Domingo, 27 de enero de 2013 | Hoy
Esta semana se estrena La noche más oscura, la nueva película de Kathryn Bigelow, la primera cineasta mujer en ganar un Oscar –en 2010, por Vidas al límite–. Bigelow vuelve a elegir la guerra como tema, pero esta vez en versión casi documental: filma la búsqueda y captura de Osama bin Laden. La decisión de mostrar una larga escena de tortura a un prisionero durante la primera mitad de la película causó un debate que no cesa, desde el regreso de la teoría de la defensa nacional que los franceses “inventaron” para Argelia e Indochina hasta su justificación como tarea de inteligencia en series como 24, pasando por quienes creen que la directora está suscribiendo el uso de la tortura o apenas mostrándolo como un hecho insoslayable. Radar repasa cómo ese debate tomó forma y furia en los medios norteamericanos. Además, una contundente toma de posición de José Pablo Feinmann en contra de la película de Bigelow y del retrato heroico que hace de los agentes de inteligencia mostrándolos como guerreros de la democracia.
Por José Pablo Feinmann
Cuando los militares bolivianos cometieron la –para ellos– hazaña de matar a Ernesto Che Guevara, se sintieron orgullosos. Tanto, que lo mostraron al entero mundo en el piletón de Vallegrande. Ahí estaba el invencible Che, muerto. Ahí estaban ellos, vivos y vencedores. Que el Che, con su milagrosa sonrisa, con sus ojos, aun muerto, abiertos, les arruinara la fiesta, al punto de que el mundo vio al más bello muerto de la historia rodeado de sus asesinos y burlándose de ellos con su sonrisa, con sus ojos pícaros, tal como los tenía cuando andaba de un lado a otro por el planeta, es otra cuestión. Los militares reprodujeron el famoso cuadro de Rembrandt sobre la lección de anatomía: señalaban que los balazos habían entrado por aquí y por ahí y por allá. Ahora viene la pregunta que todos (menos los norteamericanos) se han hecho: ¿alguien vio muerto a Osama bin Laden? Nadie. Y si esperan verlo en la película de Bigelow, olvídense. Van a ver un poco de cierta barba blanca y los orificios de una nariz con algún toque de sangre. ¿Alguien vio cuando lo tiraron al mar? ¿Tomaron fotos de algo sus sacrificadores? Nada. Y cuando llegó la noticia del eterno ocultamiento en el mar todos –en la Argentina y en muchos países del mundo– dijeron: mentira, nos toman por idiotas. O no lo mataron o lo mataron hace tres o cinco años y recién ahora (vaya uno a saber por qué) la CIA nos lo hace saber.
Tomarnos por idiotas es lo que se proponen, pero en concepciones conspirativas de la historia los argentinos somos maestros. ¿Por qué nos escamotearon a Osama? ¿Por qué lo tiraron al mar? ¿A quién tiraron al mar? ¿No tienen una foto para mostrarnos? ¿En la palabra de quién tenemos que creer que semejante archivillano ha sido abatido y el vencedor es parco en exhibir y probar exhaustivamente su triunfo y hasta su gloria? Además, ¿alguien cree todavía que el acontecimiento histórico universal de las Torres Gemelas no tuvo aliados internos? 1) Legitimó el triunfo electoral de Bush, que había sido todo menos transparente. A partir de ahí se transforma en el líder de la nueva cruzada: The President takes charge, dicen entusiastas varios magazines; 2) Se legaliza la guerra contra Saddam Hussein y la invasión a Irak. Guerra que todavía continúa y que ya ha tenido un costo de vidas altísimo. Y que ha recurrido a la tortura (tarea de inteligencia) y ha instalado innúmeros campos de concentración, no detectables por los satélites pues sólo los tienen EE.UU. o sus buenos aliados del Occidente capitalista y cristiano. La guerra de Irak está sostenida por el ataque a las Torres. Y la tortura sigue siendo (y seguirá siendo) la más efectiva de las tareas de inteligencia. Por si hiciera falta: la película de Bigelow lo demuestra. Ya lo había demostrado la casi intolerable Unthinkhable y el fanático agente Jack Bauer en 24 de la cadena Fox, propiedad del derechista Rupert Murdoch, zar de los medios. Ahí se entroncan los medios con los guerreros de la democracia, tortura mediante.
