NOTA DE TAPA
La zona roja
Flavio Rapisardi es activista gay, uno de los autores de la Ley de Unión Civil, ex pareja de Carlos Jáuregui y candidato a diputado por el Partido Comunista. María Rachid es militante lesbiana, fundadora del periódico Queer y de la agrupación Las Fulanas, voz cantante en las Asambleas Interbarriales y se postula como vicejefa de Gobierno por el Partido Obrero. Diana Sacayan es una travesti que estuvo presa, participó en piquetes en diciembre de 2001 y es candidata a consejera escolar por el Partido Comunista. Radar entrevistó a los tres candidatos de la izquierda para el próximo 24 de agosto que resultaban impensables hasta hace poco.
Por María Moreno
La candidatura de Flavio Rapisardi a diputado y de Diana Sacayan a consejera escolar por el Partido Comunista y de María Rachid a vicejefa de Gobierno por el Partido Obrero en las elecciones del 24 de agosto son la contracara de la Buenos Aires que se visualiza como meca gay, una competencia latina al Marruecos de los cafés humosos, las calles estrechas y las playas blancas donde es posible pasearse del meñique entre varones bajo una shilaba a lo Pierre Loti. Porque el consumo gay no es un correlato de la vigencia de derechos para las minorías sexuales. Los tres candidatos son conocidos militantes del movimiento GLTTB (Gays, lesbianas, travestis, transexuales y bisexuales) que se hicieron lugar en una izquierda que intenta blanquear los tiempos en que jamás se podía asociar el hombre nuevo a un peluquero (“La revolución no necesita peluqueros”, habría dicho Fidel).
El niño proletario
Tiene aspecto de jesuita. Será porque es fino como el Dr. Grondona. Activista hiperkinético, pasa de coserle el ruedo a una concursante de Miss Travesti 2000 a entrevistarse con De la Sota para garantizar el juicio justo a una prostituta acusada de asesinato. De ahí a una ponencia sobre Paul Riqueur y de ahí a discutir la Ley del Unión Civil o a presentar en España su libro Fiestas, baños y exilios, los gays porteños en la última dictadura que escribió junto a Alejandro Modarelli. Un militante sin tiempo libre aunque no se pierda una disco. Flavio Rapisardi tiene un contestador automático donde Marianne Faithful adelanta que él no está. Quién diría que es de origen peruca, proletario y de Avellaneda.
Como Néstor Perlongher.
–Como el Tigre Millán. Mi viejo era colectivero de la línea 33. Un flaco narigón que se hizo cirugía estética de la nariz.
Y usted se parece a su padre.
–No. Más bien mi vieja era yo con tetas. Era operaria de las cerdas. Tiradora. Tiraba la cerda de pelo de caballo y de vaca con que se hacen los cepillos. Porque la cerda tenía varios procesos: primero se la peinaba con clavos y después se la ponía pasada por querosén entre dos peines de metal y se tiraba con un cuchillo metálico. Por su trabajo, mi vieja no tenía sensibilidad en las manos. La recuerdo sacándose uno de esos guardapolvos de grafa con olor a querosén para bañarse en el fuentón de agua caliente, porque no teníamos calefón. Y de una escena muy triste: ella tenía un sobretodo verde re-kitsch como hecho con plumitas. Un día se tiró en la cama a descansar. Me recosté a su lado. Como no tenía sensibilidad en las manos era lo menos cariñosa del mundo. Entonces yo le tocaba el tapadito, imaginándome que se moría y me ponía a llorar. En el ‘76 mi padre se jubiló porque tuvieron que hacerle un trasplante de la válvula mitral. Estuvo cuatro años sin laburar. Fue una época de malaria espantosa. Me acuerdo haber llorado de hambre. Mi vieja laburaba solamente a la mañana porque mi padre le decía que si ella no estaba con él, se moría. Antes el taller funcionaba en mi casa pero en el ‘74 se prendió fuego. Después mi hermana trabajó en una fábrica de cuerdas.
Rapisardi, ésta parece una novela de Elías Castelnuovo.
–Pero es verdad.
Pero inverosímil.
Rapisardi no creció tilingo. A los catorce años militaba en el Ateneo Arturo Jauretche. A los quince era secretario de la JPS.
