Domingo, 27 de julio de 2003 | Hoy
PLáSTICA
Para Juan Marchesi –que de chico trabajó en una óptica y aprendió a biselar lentes– la plástica era un destino anunciado. Una muestra en el Centro Cultural Borges revisita la obra de este dibujante, ilustrador, escenógrafo de rock y docente afincado en la Patagonia desde hace casi 30 años, cuya obra –hecha de rigor, de compromiso y de sueño– sigue eludiendo los cánones del mercado.
Juan Marchesi, porteño de nacimiento, es desde 1975 un hombre de la
Patagonia, más precisamente de la provincia de Río Negro. Bariloche
y Viedma han sido sus residencias. En estas ciudades ha ejercido la docencia,
pero también desde allí ha realizado una intensa labor de ilustrador
para editoriales de Buenos Aires. Aclaro: excelente ilustrador.
Pero ¿qué es un ilustrador? Alguien que desde el dibujo (lo que
no excluye el color) acompaña un texto. No es la fidelidad a este último
la que determina el adjetivo calificativo que acabo de usar, sino susensibilidad
para con el dibujo y particularmente con la línea. Y esto hace que, más
allá de su especificación profesional, sea un dibujante de verdad.
Pero también Marchesi es un pintor –y muy prolífico–
siempre preocupado por asir la luz que domina el bello contexto en el que vive,
sea cerca de la cordillera o próximo al océano.
Marchesi se identifica con un personaje que él mismo llama “el
espión”, y que observa el mundo desde cierta altura, absorto a
la dualidad de todo, desde “cielo y tierra” y “día
y noche” hasta “paz y guerra” o “justicia e injusticia”.
El espión está deambulando en el laberinto pero también
puede observarlo por encima. El espión puede desdoblarse, estar dentro
y fuera de las cosas. Así, sus miradas son múltiples como múltiples
son las cosas a mirar, admirar, gozar y lamentar.
Yugen
por Guillermo Saccomanno
Si la obra plástica de Marchesi tardó en ganar el reconocimiento
que le corresponde se debe, sin duda, a su rigor: una producción al costado
de las tendencias canónicas del comercio plástico. Coherente con
su biografía, la obra de Marchesi se traduce en una educación
personal de la mirada; es decir, un estilo. Lo que va del pibe que empezó
como cadete de una óptica, más tarde fue biselador de lentes y
después, en su juventud, durante los ‘70, se inició en el
arte y el compromiso político, hasta sus efectos y consecuencias: todo
eso articula su obra. En ese trayecto hay que incluir actividades como la ilustración
y la escenografía de rock, manifestaciones complementarias de una plástica
que narra, ni más ni menos, un exilio y el descubrimiento de un territorio,
la Patagonia. En el 75, al partir hacia el sur, Marchesi asumió no sólo
una geografía sino también perpetuar la fidelidad con su obra:
un modo de comprender el arte sin transigir ni claudicar en sus convicciones.
En este sentido, con su afincamiento en la Patagonia, Marchesi prefirió
la austeridad al oportunismo. Toda una elección existencial, la suya:
el arte como un oficio. La ilustración nutre sus dibujos y pinturas.
Simultánea, la docencia es búsqueda de un saber, ese que el maestro
persigue tanto como sus discípulos.
Porque descreo de la neutralidad crítica y la arbitrariedad del gusto,
me importa decir que con Marchesi somos amigos desde los ‘70. Quizá
se explique así mi fervor por su obra. Pero también incide en
esto un gesto de esos años y nuestra generación: la vinculación
entre el artista y su contexto. Puedo recordar, en los tiempos de la dictadura,
una madrugada de nieve, a Marchesi acosado por las pálidas, dibujando
y coloreando todo el tiempo en ese blanco mientras sonaba la música de
Pink Floyd, antídoto contra la negrura represiva. Desde entonces hasta
ahora, sus dibujos y sus pinturas fueron afilando una percepción simbólica
del territorio real. Aquello que en el dibujo es transparencia y aire, al proyectarse
en la tela estalla en color y se vuelve onírico. En sus paisajes suelen
irrumpir construcciones que remiten tanto a Kafka como a Escher, reminiscencias
que el sujeto con pasado urbano se empecina en dejar atrás cuando la
belleza -lo patagónico, con su fuerza– domina la mirada. Quienes
pretendan una representación figurativa de lo patagónico no la
van a encontrar como adaptación verista en esta obra. Van a encontrar
otra cosa: sueño y abismo imponiéndose en el espacio vacío.
La Patagonia de Marchesi es, con sencillez y humildad, un satori que, en la
fugacidad de un segundo, contiene treinta años de meditación en
estas imágenes.
Uno de los estados de ánimo del furyu, el gusto zen en el arte, es el
yugen. Se trata de la visión de algo extraño y misterioso, de
pronto desconocido, que se revela. Desde que Marchesi eligió ser artista
patagónico –al margen de las sectas, las vanguardias de un ratito,
los circuitos de prestigio galerista–, su obra trasunta esa aura del yugen.
Matisse afirmaba: “Basta con inventar signos”. Fíjense, aquí
los tienen. No piensen ni sientan con los ojos de siempre. Por un instante,
ustedes pueden asomarse, como el espión –esa criatura pelada que
observa por encima de los laberintos–, y ver.
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