Los norteamericanos no inventaron esto. Fue obra de los franceses. En Indochina y en Argelia impusieron la teoría de la Defensa Nacional. Su herramienta principal de inteligencia: la tortura. “La legalidad es incómoda, coronel”, heroicamente le dice un periodista francés (que, sin duda, había leído a Sartre) al coronel Mathieu. Su respuesta (notable) ya es bastante conocida: “La cuestión no es la tortura. La cuestión es si Francia se queda o no en Argelia. Si se queda, no me pregunten por los métodos que utilizo para lograrlo”. La valiente, obstinada agente de la CIA Maya (la actriz Jessica Chastain, que ganará su Oscar pese a su voz poco atrayente, aguda hasta un poco más allá del registro de una gran actriz) podría decir a quienes la denuesten: “La cuestión no es la tortura. Es si ustedes quieren o no que atrapemos a Osama. Si lo quieren, no me pregunten por los medios que utilizo para conseguirlo”. Porque en el film de Bigelow los medios por los que se atrapa de Osama son: 1) La terquedad de la agente Maya. Su obstinación casi enfermiza. “Los de Washington dicen que es una asesina”, le comenta un hombre del Departamento de Estado a otro. Así nomás, al pasar. Maya, la heroica y terca protagonista, es una asesina según las altas fuentes de Washington. Luego Maya presencia las torturas y aunque algún mohín de disgusto expresa su linda cara, de ningún modo intenta impedir ninguna atrocidad. Las atrocidades de las torturas mienten. La principal y casi única es la que aquí conocemos como “el submarino”. ¡Qué piadosos los de la CIA! ¿No averiguaron los métodos de inteligencia de los militares argentinos? El empalamiento, la picana, la tortura delante de los hijos, la violación de las mujeres, el robo de los bebés, el asado de los prisioneros, vivos o muertos, los vuelos de la muerte, etc. O sea, Bigelow muestra una tortura light.
Sin embargo, su fiel torturador dice una frase decisiva ante el capo de la CIA (James Gandolfini): “Todo esto se basa en informes de los presos. Hay un 60 por ciento de posibilidades de encontrar a Osama”. Maya (que comparte la idea de que todo se basa en el testimonio de los presos) dice, contundente, “Hay un ciento por ciento. O, para no asustar sus cojones, caballeros, digamos un 95 por ciento. ¡Pero es un ciento por ciento!”. ¿Quién es Maya, personaje que se devora el film con su omnipresencia, de la que podría afirmarse sin dudar que atrapa a Bin Laden por su perseverancia casi inverosímil? Maya (y aquí va la bomba) es el alter ego de Bigelow. “Si yo hago la película, yo lo atrapo.” ¿Quién es Kathryn Bigelow? Filmó siempre películas de hombres. Estuvo casada con James Cameron, detalle que algo tendrá que ver en la totalidad de nuestro análisis. Su film anterior fue una glorificación de los desactivadores de bombas, todos héroes, todos sacrificados, todos tipos que arriesgan sus vidas por salvar las de los otros. Bigelow es uno de los grandes personajes de Hollywood, es (según creo) bellísima, y ya pasó los sesenta. Tiene cara de inteligente, de mujer brillante, corajuda. Es patriota. Y atención: uno de sus próximos proyectos es hacer un film sobre la Triple Frontera a la que llenará de narcotraficantes, fundamentalistas islámicos y drogones miserables, despojos de la vida que nada valen.
Volvamos a Maya. Todos están en contra de su obstinación por ir tras Bin Laden. Un personaje comenta: “Es ella contra el mundo”. Sin embargo, aparte de su patriotismo agobiante, nada parece justificar (internamente) esa perseverancia. Maya es sensible. Maya es dura. Se enfrenta al mundo masculino y hasta llega a reventar a gritos a un tipo que se le opone (gran escena de Jessica Chastain que proyectarán si le dan el Oscar, recuérdenlo). La película se centra más en ella que en el misterio Osama, en el despliegue de inteligencia, o en la acción impresionante de las fuerzas de ataque. ¿Por qué llora Maya al final del film? ¿Por qué el film cierra con un plano medio de Maya derramando breves, pero dolorosas lágrimas? Tal vez, conjeturo, porque comprende que el sentido de su vida ha muerto con Osama. Tal vez porque sabe que mintió. ¿Alguien puede imaginar qué habría sucedido si Maya destapa la bolsa mortuoria de Osama, lo mira, mira a sus compañeros y niega con su cabeza en lugar de afirmar? ¿Era posible una actitud así en una mujer que había arrastrado al poder más grande de la Tierra hacia una zona inhallable donde no estaba lo que debía estar, lo que ella había dicho (con el ciento por ciento de su obstinación) que estaba? Llora por eso. Porque mintió. Porque será imposible exhibir algo de Osama al mundo y probar la hazaña. Porque habrá que sepultarlo en el mar, escamotearlo, esconderlo para la eternidad. Y si no que alguien diga por qué llora esa mujer tan dura, una “asesina”, una comandante de hombres, una convencida de los beneficios de la tortura.
