Desde Nueva York a China y desde Brasil a Inglaterra, pasando por la entrega del L’Iris D’Or 2011 –una suerte de Oscar de las fotos–, el mundo de la fotografía viene hablando de un fotógrafo argentino y de su cautivante trabajo en el Delta argentino. Sin embargo, en el país casi no se lo conoce. Por eso, Martin Parr, una de las lentes más reconocidas de la Agencia Magnum, vino a Buenos Aires a presentar la extraordinaria edición de La creciente (Nazraeli Press). En el borde difuso entre el documental y la composición, tomadas durante largos minutos en el corazón de la noche, con una comunidad de isleños que sobrevive con tanto esfuerzo como el ecosistema en el que vive, las 39 fotos que conforman el trabajo resplandecen con una luz tan antigua como inspiradora: la que da la luna en sus noches de plenitud. El propio Alejandro Chaskielberg presenta su trabajo.
› Por Angel Berlanga
Cuando uno ve las bellísimas fotos de La creciente, el formidable trabajo con el que Alejandro Chaskielberg retrató el delta del Paraná y se fue a navegar por el mundo, siente como una serie de extrañezas que se ponen a fluctuar, una especie de ecualizador de inquietudes que baila despacio en torno de lo real y lo fantasmal, la procedencia de la luz y sus efectos, la naturaleza de lo nítido y lo impreciso, la relación de los hombres con el quehacer y el estar elemental, la herramienta, el paisaje. Fueron tomadas de noche, casi siempre bajo la luz de la luna llena, con un click que podía sostenerse cinco, ocho, diez minutos, lo que requirió a los retratados permanecer quietos durante esos tiempos, muchas veces en horarios que son para ellos el pleno sueño del día a día, en ocasiones luego de ir hasta el sitio/escenario que el fotógrafo había elegido. “Invité a los isleños a ser los protagonistas inmóviles de largas exposiciones nocturnas –escribe Chaskielberg–. Retratando sus vidas cotidianas, juntos abrimos una puerta hacia lo atemporal: caminar en la noche sobre aguas quietas y plantas enmarañadas. Los sonidos de los insectos crecen en la oscuridad y la palidez lunar tiñe de gris el agua y la piel.”
Esas palabras son parte de un diario que escribió mientras vivió, a lo largo de dos años y medio, en el Paraná; tramos de ese diario epilogan, también, las 39 fotografías que contiene La creciente, el libro editado por Nazraeli Press en yunta con Martin Parr, figura clave de la Agencia Magnum, que sustenta el proyecto. Junto a Marcelo Brodsky y al autor, Parr presentó el libro la semana pasada en el Malba; en el prólogo cuenta que cuando le presentaron a Chaskielberg, al ver su tercera foto supo que estaba “frente a un nuevo artista de gran nivel”. “Esta obra sorprendente tilda todos los casilleros –escribió–: es arte, es innovadora en el estilo, documenta una comunidad frágil y contribuye a dar cuerpo a la nueva cultura fotográfica que emerge en la Argentina”. Datos que contrastan: por un lado, Chaskielberg exhibió sólo una vez en Buenos Aires –en 2007, la primera parte de este trabajo– y, por otro, recibió en 2011 el L’Iris D’Or, premio que entrega Sony al Fotógrafo del año, tras una selección entre 25.000 autores de 160 países. “Es una especie de Oscar de la fotografía, fue en el Teatro Odeón de Londres, hay una alfombra roja, todos vestidos de smoking”, explica Chaskielberg en la vereda de un bar de Saavedra al que es pertinente llegar con unos cortos, zapatillas, remera. Hace un rato ya que se apeó de la bicicleta, que ató la correa de Sombra (una perra con la que se adoptaron en el Delta) y que se dispuso a contar de su oficio y su historia. Acaso sea mejor hablar de arte, como dice él. “Y acá no salió una sola nota de ese premio –puntualiza–. Salió en CNN, en BBC, en las mejores revistas especializadas de todo el mundo, pero acá, en ningún lado. El otro día, en la presentación, Martin Parr me decía que no lo podía creer: ‘Yo hablo de tu trabajo y lo conocen en todo el mundo –decía–. ¿Cómo puede ser que acá no lo conozcan?’.”
