Canciones fértiles
Se busca vivo o muerto Empezaron teloneando al decadente Neil Sedaka y terminaron como uno de los pocos milagros renacentistas del medioevo musical de los ‘70. Indiferentes a las drogas, la TV y los looks de la época, mezclaron el enciclopedismo kitsch de la Electric Light Orchestra, la histeria virtuosa de Frank Zappa y el divismo barrococó de Queen, pero su dogma último fue la canción, y dentro de ese formato ningún estilo les fue ajeno: country, reggae, disco, varieté, ópera, heavy, canción playera a la Beach Boys, balada descorazonada, rumba y pastiches tropicales, glam... Con ustedes, los 10cc, la banda de Manchester que inventó el romanticismo dadaísta.
Por Rodrigo Fresán
El nombre se le ocurrió al director de su primera discográfica: si 9 centímetros cúbicos es el volumen promedio de un hombre muy pero muy excitado a la hora de eyacular, entonces ellos, más potentes y fértiles, serían 10cc. Salvo ese detalle, todo, absolutamente todo fue responsabilidad de los nativos de Manchester Eric Stewart, Kevin Godley y Lawrence “Lol” Cremey Graham Goldman.
Una inmaculadísima concepción que sucede muy de tanto en tanto: una de esas perfectas alineaciones astrales que producen un irrepetible momento cósmico donde todo está en su sitio justo y encaja a la perfección. Y así, lo que empezó como una banda de apoyo para acompañar al decadente Neil Sedaka terminó siendo uno de los pocos milagros renacentistas de ese medioevo musical que supieron ser los ‘70.
Aquí y ahora, en perspectiva, suele definirse a 10cc como una mezcla del enciclopedismo kitsch de la Electric Light Orchestra, la histeria virtuosa de Frank Zappa y el divismo barrococó de Queen. Pero sería y es un destilado incompleto: agregar también la capacidad camaleónica a la hora de componer canciones/mirada con personaje en primera persona de Ray “The Kinks” Davies y Randy Newman; el sabor ácido y jazzy de Steely Dan (“Hey Nineteen” es su canción más 10cc), y –last but no least– los súbitos brotes psicótico-melódicos y la perversión polimorfa de los Beatles (la estética de esa mini-suite al final de Abbey Road puede encontrarse, concentrada, en una sola canción de 10cc) sin la necesidad de un George Martin que les diera una ayudita.
Porque los 10cc eran sus propios George Martin. Se autoproducían con maestría, eran dueños de un muy bien equipado estudio propio (donde tiempo después grabaría Joy Division) y se divertían como locos haciendo lo que hacían. Y los críticos de su tiempo los adoraban. Y todos cantaban y todos componían y todos tocaban todos los instrumentos. Y sus singles alcanzaban los primeros puestos. Y si uno lo piensa un poco, tal vez –quién sabe, quizá– los 10cc hayan muerto de perfección. Y tal vez sea esa misma perfección lo que les permita excitarse otra vez, cualquier día de éstos para, por favor, volver a lanzar al aire y a los oídos sus poluciones musicales.
EYACULAR
O tal vez la llegada de su crepúsculo haya tenido que ver con el hecho que 10cc jamás hizo concesión alguna a la mística rockera. No eran amateurs hormonales con sed de gloria: venían de componer hits para otros (The Yardbirds, The Hollies, Herman’s Hermits). No les interesaba que los reconocieran por la calle (a menudo eran confundidos con los plomos de la banda); no les gustaba ir a tocar a la televisión; no se drogaban (“Una vez fumé un porro e inmediatamente me puse a pensar en lo mucho que se preocuparía mi madre, y enseguida me vino un terrible dolor de cabeza”, declaró uno de ellos). Y la ropa con la que subían siempre a tocar era la misma con la que salían a comer o iban al cine.
La verdad sea dicha: a 10cc lo que en realidad le gustaba era escribir canciones. Estaba más cerca del espíritu trabajador y artesanal del Brill Building neoyorquino o de la Denmark Street londinense –fábricas virtuales y sacras de canciones en serie– que de los fulgores masivos de un Woodstock o un Monterrey Pop. Sí, los 10cc eran bichos de estudio decididos a probarlo todo: científicos locos felices de mezclar esto con aquello con modales más dignos de un musical del Broadway más dorado que de uno de esos conciertos efectistas y especiales. Para 10cc, los efectos especiales eran las canciones; poco y nada les interesaba el concepto tan de moda del álbum conceptual (aunque varios de sus lps parecían finalmente seres orgánicos e indivisibles). Todo valía –y cabía– adentro de una canción. Así, ningún estilo les era indiferente: country, reggae, disco, varieté, ópera, heavy, canción playera a la Beach Boys, balada descorazonada, rumba y pastiches tropicales, glam, lo que venga y corrersey apretarse que todavía hay más lugar al fondo, hasta conseguir eso que bien podría definirse –y definirlos– como romanticismo dadaísta.
La cuestión es que el otro día me compré la revista inglesa Uncut -probablemente la mejor revista pop de estos días– y allí estaban otra vez en nota recordatoria. Y yo recordé tantas cosas, y tantas canciones de 10cc musicalizando esas cosas. Y salí en busca de sus discos por las tiendas de saldos de Barcelona. No es fácil encontrarlos; sólo se consiguen en formato compact sus seis primeros discos: 10cc (1973), Sheet Music (1974, para muchos su logro más admirable, a la altura de El lado oscuro de la luna si se trata de demostrar todo lo que se puede llegar a hacer en un estudio de grabación), The Original Soundtrack (1975, mi favorito), el casi insoportablemente sofisticado How Dare You! (1976), Deceptive Bends (1977) y Bloody Tourists (1978), todos con enigmáticas portadas diseñadas por Hipgnosis, ¿recuerdan?. Eso y una cantidad un tanto impertinente de discos live reciclados, sin ningún atractivo, que encontré y –usados y todo– estaban carísimos. Le pregunté por qué a mi vendedor amigo y mi amigo vendedor me respondió: “Son caros porque son de 10cc”.