–Gané con una alianza entre montoneros e isabelistas contra la línea socialdemócrata de Cafiero. Me acuerdo de que tomaba lista a los activistas con un sistema donde ponía presente, ausente con aviso y ausente sin aviso. Después lo pegaba en la pared. Del Ateneo Arturo Jauretche recuerda al que todos llamaban “el puto del barrio bailarín de comparsa” y que tenía una teoría estrafalaria sobre el origen del sida.
–Decía que se producía porque el semen se pudría en el recto.
Rapisardi hacía pintadas contra el Fondo Monetario Internacional, tenía novios y, no veía aún la veta política de lo que todavía no se naturalizaba en su lenguaje de cadete concientizado como “orientación sexual”. En 1985 pronunció un discurso en la fiesta anual de estudiantes secundarios ante la cúpula del peronismo. Se le ocurrió inspirarse en la plataforma del Frejuli que hablaba de “socialización de los medios de producción” aunque no tuviera ni idea de lo que quería decir.
Viveza peronista.
–Después salió en la revista del PJ la crítica del acto. Decía que habíamos convocado grupos que utilizaban “instrumentos extranjeros como la batería y la guitarra eléctrica”. ¿Qué querían? ¿Quena y sicus?
La chispa de la política se había encendido en esa casa de Avellaneda con depósito de chatarra en el gallinero y patio con canario, mucho antes de que Flavio Rapisardi leyera en la revista del MAS –llamada precisamente La Chispa– un reportaje al fundador de la CHA, Carlos Jáuregui, que le hizo pensar que había una relación “entre lo que me pasa a mí y no puedo decir y la política”. Ya entonces iba a bailar a Area con un compañero gay de la multinacional en la que trabajaba como cadete, lugar extraño para un peruca infanto-juvenil de Avellaneda donde de pronto la luz se apagaba y sonaba el tema de Alaska “A quién le importa” mientras alguien le deslizaba un volante de la CHA.
–Imaginate, yo venía de un hogar peronista. Mi vieja se acordaba de dos cosas: del cachetazo de Evita a Espejo que vio en vivo y en directo y de un día en que estaba Eva Perón a la vuelta de casa porque allí estaba el hospital con su nombre y ella pasó con Perón por la esquina y la saludaron. Y me acuerdo de la muerte de Perón, cuando ella me vino a buscar llorando al colegio. Un día del ‘75 estábamos en el patio de casa y vimos luces porque el ERP estaba tomando el Regimiento 601 y había cortado el puente de La Boca y estaba avisando con fuegos artificiales. Ahí murió un colimba de la vuelta de mi casa, El Gallego. Era un 24 de diciembre y con todos los parientes que estaban en el patio para festejar Nochebuena fuimos al velorio. Al poco tiempo fue el golpe de Estado y recuerdo a mi viejo en el fondo de casa enterrando cosas, por ejemplo una estatua de plástico de Perón, todos sus libros y algunos carteles del ‘45. Por la misma época mi vieja entró a mi casa demudada y gritó “Tírense al piso”. Y todos nos tiramos. Ahí empezó una balacera. Era que los milicos habían venido a matar a un pibe montonero que tenía en el fondo de la casa una fábrica de resortes para armas y que vivía al lado. Murió gritando “¡Viva los montoneros!”. Según el relato de mi vieja, habían aparecido tipos con pelucas plateadas mostrando armas desde las ventanillas de los autos.
Ese parece un recuerdo encubridor a la luz de la militancia posterior.
–¡¡¡Te digo que la versión era de mi vieja!!!
Un día Flavio Rapisardi tomó coraje y tocó el timbre de la CHA. Entonces se le quemaron los libros de sociología porque le abrió la puerta un miembro de la subespecie llamada psicobolche: un artesano de pelo largo, barba y anteojos. La CHA lo hizo pasar por el filtro de los grupos de concientización que, como todo el mundo sabe, son caldo de cultivo de romances, y luego lo pasaron a una mesa para juntar recortes. El plagiador de la plataforma del Frejuli se indignó. Al poco tiempo fue vocal: luego de una crisis de la comisión directiva a cuya burocracia se enfrentó junto con la histórica feminista lesbiana Teresa De Rito. Cuando se puso de novio con Carlos Jáuregui, que había fundado Gays por los Derechos Civiles, empezó a ver la articulación entre su pasado y su presente. Esa agrupación hablaba de Orgullo Gay y de Visibilidad Pública. Comoescribiera Néstor Perlongher, se proponía intervenir en las leyes “para vivir y amar en una ciudad liberada”. Al poco tiempo, en su calidad de estudiante nocturno de filosofía, con explicable orientación a la política, formó parte del Colectivo Universitario Eros. Pronto conoció a Lohana Berkins y fue cofundador del Area de Estudios Queer del Centro Cultural Ricardo Rojas. Un sector del movimiento GLTTB avanzaba hacia la teoría, la articulación de los movimientos sociales y la lucha dentro de los espacios jurídicos y él era un referente. La anécdota de su coming out ya formaba parte de su novela familiar de militante queer.
