispuestos y anexados a la exótica arquitectura del lugar dejan ver una vez más los elementos con los que viene trabajando hace algunos años: trazos lineales y formas geométricas sobre fondos blancos y de color. Lo que pasa cuando un pincel entra en contacto con la superficie sin una noción programática, dotándola de presencia y despojándola de sensiblería, cuidando el trato de las convenciones radicalmente reducidas a materia y soporte.
Bajo el encantamiento de Pruden, en este espacio la repetición es novedad: las diferencias sutiles van apareciendo exquisitamente en su repertorio mientras lo pasea y lo profundiza: los fondos blancos cada vez más sólidos, empujados por la densidad de una proporción nueva entre el óleo y el aceite y por el ancho de los bastidores. Los mismos fondos que en cuadros anteriores cumplían el rol de una tabula rasa ligera sobre la que inscribir el instantaneísmo de sus pinceles y que ahora como placas tectónicas le disputan en sustancia cada vez más al color. El ingreso del rosa que se desliza de sus rojos, reemplazando al naranja y los tierras, perfectamente modulado entre el pop de Barbie y la naturalidad de un flamenco, provocándole a uno ganas furtivas de lamerse un trazo. Un rosa que se acerca al chicle y que con los lilas azulados, también entre la naturalidad de una bebida rehidratante y las hojas de un jacarandá, y en consonancia con los demás colores, podrían aludir a la saturación del colorismo que actualmente se posa psicodélicamente sobre casi todas nuestras cosas: pelos, medias, paraguas, bikinis, zapatillas, calzas, pantallas, protectores de celulares, bebidas... etc., etc. más que al tropicalismo de sus series anteriores. Como si la gracia abstracta de sus diagramas, como la de Mondrian, pudiese alcanzar el estado de una animación, de un .gif realista, del comportamiento del color en este mundo.
El trabajo repetitivo de Pruden es un lujo, un capricho y una ofrenda al tiempo pausado y gradual del conocimiento artístico como consecuencia de una prueba con los materiales, donde las cosas y las ideas, los conceptos, la emoción y la materia son indivisibles. Podría recordarle a uno el progreso lento en décadas, la confianza que le tomó a Mies van der Rohe experimentando una y otra vez con los mismos elementos, desplazar las columnas que sostenían un techo de las esquinas al centro de la forma liberando finalmente la planta horizontal de un edificio; y ¿por qué no? al tiempo de transmisión casi geológico que le toma a la información viajar por el ADN, y ¿por qué no? también a las capacidades simbólicas que la pintura puede tener para proteger en el perímetro de sus convenciones la existencia de los órdenes más subjetivos y secretos del deseo, del espacio y del tiempo –la libertad– y que Pruden pareciera acompañar hasta las últimas consecuencias.
La pregunta es qué determina ese perímetro en esta muestra o hasta dónde y cuándo algo es una pintura según sus cuadros. Por lo pronto, pareciera estar extendiéndose. Integrando la pregunta a su repertorio con la misma austeridad y economía de todos sus gestos en un políptico de nueve partes iguales que suspende en la pared central del espacio, en un mismo plano: un diagrama pintado sobre la superficie del canevas blanco de líneas rectas y levemente curvas con la cuadrícula de líneas que se forman entre el encuentro de los bastidores. Y uno podría decir que con esta operación convoca la presencia y las ideas de la artista brasileña neo-concreta Lygia Clark, que bautizó a este tipo de línea que surge en la aproximación de partes “línea orgánica”, fundiendo las diferencias materiales de lo representado y lo real (en otro de sus cuadros la línea entre bastidores entra en juego con la recta perpendicular de una baranda, los haces de luz que entran por la ventana y los trazos del pincel). Todo esto con el humor de pinturas que desdobladas entran en una valija, o se guardan en un closet. Así, mientras afronta ridículamente las demandas de transportabilidad y adaptabilidad que el presente contemporáneo le exige, también reanima y sigue extendiendo el territorio pictórico en una especie de fantasía reprimida (pocas cosas son más eróticas), la utopía participativa neo-concreta de Clark de integrar al espectador (además del espacio de la galería) también a la realidad del cuadro, pudiendo separar las partes para reconfigurarlas.
Pero la obra de Pruden es ante todo dandy, y si bien en esta muestra pareciera estar expandiendo el perímetro de su pintura fundiendo lo real, lo imaginario y lo simbólico, es capaz de congelar y suspender en el aire la claridad formal de tal afirmación con lo que pareciera ser un chiste sin final, como si sus cuadros se riesen entre sí, en un solo gesto, el más pictórico de todos: el simulacro de una gruesa línea amarilla dividiendo brutalmente en dos la superficie del único canevas entero en el espacio. Recordándonos que un arte sin emoción es un arte precario y que la emoción no tiene forma.
Deborah Pruden
s/t
De martes a viernes de 15 a 20.
O con cita a: [email protected] o al 15-3663-2004.
Peña 2270, subsuelo.
Hasta el 21 de diciembre.
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