Domingo, 27 de enero de 2013 | Hoy
GéNESIS Y CONTROVERSIA SOBRE LA NOCHE MáS OSCURA EN LA POLíTICA Y LA CRíTICA NORTEAMERICANA
“La noche más oscura cuenta cómo los años de Bush y la tortura no sirvieron para nada y cómo, luego, con Obama, la CIA deja la tortura para dedicarse a la investigación detectivesca y, entonces, ¿qué pasa? Encontramos a Bin Laden. Ocho años de tortura, y no hay Bin Laden. Dos de trabajo detectivesco y ¡bum!: Bin Laden.” Michael Moore.
Por Mariano Kairuz
A fines de abril de 2011, Mark Boal y Kathryn Bigelow habían avanzado bastante en el guión de la que iba a ser su siguiente película, que probablemente se hubiera llamado Tora Bora, e iba a centrarse en el largo fracaso de la búsqueda de Osama bin Laden tras el 11-S. Boal es el joven periodista en cuyas investigaciones en Medio Oriente para un artículo publicado en la revista Playboy se basó The Hurt Locker, la película sobre un escuadrón antibombas norteamericano en Medio Oriente –estrenada acá con el título Vivir al límite– por la que Bigelow se convirtió en la primera mujer en ganar el Oscar a mejor director, y por la que Boal se llevó el de mejor guionista. Boal y Bigelow debían capitalizar el prestigio con el que se habían alzado frente a la Academia y los estudios gracias a aquella película independiente y de bajo presupuesto, y aprovechar sus contactos con el Departamento de Defensa, el Pentágono y la CIA. En eso se encontraban, en la tarea de darle algunos toques finales a su nuevo guión ambientado en Medio Oriente, cuando Boal llamó a uno de sus contactos en la agencia de inteligencia con la intención de hacer un chequeo de datos, y le dijeron que sí, que se diera una vuelta. Pero, agregaron a continuación, ¿qué tal si esperamos una semana más?
Y una semana más tarde, novedades, y Boal se veía obligado a desechar aquel guión sobre la fuga de Bin Laden en las montañas. En el medio, el 2 de mayo de 2011 a las 24.30 –a las Zero Dark Thirty, en jerga militar–, un equipo de Navy Seals había ingresado en una casa particular en Abbottabad, Pakistán, y capturado y liquidado al líder de Al Qaida. Al menos ésa fue, así se anunció y difundió, la historia oficial.
Primero, Boal y Bigelow pensaron sencillamente en cambiar el final de su película. Más tarde entendieron que debían hacer otra cosa, enteramente distinta. La velocidad con la que pusieron manos a la obra para darle forma a su nuevo relato, el de los diez años de cacería de Bin Laden, despertó sospechas a izquierda y derecha, y enseguida cundieron las acusaciones. La primera de las cuales fue, cuando todavía nadie había visto un solo fotograma del film, que la CIA le había dado a Boal y Bigelow acceso privilegiado a información clasificada. Que sería una hagiografía de la CIA, o un capítulo más de la campaña para la reelección de Barack Obama, acreditándole el éxito final de la misión.
Alcanza con ver la película para entender enseguida que no se trata, seguro, de una publicidad a favor de Obama: el presidente apenas aparece, en segundo plano, en un clip televisivo, diciendo que los Estados Unidos “no torturan”, un principio “que es parte inescindible del intento de recuperar la estatura moral de la nación”. Esto ocurre mientras en primer plano se cruzan los agentes de la CIA que un rato antes vimos poner en acción sus –por usar el bestial eufemismo oficial– “técnicas de interrogación intensificadas”. En cuanto a si se trata de propaganda pagada por la CIA, sería una especulación más bien arriesgada: la noción de “heroísmo y triunfo” que estaría vendiendo en ese caso la película está sesgada por el estilo distante y algo gélido de Bigelow; y, además, la exhibición de escenas de tortura dio lugar a una segunda controversia que difícilmente pueda interpretarse unívocamente como pro CIA. El tema viene dando cauce a infinidad de textos políticos rabiosamente en contra de la película, y otros que van más bien por el lado de la valoración narrativa del film, y que aunque registran sus ambigüedades y contradicciones, básicamente apoyan el argumento con que Bigelow ha contestado a sus críticos: que “mostrar no es lo mismo que suscribir”. En este caso, que contar la tortura no implica declararse a favor de su aplicación.
Lo cierto es que se trata de una de las películas que más ruido están haciendo desde su estreno estadounidense, en diciembre, y la furia de sus detractores no hace otra cosa que crecer a medida que Zero Dark Thirty acumula premios prestigiosos –los del círculo de la prensa cinematográfica de Nueva York, por ejemplo– y nominaciones –cinco al Oscar, incluyendo mejor película, mejor guión y mejor actriz, aunque no mejor directora–. La idea de que ZDT es una apología de la tortura busca sustentarse en la larga secuencia con que se inicia la película, que, según sus críticos, sugiere que el dato fundamental que permitió a la agente Maya (Jessica Chastain) dar con el escondite de Bin Laden provino de aquellos interrogatorios. Por lo tanto, por esa eterna cuestión del fin y los medios, la tortura quedaría retratada como una acción efectiva en la captura del líder terrorista. Entre quienes desplegaron este argumento con mayor virulencia está Glenn Greenwald, que en The Guardian describe a la película como una pieza de “propaganda perniciosa”, que “muestra de manera absoluta y sin ambigüedad que la tortura fue extremadamente valiosa para encontrar a Bin Laden”.