–Un día mi vieja me pidió que volviera temprano a casa porque tenía que hablar conmigo. En esa época, mi viejo trabajaba a la noche de sereno en un estacionamiento. “Yo quiero que me digas la verdad porque yo ya sé todo”, me dijo ella. “¿Qué sabés?” “¡Que sos homosexual! Pero quiero que me lo digas vos antes de que me lo digan por otro lado. Para papá va a ser difícil entenderlo; hay que ir despacio.” Pero mi viejo lo sabía porque yo tenía un novio y me quedaba a dormir con él. Por entonces, yo tenía pancita. Y mi viejo un día me dijo: “¿Pancita de casado, no?”.
Aunque la Ley de Unión Civil haya salido con gran revuelo de sotanas, Rapisardi no la sobreestima.
–Si bien soy uno de los autores de la Ley de Unión Civil, yo sé cuáles son los límites. Fue un debate político y simbólico. Desde el punto de vista de conquista de derechos es absolutamente limitado. Pero no es lo mismo para los movimientos antes del debate que después. La presencia de militantes gays en el interior de los partidos conservadores no es signo de progreso. Es signo de cómo se avanzó pero también de cuáles son los límites de la democracia liberal. El grupo gay en el interior del movimiento republicano de EE.UU. equivale a la existencia de un grupo homosexual en el partido de López Murphy. Mientras tanto la Corte Suprema de EE.UU. está por tirar abajo todas las conquistas que se han logrado. La articulación con los movimientos de izquierda se da a partir de la crítica de la propia izquierda: cuando algunos sectores de izquierda definen el campo popular como un espacio que tiene que problematizarse de acuerdo con la sociedad contemporánea. Pero así como en el interior de la izquierda hay homofobia, el movimiento GLTTB tiene una articulación con la política que ve la política como una instancia administrativa. Así como la izquierda no ve como campo de conflicto lo social, los movimientos sociales no ven el campo político como un campo de conflicto. Liliana Maresca tenía una obra, Euroburos, donde había desarmado una biblioteca para armar una serpiente que se come su propia cola. La izquierda política y el GLTTB se están comiendo su propia cola. Y esto mientras sigue la reconstrucción de la hegemonía por los de siempre. En ese sentido hay un sector que ve en diciembre una ruptura. No se puede seguir haciendo política en los mismos términos después del 20 de diciembre. Porque el diálogo entre capital y trabajo está cerrado. Una vez escuché a un activista GLTTB decir: “Desde que vi la Villa Gay en la ciudad universitaria mi vida cambió”. Es una frase de Chiquita Legrand. Entre gays pobres y gays ricos hay problemáticas comunes y diferentes. La lucha GLTTB tiene un límite. El “que se vayan todos” no es sólo para los políticos de izquierda o de derecha, también fue para los activistas GLTTB y para los activistas sociales en general. Martha Rosemberg dijo una frase muy buena: “La izquierda entendió el que se vayan todos como están tocando nuestra canción y no es así”. Tampoco para otros.
