Dom 23.12.2012
radar

Bajo esta luna tremenda

› Por Marcos Zimmermann

“Como otro palo más de la jangada
a la deriva pasa el jangadero
porque no sabe que el aserradero
se devora su sombra arrodillada
con el impulso de la correntada
río abajo se va dejando el cuero
en el bermejo viborón naviero del agua
por la luna alucinada
arriero de la sombra de la vida
por el camino que anda caminando
lleva la carne de la primavera
trafica con la selva sometida
que como él va en silencio
navegando al destino final
de la madera...”

“Canción del jangadero”
Jaime Dávalos


En un gesto casi animal, el mayor de los hermanos Zabala alzó la nariz y olió el viento que soplaba sobre el río. “Ya viene”, me dijo. Tres horas más tarde, su rancho desaparecía bajo una masa infinita de agua. Dueño de esa poesía precisa que sólo son capaces de destilar quienes tienen contacto directo con la parte más verdadera del mundo, el mayor de los Zabala agregó: “La creciente es un animal voraz que avanza bajo su enorme vientre de agua. A veces llega en silencio, otras tronando, pero siempre muerde desde abajo”.

Y es cierto. Una cierta pesadez en el aire, remolinos inusuales en el río, aullidos insistentes de los monos o un silencio súbito de sapos, son signos que prenuncian su llegada. Sucede a cualquier hora: en pleno día, o a mitad de la noche. Y todos saben que no perdona. Empiezan en ese momento éxodos urgentes. Grupales. De estrategia precisa, forjada en la memoria de muchas generaciones. La primera canoa la abordan los bebés y las abuelas, acompañados por la comida, el televisor y los perros. Les sigue el bote que transporta colchones, ropa, hijos menores, madres y gallinas. Si hay tiempo para que los hombres carguen una lancha jaula, se salvan también las vacas preñadas y algún toro. Si no, se verá a la vuelta. Nadie sabe cuándo: el islero está acostumbrado a esos éxodos reiterados, devastadores, sin tiempo.

La creciente, el extraordinario libro fotográfico de Alejandro Chaskielberg, exhibe todo ese mundo de los habitantes del Delta del río Paraná, un tema tan cercano como olvidado por la fotografía argentina. Y lo hace de una manera completamente nueva. Con una técnica personalísima, este joven fotógrafo logra construir con la realidad pura imágenes de aire artificial, pero que a la vez poseen la misma verdad mágica de algunas de las mejores obras de arte que refieren a los habitantes del agua, y que lo precedieron, como el cuento “A la deriva” de Horacio Quiroga, las películas Los inundados de Fernando Birri; Los isleros, de Lucas Demare, o Tres hombres de río, de Mario Soffici, y el libro fotográfico El Paraná, de Rolando Paiva.

El resultado de la estética que propone Chaskielberg es apabullante. Y se parece a un sueño. Seguramente por eso eligió la noche, la luz de la luna y las linternas, para contar estas pequeñas epopeyas isleras que compartió personalmente durante cierto tiempo. Así desfilan en las poses alucinadas de sus fotografías los palafitos reiterados de las islas, el trabajo de los obrajeros de la madera, la navegación nocturna en las chatas de río, los cazadores de carpinchos, las largas familias habitantes de estos sitios y hasta seres misteriosos que parecen salidos de leyendas de la selva.

Frente a este libro de Chaskielberg surge la pregunta de Juan L. Ortiz: “¿Este río es el río, o es una cinta de sueño que se va hacia la muerte, a la vida profunda del sueño de la esencia?”. Yo no lo sé, a ciencia cierta. Pero sí sé que los isleros que conozco son tan esenciales como los que aparecen en las fotografías de Chaskielberg. Y que la vida de río es tan misteriosa como su libro.

Nota madre

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