Buena respuesta.
FECUNDAR
Cualquiera de los greatest hits albums de 10cc –hay varios, se recomienda The Very Best of 10cc, de 1997– alcanza y sobra para vislumbrar la exquisita psicosis de una banda con más personalidades que Sybil. Y a la hora del resumen de lo escuchado se entienden muchas cosas. Se comprende que Godley y Creme eran el team compositor de lo más arty de 10cc y que Stewart y Gouldman se ocupaban del territorio más pop. Y que en ocasiones se juntaban todos o se mezclaban unos con otros y que de semejante batido surgían joyas que iban de lo absurdo (como en el pastiche-cliché francés “A Nuit à París”), lo solemne (“Feel the Benefit”), la perfecta falsificación de los ‘50 do-wop (“Donna” o “Johnny Don’t Do It”) o lo demencial, como en aquella canción donde el estribillo repite una y otra vez, filosóficamente freak, que “La vida es un minestrone y la muerte una lasagna fría”, sin por eso privarse del placer de llegar al puesto número 7 en la lista de singles más vendidos.
Pero es a la hora de degustar los álbumes in toto cuando más se disfruta de 10cc. Los primeros cuatro se enorgullecen de contar con 10cc completo y esos cuatro cerebros y voces: la dulzura romántica de Kevin Godley, la habilidad camaleónica de Creme para hacer lo que haya que hacer, la textura bluesy de Stewart y el cinismo cabaretero de Gouldman. Los siguientes dos –luego de la partida de Godley y Creme, que grabaron por la suya y se convirtieron en directores paradigmáticos de videoclips con “Every Breath You Take” de The Police, “Two Tribes” de Frankie Goes to Hollywood y su propio y famoso “Cry” entre sus créditos– muestran a 10cc como una aceitada máquina de pop de altura. Los discos que siguieron no aportan nada nuevo salvo esa inevitable canción perfecta que se asoma orgullosa y finge pedir disculpas.
Y en unos y en otros –después y antes– aparecen todos esos espermatozoides que a menudo convierten a sus canciones en algo más parecido a cuentos cortos o, si se prefiere, a sketches de los Monty Phyton y Les Luthiers o a páginas selectas de la revista Mad. Canciones pobladas de adictos a las agencias matrimoniales y avisos personales, de obsesos por el cine y prisioneros de “la película de sus vidas”, de alcohólicos en subida y resacosos en picada, de maestros de colegio inglés y de presos golpeados por balas de goma, de nuevos ricos y pobres viejos, de tipos declarando ante un juez o ante Dios mientras ahí afuera ordenan la mesa para el segundo turno de la última cena. Todos ellos repartiéndose en dos grandes rubros: las canciones de amor y desamor (escuchar “Silly Love”, “People in Love” o “The Things We Do for Love” como certeras autopsias sentimentales de lo que nos ocurre cuando el corazón late másrápido de lo conveniente) o las odiseas dislocadas de turistas pálidos que sucumben al llamado tentador de un póster de agencia de viajes y de golpe se descubren orbitando una y otra vez “from Rochdale to Ocho Ríos”.
Lo interesante –lo más interesante y admirable de todo– es que 10cc consigue parodiar ciertos tópicos y géneros sin condenarlos sino, por el contrario, ofreciendo la más sublime de las aproximaciones a los especímenes en cuestión. Es decir: 10cc se burla, pero por el camino ofrenda una obra maestra al territorio que tanta gracia le produce. Así, “Dreadlock Holiday” –la odisea de un inglés fanático de Jamaica y lo rasta que acaba sufriendo una monumental paliza a manos de un grupo de sicarios de Bob Marley– es un perfecto y contagioso reggae que ya quisiera haber compuesto un hijo de Babylon, mientras que “I’m Not In Love” –la canción más merecidamente célebre del canon 10cc, en la que alguien asegura una y otra vez no estar enamorado cuando es evidente que no sabe qué hacer con los pedazos de su corazón– es una inequívoca obra maestra, un clásico atemporal, a la altura de las grandes love-songs de Cole Porter, Nöel Coward o los hermanos Gershwin. Y me pregunto cómo puede ser que Frank Sinatra jamás la haya cantado.
ACABAR
Los detractores de 10cc los acusaron y siguen acusando de que lo suyo era más masturbarse que hacer el amor. Allá ellos. El espíritu de 10cc sobrevive hoy en gente habilidosa y juguetona como Badly Drawn Boy, así como en las eventuales y esporádicas reuniones de Gouldman & Creme & Stewart & Godley (se juntaron todos en 1992 para Meanwhile, disco que jamás llegué a escuchar ni a ver), o en sus actividades individuales, que los llevan a pasearse por discos solistas o a colarse en las filas de Paul McCartney, el remodelado Art of Noise o el colectivo U.N.K.L.E. Mientras tanto, rumores oír se dejan de que en el 2004 se los honrará –ya era hora– con la inevitable box revisionista y redentora donde convivirán hits, rarezas, lados-B y –quién sabe– nuevos tracks que marcarán un nuevo comienzo del romance, una renovada erección de su talento, varios orgasmos de tres minutos y medio promedio y después, por supuesto, el cigarrillo del final, mientras se jura una y otra vez que no es que uno esté enamorado, sino que es sólo una de esas fases tontas por las que se suele pasar.