Una fulana candidata
Como muchos militantes GLTTB y feministas, María Rachid encontró en las prácticas colectivas realizadas a partir del 19 de diciembre una ocasión para la espera estratégica. En su condición de activista pensó que había que empezar por movilizarse en torno de reivindicaciones comunes donde los derechos sexuales deberían encontrar suoportunidad de inserción. Cuando los integrantes de la Asamblea de Rivadavia y Uriburu necesitaron un lugar para pintar su bandera, María ofreció el local de Las Fulanas, un centro comunitario de lesbianas feministas. Los vecinos se desayunaron con carteles que decían Lesbianas presentes, Mujeres que aman a las mujeres, Lesbianas a la vista. Mientras pintaban conversaron. Si antes veían en María y su compañera Claudia una pareja de chicas, ahora empezaron a entender la dimensión política del asunto. La Asamblea terminó levantando las reivindicaciones de Las Fulanas y las llevó a la segunda Interbarrial, donde fueron aceptadas por unanimidad. El punto era contra la discriminación por orientación sexual, identidad de género y de sexo –la heterosexualidad como no obligatoria– a favor de todos los derechos de gays, lesbianas, travestis, transexuales y bisexuales. Al mismo tiempo ella fue de las que llevó a la Interbarrial la propuesta de votar a aquellos candidatos que levantaban en sus programas las reivindicaciones de las asambleas, es decir que se fueran no todos.
Como Flavio Rapisardi, María ve en la Ley de Unión Civil poco más que un triunfo simbólico.
–Lo más importante fue el impacto social. Lo que genera en la vida cotidiana de cada una de nosotras y nosotros, en nuestras familias, en los ambientes laborales. Ahora es como una gran caja vacía que hay que llenar de derechos. Trabajar con la Ley Antidiscriminatoria donde hay que incluir el tema de la orientación sexual y de la identidad de género y de sexo, que no está expresa en la ley nacional y sí en algunos estatutos de algunas ciudades, como Buenos Aires y Rosario.
María Rachid es una especie de odalisca rubia cuyo cuerpo robusto sabe viborear en las danzas árabes en las que suele sacarse chispas con Lohana Berkins durante los festejos del Día del Orgullo o las fiestas de recaudación de fondos para Las Fulanas. Su coming out fue en incómodas cuotas a pesar de que cada vez que su madre entraba a su cuarto se encontrara perogrullescamente con algún cartel de la agrupación Lesbianas a la Vista.
–Cuando mi mamá se enteró de que era lesbiana me pidió que fuera a terapia. Y que no les dijera nada a mis hermanos. Pensaba que me esperaba mucho sufrimiento. Además un tío mío gay se había suicidado. Fui a hacer terapia, un par de sesiones para darle el gusto a mi mamá. En ese momento estábamos muy mal económicamente, la psicóloga era muy cara, mis padres estaban divorciados. Entonces agarré a mi mamá y le dije: “Mirá, vos me decís que no se lo diga a mis hermanos, la psicóloga me dice que haga lo que quiera, vos me decís que es un camino de infelicidad, la psicóloga me dice que si yo siento que mi felicidad va por ese lado que siga en ese camino, entonces no te está sirviendo mucho toda esta plata que estás invirtiendo en la psicóloga y yo voy más por vos que por mí, así que ¿por qué mejor no ahorramos la terapia?” Con mi hermano fue más gracioso. Un día estábamos en una reunión familiar en la que estaban mis tíos y mis abuelos y él me dijo “Hoy te vi en el diario”. Era la época de la lucha contra los edictos policiales y yo no sabía por qué me había visto, si en medio de la movilización o como activista lesbiana. Entonces pensé: “Ahora va a venir con que tenemos que hablar”. No, me dijo: “Saliste muy bien”. Mi hermano es piquetero. Participa en la organización Patria Libre y Barrios de Pie. Mis dos hermanos terminaron diciéndole a mi mamá “Veinte años con un hombre como papá. Si tuvieras la felicidad a través de la heterosexualidad vos hubieras tenido otra vida”.
¿Y tu viejo?
–Mi papá hace muchos años que no me habla.
María Rachid fue al colegio Nuestra Señora de la Unidad, donde ella y su compañera María Vázquez eran consideradas hijas de subversivos. El padre de María estuvo preso durante la dictadura militar, y de ahí fuedesembarcando en el menemismo. Una mañana de 1983 –María estaba en tercer grado– encontró un afiche de Alsogaray pegado con plasticola en su pupitre. Una vez, más adelante, con la otra María, tuvo que hacer un trabajo sobre política. Eligieron como tema lo social en la dictadura pero les dijeron que ya había sido adjudicado. Entonces pidieron trabajar sobre la economía durante el mismo período. Cuando lo expusieron, lo hicieron con la custodia de la Dirección. Era un colegio reaccionario que favorecía rebeliones futuras y multidireccionales. Por un intercambio estudiantil María, estudiante de Derecho, fue a estudiar a una pequeña universidad norteamericana donde la directora de residentes era una bisexual que vivía con su pareja en el campus y organizaba muchas actividades GLTTB. Había una que se llamaba “Las etiquetas son para los jarros”. María asistió con curiosidad y vio el salón decorado con muchas fotografías de actores y actrices. Ella se preguntó qué tendrían en común. Eran gays y lesbianas. Al escuchar a los participantes María pudo nombrar y dar sentido a sentimientos que había tenido en su juventud evocada como una épica de novios, estudios brillantes y un efímero curso como modelo.