Decir que el film está bien hecho es un pleonasmo. Bigelow dirige bien y tiene –aquí– a toda la CIA y a todo el gobierno de los EE.UU. de su parte. Aunque se inicia con un contraste burdo, indigno de cualquier artista, pero perfecto para justificar la tortura. Pantalla en negro y de a poco empezamos a escuchar los gritos de los que habitan las Torres cuando se produce el atentado. Es el horror, por supuesto. Pero ese horror está puesto exactamente ahí para que la película pueda abrir con una escena brutal de tortura. ¿Ven? Aquí está la consecuencia inevitable del atentado. Fue porque nos agredieron que hacemos algo que no haríamos. Nos forzaron. Nos obligaron a hacer cosas que John Wayne jamás habría hecho, aunque las haría de estar en nuestro puesto, como vengadores de la injuria más grande que América ha recibido.
Confieso –casi dando un salto en el desarrollo del film– que el ataque final a la morada del Villano no me impresionó como lo esperaba. Ocurre de noche. Las luces salen de los súper cascos de los súper soldados. Hay tiros a destajo, muertos, idas y venidas, hasta que parece que matan a alguien (al que casi no se ve) que es Osama. A partir de aquí, lo ponen en una bolsa, lo llevan a un helicóptero y luego a un avión en que aguarda Maya, quien dice –con apenas un leve movimiento de cabeza– que sí, que es él.
La película ha generado furias de todo tipo. El progresismo norteamericano (que existe, y ya lo creo que existe; sobre todo, claro, en Nueva York) no le ha perdonado nada a Bigelow. Naomi Wolf le ha enviado una carta personal. La carta es dura y no se ahorra nada. Ni siquiera el símil Bigelow-Riefensthal que resulta evidente para muchos de los que ven la película. ¿Quién es Naomi Wolf? Tiene un peso, un, por decirlo así, predicamento entre los sectores progresistas norteamericanos que la autoriza a decirle a Bigelow lo que abundantemente le dice. Anda por los cincuenta años, nació en San Francisco y su último libro es un éxito de ventas. Se llama The End of America. Postula que su país está muriendo por incurrir en la negación de sus valores tradicionales, los de la democracia. Que se está deslizando hacia el fascismo utilizando como pretexto el acontecimiento del nine eleven que ha llevado a primer plano a todas las fuerzas conservadoras y les ha dado una bandera de lucha, una bandera para la guerra con el argumento falaz e infundado de defenderse de un segundo ataque. (Ver: Antes de que nos ataquen de nuevo, de Bruce Ackerman, y Terrorismo y Contraterrorismo, un libro apoyado por la marina argentina. También The Real America, ese horrible manifiesto de Glenn Beck. Y para vacunarse contra esta catarata autoritaria siempre está el notable La otra historia de los Estados Unidos de Howard Zinn.) Pero The End of America es un libro apocalíptico. Al menos para eso que los norteamericanos piensan de sí mismos y de aquello que quieren seguir siendo. Ya no seguirán siendo eso, dice Wolf. Si presenciamos el fin de “America” es porque su corrimiento hacia las leyes del fascismo parecen ser inexorables, ya que Obama, en el aspecto de la guerra contra el terror, no se ha diferenciado esencialmente de los republicanos. Le exige a Bigelow que presente las pruebas que la llevaron a filmar su apodíctico film. “Querida amiga –le dice–, presenta tus fuentes. Muestra tus pruebas de que la tortura produjo información que salvó vidas o de cualquier otro tipo. Pero no puedes presentar pruebas de esta información. Porque no existen. Cinco décadas de investigación, citada en el documental de 2008 The End of America, confirma que la tortura no funciona. Robert Fisk suministra otro resumen de esa categórica conclusión. Y este informe de 2011 de Human Rights First refuta la principal premisa de Zero Dark Thirty.” Y éste es el punto axial de la discusión. Aun cuando se acepte dejar de lado el aspecto moral, ¿sirve la tortura para obtener información, como tarea de inteligencia? Recordemos: uno de los personajes más cercanos a Maya, el que hemos visto torturar con mayor convicción a los sospechosos, dice en la reunión con el jefe de la CIA: “Todo esto se basa en informes de los presos”. Y sin embargo, afirma que sólo hay un 60 por ciento de posibilidades de atrapar a Osama en base a esos datos, en tanto que Maya, terminante, vocifera: “¡Un ciento por ciento!”. Los halcones no quieren abandonar la tortura porque, a través de ella, dan cauce a su sadismo, a su odio racial. Y algo –aunque puedan conseguirlo por otros medios más civilizados, aunque ¿hasta qué punto la tortura no le es hoy inescindible a la civilización como antes lo fueron las grandes masacres de los pueblos colonizados?– conseguirán. Las palomas seguirán insistiendo en que la tortura no es eficaz, que quiebra no sólo al enemigo sino al torturador, que, además, hunde en la infamia al país, que acostumbra a su pueblo a la brutalidad, al fin de la democracia y a la entronización de la violencia como regla para sobrevivir en la sociedad del dolor.