“Desde muy pequeño ya era bastante solitario e introspectivo, jugaba al golf desde que tenía seis años y me iba con mi palito, durante horas”, cuenta Chaskielberg. Nació el 27 de diciembre de 1977 en Buenos Aires y su primera cámara, que recibió cuando tenía nueve, ya le resultó un buen medio para relacionarse y expresarse, dice. A los 18 entró a trabajar como fotógrafo en Perfil; poco después egresó del Incaa como director de fotografía. “Pero luego de cuatro años estaba cansado de trabajar en prensa, me parecía limitante, no me dejaba desarrollar trabajos en profundidad –dice–. Así que en un momento en el que la editorial estaba en crisis, agarré la plata que me ofrecían y decidí dedicarme a la otra pasión que tenía, el violín.” Conservatorio, profesor particular, seis horas diarias de ejecución a lo largo de otros cuatro años. Mucha autoexigencia, confirma Chaskielberg. “Es un instrumento que me gustó siempre, me enamoré de su sonido, de su forma –dice–. Puede cantar diferentes tipos de música, muy románticas pero también alegres. Tiene un dejo melancólico para mí. Por la madera, debe ser.” Las fotos del Delta: los botes cargados de troncos cortados. “Mi viejo y mi hermano se dedican a vender madera, toda la vida así, yo crecí en aserraderos”, cuenta Chaskielberg y señala la foto de tapa de La creciente, el hombre que carga al hombro un gran tronco de árbol: “Tengo una amiga que siempre me dice ‘Ese sos vos cargando la fotografía’”, se ríe.
Cuando se acabó la plata aflojó el violín y tuvo que volver a trabajar: consiguió algo en Ciudad Abierta, en la época de Adrián Caetano, que al poco tiempo lo puso a dirigir documentales con artistas, ciclos como Autorretrato y El secreto. “Eran formatos muy libres y experimentales, como piezas audiovisuales hechas con el arte de los retratados, entre quienes estuvieron Fogwill, Daniel Veronese, Renata Schussheim”, describe. “En ese ámbito fui conociendo el mundo del arte, la diferencia entre una bienal y una feria, que había premios –cuenta–. Así fue como decidí aplicar al que da la galería Ruth Benzacar, Curriculum cero, que es para artistas inéditos de hasta 30 años, de cualquier disciplina. Presenté las únicas cuatro fotos que tenía, como para mostrar qué había hecho ese año. Y lo gané. Es un premio importante acá, porque te da, al año siguiente de ganarlo, un lugar para exhibir en este espacio de bastante exposición y reconocimiento.” Así nació La creciente, la única muestra individual que hizo en Buenos Aires. Tres años después haría otra en el Museo Caraffa, en Córdoba. No volvió a exponer en el país.
“Empecé con una pequeña cámara digital, con fotos de noche –rememora Chaskielberg–. Un amigo guionista vivía en Los Bajos del Temor, una zona de aguas bajas, y así empecé a fotografiar paisajes y fui conociendo de a poco a vecinos, con los cuales compartíamos casi la diaria. Fue un proceso natural pasar de hacer algo completamente mío, que estaba en mi cabeza, a hacer algo documental, a registrarlos a ellos. En un momento me encontré con que las imágenes eran algo nuevo para mí, que nunca había visto algo así. Pasé a trabajar con una cámara de placa, que tiene gran formato y la particularidad de que quiebra con el paralelismo entre el plano del lente y el plano focal, algo que se da naturalmente en casi todas las cámaras. Y entonces uno compone un plano de foco que puede ponerse en diagonal, caído, oblicuo, lo que da una doble perspectiva, la del lugar y la del foco: mucha plasticidad para trabajar.” Las tomas, cuenta, fueron ganando en complejidad: en algunas fotos Chaskielberg puede indicar cuatro o cinco fuentes distintas de iluminación. “En ésta, por ejemplo, está la luz de la luna que ilumina el cielo y los árboles –dice respecto de ‘El cazador’, una foto que fue tapa de revistas especializadas–; la segunda fuente es el rojo del fuego, que da un contraluz en las plantas y en el pelo de él; después hay una luz color cian, que ilumina el carpincho y las hojas, que se ven muy verdes, y luego está la luz neutra que le ilumina la cara y la camisa. Todas las fotos están compuestas de esta manera, como una pintura, digamos. Sin duda, estos son ensayos sobre el color. Y los trabajos que estoy haciendo ahora, también.”