Cuando volvió al país militó en Lesbianas a la Vista, fundó Las Fulanas, publicó su revista y luego el periódico Queer, donde su compañera Claudia vende publicidad. En 1998 una vecina creyó ver en las actividades de Las Fulanas una orgía semanal que incluía gente semidesnuda que nunca franeleaba con alguien del sexo contrario.
–Obviamente era todo mentira, a menos que no me hubieran invitado. En la comisaría no le dieron bola hasta que nos hicieron un juicio contravencional. Un martes hubo un allanamiento con diez policías. Nos llevaron el equipo de música. Después fuimos a verlo a Zaffaroni, que había redactado el orden del día: no lo podía creer. “¿Cómo que se llevaron el equipo de sonido? No se pueden llevar el equipo de sonido.” Pero sí, se lo llevaron. Estuvo dos años en el despacho del juez, cuando yo fui a buscarlo el juez sacó el CD del equipo mirándome fijo.
María y sus compañeras saltaron de alegría cuando se enteraron de que las sancionaban obligándolas a hacer trabajos comunales. Pero les tocó trabajar en el Planetario, donde no había nada que hacer más que ayudar a la empleada de la limpieza. El juicio terminó en el CELS.
–Yo iba con mi expediente de diez hojas a que el pobre Alberto Bovino me ayudara con el caso. Es un genio que se portó diez puntos con nosotras. Con toda esa habitación llena por el caso Cabezas.
Un día María hizo entender a la vecina denunciante el espíritu asambleísta. Había venido a cortar el gas de Las Fulanas. María discutía y exigía que se esperara la presencia de la asamblea, una de cuyas prácticas era impedir los cortes. El empleado de MetroGas le tocó el timbre a la vecina ya que los medidores estaban en su casa. La vecina estaba atrasada en el alquiler y María lo sabía porque las dos pagaban en la misma inmobiliaria. Ahora se quejaba de que por las “tortilleras de mierda”, alias “ruidos molestos”, le iban a cortar el gas a ella.
María la arengó: “Mire, el día de mañana van a venir a cortarle a usted, o a desalojarla, y usted me puede tocar el timbre. Y nosotras vamos a salir todas y entre todas vamos a evitar su desalojo. Si nos organizamos para que no nos jodan –porque el que no paga la luz, el que no paga el gas, el que no paga el alquiler, no es porque no quiera sino que es porque muchas veces no puede–, es decir, si nos protegemos entre nosotras, más allá de nuestras diferencias, y respetando esas diferencias, por ahí podemos defendernos y que no nos pasen estas cosas”.
Ahora Carmen, la vecina empezó a saludar. Ese día deben haber visto a María los del PO.
El regreso de Diana Sacayan
La candidata a consejera escolar por el Partido Comunista sacó su nombre de un teleteatro mexicano –”El extrañoregreso de Diana Salazar”– para ponerle sentido a otro regreso, el de la cárcel. Como travesti politizada del barrio de Laferrere había hecho muchas denuncias por apremios ilegales, por las irregularidades en el interior de un prostíbulo, por amenazas. Al parecer le tendieron una cama. Estuvo presa nueve meses en Florencio Varela. Hasta allí concurrió la histórica Lohana Berkins para asistirla legalmente y para hablarle de la Izquierda Unida. Cuando salió de la cárcel Diana tuvo algo así como un clic que la separaba de su vida anterior. Empezó a militar en el Mal (Movimiento a la Liberación) que agrupa a lesbianas, gays, travestis y punks anarquistas de la línea de estaciones que salen de Buenos Aires y se expanden en barrios pobrísimos donde suena la cumbia y abundan las peluquerías. A la madre de Diana la cercanía paulatina de su hija al Che Guevara más allá de los posters no le disgustaba tanto como que fuera travesti pero por ahí nomás.