En cuanto al paralelo con Leni Riefensthal, es complejo. Pero me atrevería a decir que perjudica a Bigelow. Leni filma en los albores del nazismo. Filma a comienzos de la década del ’30. Heidegger, en la célebre correspondencia que sostuvo con Marcuse, le dice, justificándose: “Auschwitz no era visible desde 1933”, fecha en que asume el rectorado de la Universidad de Friburgo. Marcuse, desde luego, le dice que sí, que era visible. Leni podría haber dicho lo mismo. Y el tema es materia de discusión. Pero nadie puede discutir que Bigelow filma cuando la Guerra contra el Terror lleva diez años de vejaciones y horrores varios. Sabe bien la causa a cuyo servicio se pone. La carta de Wolf finaliza condenando sin retorno a Bigelow: “El desagradable trabajo que realizó Riefensthal, con el paso del tiempo, no se ha podido ocultar. Los estadounidenses también despertarán y verán a través de la apología de La noche más oscura las mentiras estandarizadas de un régimen que pretende que esta brutalidad es necesaria de alguna manera. Cuando eso suceda, la misma comunidad que hoy te aplaude dará un salto atrás. Como Riefensthal, eres una gran artista. Pero ahora te recordarán eternamente como una servidora de la tortura”.
Como no podía ser de otro modo, el limitado y pretendido politólogo Vargas Llosa se ha metido en esta cuestión. Dice que vio el film de Bigelow en Nueva York y que, al terminar, el público se puso de pie y aplaudió a rabiar. Algunos, se conmueven, lloraban. Viene, en su texto, de comentar un libro de Niall Ferguson que atesora una visión ásperamente pesimista sobre la cultura occidental. Escribe: “Al terminar este film genial y atrozmente autocrítico, los centenares de neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar; a mi lado, había algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé que Niall Ferguson se equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho rato”. ¿Por qué no? ¿Cómo no habría de compartir Vargas Llosa el alivio de esos neoyorquinos paranoicos que aceptan cualquier cosa con tal de ser protegidos del feroz terrorismo, del fundamentalismo asesino que les derrumbó esas torres en el mismísimo corazón financiero de Manhattan? ¿Cómo no habría de creer que Occidente tiene larga vida en tanto “servidoras de la tortura” (Naomi Wolf dixit) como Bigelow hagan films financiados por la CIA y el Pentágono? Sólo un hombre con una visión tan limitada de Occidente y del humanismo no advierte que la tortura no salvará esta contradictoria civilización que, entre atrocidades, ha dado también maravillas al mundo. Si se salva será por entender de una vez por todas algunos de los principios centrales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos declarada el 10 de diciembre de 1948. Que son: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Y también: Prohibición de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes. Sin embargo, la esperanza se nos vela ante los acontecimientos. Desde 1948 hasta aquí se han acumulado incontables horrores. Cualquier guerrero del Pentágono o de la CIA o de muchos otros países se reiría de esos principios, dictados ante el cercano horror de la Segunda Guerra, con sus cincuenta millones de muertos. Walter Benjamin ya se horrorizaba al ver en la historia una cadena de ruinas. Proponía la concepción de la historia como catástrofe. Aunque, también él, dijo la más hermosa frase que aún puede dar vida a cierta forma de empecinada ilusión: Es por nuestro amor a los desesperados que aún conservamos la esperanza.
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