En una valijita lleva un set de flashes y linternas de diferentes calidades, colores, intensidades. “Casi siempre trabajo sin asistente, voy solo, porque el contacto con la gente es bastante íntimo y lleva su tiempo de construcción: muchos son amigos, ahora –cuenta–. Caer con alguien externo me parecía invasivo. Hay una relación de confianza que se construye, me parece; de lo contrario, quién se prestaría a sacarse una foto a las 11 o 12 de la noche para terminar a las 2 de la mañana. Cuando uno se acerca ve que es gente que vive muy aislada y que tiene el carácter muy a flor de piel, no tienen nada que disimular, y enseguida van a mostrarte lo que son. Muchas fotos surgieron de lo que iba hablando. Una vez fui a fotografiar una chata cargada con madera que llegaba a un astillero. Pongo la cámara y viene el cuidador del sitio, que invitó con un vino con gaseosa de limón, frío. Y veo un gallito, que lo seguía por todos lados. ‘Lo adopté hace un año y medio, cuando me vine, porque ya no puedo volver a Gualeguaychú’, me dice. ‘¿Qué pasó?’. ‘Bueno, es una historia larga, que empezó hace seis años. Tenía un vecino que me robaba herramientas, y un día llegó borracho y me tiró dos tiros en la casa. Yo salí con la escopeta de cazar ciervos, con tanta mala suerte que le pegué en el pecho y lo maté. Cuando salí de la cárcel, me vine para acá y adopté a mi gallo, Le propuse fotografiarlos juntos: me pareció que el personaje pinta un poco lo que es el sitio, que siempre fue un lugar de escondite, de ocultamiento.”
Otras fotos de La creciente nacieron de lo que llama “sopas creativas”, a las que contribuyen la música, la literatura, el cine. “Hay fotos que surgieron a partir de ‘La casa inundada’, de Felisberto Hernández –cuenta–. En otras influyeron los personajes de Balthus, el pintor de los gatos, que trabaja siempre con mujeres jóvenes en posiciones extrañas, que aparecen como detenidas en el tiempo. Sudeste, de Haroldo Conti, aparece también como una influencia más indirecta. Hay huellas de Lynch y Twin Peaks, tal vez. Esta foto se llama ‘Las fuerzas extrañas’, como el libro de Lugones, que según leí es el primero en la literatura fantástica argentina. Esto es El tropezón, donde se suicidó Lugones. Y me interesaba ese pasillo, imaginar que él habrá caminado por ahí, rumbo a la habitación en la que se mató. Bueno, yo creo que si el proceso creativo es poético, si tiene ese tinte, eso está en el resultado final, aunque quede oculto. De eso no tengo dudas.”
A aquella primera muestra en Benzacar le sobrevino un aluvión de trabajo, exposiciones, premios. Por citar un puñado de hitos: en 2008 la National Geographic le da el premio All Roads, en 2009 lo beca Magnum, en 2010 exhibe en la Bienal de Brighton, en 2011 en el New York Photo Festival (con curaduría de Elizabeth Biondi, editora de imagen en The New Yorker), este año en un par de galerías de Tokio. Por encargo de la organización de ayuda humanitaria Oxfam acaba de hacer trabajos en Turkana, Kenya, y en Beni, Bolivia. También trabajó hace poco en el registro de las viejas fábricas azucareras holandesas de Surinam. Y acaba de volver de Otsuchi, una de las ciudades más afectadas por el tsunami en Japón, donde retrató, también bajo la luz de la luna, a personas que posan en lo que quedó de sus casas, apenas los cimientos. Para el año que viene proyecta un viaje por los Andes, desde el sur hasta Perú, con la idea inicial de “intentar hacer un cambio”, dice, “dejar de trabajar por series y trabajar las fotos como entes independientes”. ¿Por qué cree, Chaskielberg, que La creciente tuvo tanto reconocimiento en las grandes ligas? “Yo creo que puso en juego cuál es el límite de lo documental –dice–. Porque está claro que tiene ese carácter, está registrando una comunidad, pero obviamente esa persona no está cargando un tronco a la noche, y este cazador no caza en esas horas, tampoco. Y también hay un desfasaje del tiempo, una traspolación del día con la noche, y una prolongación del tiempo de la toma que se acerca a cuando la fotografía tenía películas poco sensibles y los retratos duraban varios minutos, a finales del siglo XIX.” Dice Chaskielberg que durante las tomas percibe, en los retratados, mucha emoción. “En esos momentos estoy súper estresado, en mi mundo, pero disfrutándolo, ando como en éxtasis –cuenta–. Hay algo que sucede, porque el tiempo se prolongue y porque la gente esté detenida, en la oscuridad, bajo la luna, en el lugar elegido. Yo camino a través de la escena y voy pintando zonas con las linternas. En ese silencio, mientras la cámara está fotografiando, hay una tensión y se produce algo de la índole de la energía, de lo mágico. Es difícil de contar cómo se vive ese momento.”
La creciente
Alejandro Chaskielberg
Editorial Nazraeli Press
74 páginas
El libro se consigue en el Museo Malba.
Foto de tapa Nora Lezano
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