–A mamá no tuve que decírselo. Ella se dio cuenta. Un día salimos con mi hermana travestidas y caminábamos por una calle oscura cuando vimos venir a una persona. Era mi madre. Me vio bien de frente, re-producida. Lo único que recuerdo es que me dijo: “¡Qué bonito!”. Cuando empecé a hablarle del Che no le gustaba nada. Mi madre miraba la cara del Che y le parecía que era una persona agresiva porque le habían contado cosas. Unos días antes de que ella falleciera estuvimos hablando –yo siempre me ponía a hablar– y le dije que el Che no era como le habían dicho. Entonces se le borró esa imagen del Che que tenía. Ella estaba en la cama y cuando yo tenía que venirme al local, me decía: “¿Ya te vas a lo del Che?”.
Contra el consumismo Diana Sacayan ha convertido su atuendo en un mínimo de coquetería y un máximo de practicidad: jeans y zapatillas.
–Si vivimos en una sociedad de consumo, eso para la travesti es mucho más profundo todavía porque la travesti busca un estereotipo de mujer modelo. Querés tener todo lo que ves en la televisión. Antes me encantaban los zapatos con plataformas, tenía el pelo muy largo, con bucles rubios, muy rubios y vivía a galletitas de agua. Ahí había dos cuestiones: una, que me quería ver así, como me mostraba el sistema; y otra, que quería tener cosas materiales. Un día empecé a comprender que ser travesti no era tampoco buscar ser como una mujer. Tenemos mucha admiración por las mujeres, por eso nos vestimos de mujer, pero no al extremo de querer ser mujer. Si no vamos a llegar nunca a ser mujer: hay que tener la conciencia de eso. Quería ser travesti. Pero antes no comía para ahorrar y seguir construyendo mi casa en el kilómetro 33, en Laferrere. Una casa muy bonita, con desniveles y arcadas, ventanas redondas. ¡Y en el medio del campo! Tenía esa mentalidad, ¿te das cuenta? La misma de todo el barrio, donde había casas de cartón y chapa pero con semejantes equipos y cable.
La ropa de mujer formó parte de los disfraces que usaban algunos de los quince hermanos de Diana a la hora de la siesta, cuando la casilla, a pesar de contener la friolera de diecisiete personas –cuando venían los hermanos casados o separados– tenía lugar para una pasarela imaginaria. De chica, Diana había escuchado que la homosexualidad podía ser una etapa evolutiva soluble en el casamiento con una mujer comprensiva. Besó a una chica. No le gustó. Le contó. La chica dijo todo bien. Todavía la ve por el barrio y la saluda. Pero entonces pensó que un pastor evangelista podía ayudarla más que un psicólogo.
–Le conté que era homosexual y qué sé yo. Me hicieron algo así como una liberación total con la imposición de manos. Yo me caí como tenía que ser, pero no me caí porque me desmayé sino porque me empujaron. La fuerza superior, minga.
Diana Sacayan, cuya belleza sólo se subraya entre dos mechas oxigenadas, confiesa que su afán anticonsumista no puede con lo que su cuerpo ha adquirido como atracción erótica. –Tengo siliconas en los glúteos. Me las puso una chica travesti. Se va cargando la silicona y te la van inyectando. Sentís que se te va abriendo la carne y estirando las fibras. Vos pensás que se te va a quedar así, demasiado parado, sin forma, pero tenés que masajearte. Hay un elástico que va dando la forma redonda, que es como un molde. Porque si no la silicona se te puede correr, como les pasó a muchas chicas. La del pecho se hace con una especie de corpiño que se va cargando con la forma. Es muy jodida. A mí no se me corrió. Salió bien: a la cola la tengo bien parada. Pero es una operación que hoy no le aconsejo a nadie, por las condiciones de higiene, porque no se sabe qué sustancia te pueden aplicar. La chica me dijo después de la inyección: “Quedate boca abajo una semana”. Pero yo me quedé 21 días boca abajo del miedo.
Como muchas de sus compañeras, Diana Sacayan trabajó en la calle, ese lugar adonde ahora pega pasos políticos que, como para muchos, se hicieron más firmes a partir del 19 de diciembre.
–Paraba en Bacacay y Caracas, plena fiesta menemista, cinco o seis clientes por noche que pagaban muy bien. Los de la Comisaría 50 eran siniestros. En un momento pusieron una multa de alrededor de $11. A veces levantaban quince chicas, veinte, treinta. A $11, sacá la cuenta. Venían arrasando todo, y yo recuerdo que las chicas se tiraban para abajo de un auto, una se escondía en un hotel, la otra arriba de un árbol. Los calabozos que me habré comido. La policía, más en provincia, es de terror. Si es de terror con la gente heterosexual, con los detenidos comunes, imaginate con nosotras. Encima hay un artículo que dice que vos por tener vestimenta no apropiada a tu sexo podés ir detenida. Con ese criterio, como dice Lohana, habría que sacarles fotos a las mujeres policías para que después, por como se visten, vayan presas.
¿Participaste el 19 de diciembre?
–Participé de los saqueos con un grupo anarquista. Era un supermercado mayorista. Duró horas. Me acuerdo que llenamos una casa y después de ahí se fue repartiendo. Yo no me llevé casi nada porque mi vieja era así ¿viste? De decir: “Acá no me traés nada bajo las manos”. Creo que me llevé una bolsa y un jabón en polvo. Después participé de un piquete en la Ruta 21 y Carlos Casares. Ya era de noche. El 20 estuvimos todo el día ahí hasta que pasó un patrullero y le dio un tiro a un chico y hubo que llevarlo al médico.
Diana Sacayan habla de clase, de capitalismo, de campo popular pero insiste en aquello que empezó a comprender en carne propia: la discriminación.
–Yo antes creía que una persona que me gritaba puto en la calle era una persona con la que yo no debía hablar nunca; ahora yo me doy vuelta y le digo cuál es el concepto que conoce él como puto. Porque para mí puto no es ninguna ofensa. Porque hablamos de resignificar las palabras, de que no sean como insultos, ¿por qué tienen que ser un insulto? Sufrí discriminación en un hospital, hace unos días. Me fui a hacer atender con el médico. Estábamos hablando, me pidió los datos. De pronto dijo: “Bueno, macho”. Como hasta ahí vi que se podía hablar lo dejé pasar y no le dije nada; después me volvió a decir “Bueno, macho –como cargándome–, entonces ya sabés lo que tenés que hacer”. Le dije: “¿Le puedo pedir algo? Que me llame por el apellido”. Porque sé que un médico tiene la obligación de llamarte por el apellido, ni siquiera “gordo” te puede decir, aunque lo haga de buena onda. Y el tipo se empezó a poner como gritón, que a nosotras siempre nos molestaba todo, que estábamos re-sensibilizadas. Entonces le dije: “Mire, doctor, yo no vengo acá y le digo marica o mariquita, aunque yo deduzca que usted tiene una inclinación homosexual muy fuerte”. Me empezó a gritar que no me iba a atender. Yo antes había estado ironizando. Pero cuando me dijo que no me iba a atender me estaba discriminando. Entonces me enardecí. Fue una discusión muy fogosa. Vinootra gente. Se metieron otros médicos. Me sacaron del consultorio. Estuve hablando con una asistente. Después vino la doctora y me dijo: “¿Pero cómo te va a discriminar si él es judío?” Dios.
Diana Sacayan trabaja junto a Flavio Rapisardi y el MAL en la modificación del Código de Faltas que caratula como “escándalo” las relaciones homosexuales en los hoteles alojamiento y penaliza la prostitución aunque la Argentina sea abolicionista.
El escepticismo a lo Minguito Tinguitella dirá que es muy fácil ser progresista cuando gran parte de los que gritaban “que se vayan todos” van a votar a Mauricio Macri. Que éstos no serían candidatos si hubiera opciones de que alguna izquierda resultara la favorita. Pero el coming out apuntado a los lugares de decisión es uno de los infinitos coming out sin retorno a closet alguno que posibilitaron las jornadas de diciembre de 2001. Para el movimiento GLTTB, “que se queden éstos”, aunque sea en las listas, incita menos al festejo que a salirse del quiosco de las ONG y del eterno reconocimiento mutuo ombliguista para cruzarse con otros, esos para los que el perfeccionamiento de la Unión Civil, de otorgar derechos hereditarios, no tendrían nada que legarse.