La respuesta inicial de Boal y Bigelow fue decir que su película no es ideológica, cosa más bien absurda porque sencillamente no existe tal cosa, y menos si se intenta relatar una historia política reciente y aún abierta. Con más sensatez, la directora dijo que si de algo estaban convencidos ella y su guionista era de que la tortura formó parte innegable del programa de la CIA: “Aunque quisiera que no, fue parte de esta historia”, dijo, y por lo tanto no sería responsable omitirla. “Creo que es un grosero error de interpretación decir que la película sugiere que esta operación de inteligencia se reduce a una única pieza de información –agregó por su parte Boal–. Entiendo que se trata de escenas gráficas y despojadas de sentimentalismo, pero creo que las dos horas y media de película muestran la complejidad del debate de una operación de diez años en las que se llevó adelante una variedad de prácticas controvertidas, en nombre de la cacería de Bin Laden.” La película concentra sus escenas de tortura física en su primer tercio, luego se entrega a una descripción abundantemente conversada y repleta de tecnicismos de los años en que no hubo avances en la búsqueda de Bin Laden, lo cual es claramente una elección narrativa: contar el momento de burocrático estancamiento en el que ya nadie parece recordar cómo ni por qué se había iniciado la invasión norteamericana a Irak y Afganistán. En su último tramo, se despliega lo que algunos críticos describen como un gran “procedural”, de ésos tan en boga en las actuales series policiales a lo CSI, el estudio de pruebas e hipótesis que llevaron al épico operativo nocturno en Pakistán, donde Bigelow vuelve a demostrar su mano maestra para la puesta en escena de secuencias de acción.
Finalmente, es verdad que el único punto de vista de la película es el occidental, pero eso no quiere decir que uno deba sentirse identificado con él ni con su presunta heroína Maya. Si bien no hay dudas de que el prisionero Ammar, el hombre al que en los primeros minutos vemos sometido a un régimen de ataduras, submarino, privación de sueño y alimento combinado con música estridente y encierro claustrofóbico, es un potencial culpable (su torturador le recuerda que lo encontraron con 150 kilos de explosivos en su poder), los agentes de la CIA no son exactamente gente simpática. Lo que define a la agente Maya –que a pesar de una tenue vacilación inicial, no tarda en abrazar con convicción el programa de tormentos de la Agencia– no es su sensibilidad ni su espíritu justiciero, sino su obsesividad, su obcecación, su perseverancia a cualquier costo. Y además, ¿quién puede querer ser esta mujer sin aparente vida familiar ni social ni sexual?
En todo caso, los críticos como Greenwald o el senador republicano John McCain, que en una carta a los productores de la película señala que ésta “tiene el potencial de darle forma a la opinión pública norteamericana de una manera perturbadora y confusa”, dan por hechas algunas cuestiones que requieren una mayor reflexión. No solo se le endilga justificar la tortura, sino hacerlo “engañosamente”, porque en los hechos la clave para encontrar a Bin Laden no habría sido un dato obtenido bajo tormento físico. Este reclamo tiene un sobreentendido cuando menos oscuro: si la tortura hubiera sido probadamente efectiva para la misión, ¿entonces estaría justificada?
Los miembros más interesantes e influyentes de la crítica especializada, mientras tanto, fueron muy elogiosos con la película: sin negar sus ambigüedades y contradicciones, valoraron su potencia narrativa. En Vulture (New York Magazine), David Edelstein escribe que, “como declaración moral, Zero Dark Thirty está al borde del fascismo, pero como obra cinematográfica es atrapante, una obra maestra profana”. En Time, Corliss se entusiasma y arriesga que éste no es un film “de agitación como los de Oliver Stone”, sino que se encuentra en la tradición de “A sangre fría de Capote o Los elegidos de Tom Wolfe: Una obra de movie journalism (periodismo cinematográfico) que pega y pica, y que depura todo el clamor y el caos de una década, en una puesta en escena de claridad narrativa”.
Para David Denby, de The New Yorker, también estamos ante una obra maestra que en su mayor parte “trata sobre la derrota norteamericana en su misión de capturar o matar a Bin Laden”, pero a su vez considera que “las escenas de tortura dañan la película, no como arte, pero sí como el supuesto reporte auténtico que dice ser: Bigelow y Boal quieren reclamar para sí la autoridad de los hechos y la libertad de la ficción al mismo tiempo, y esa contradicción arruina un proyecto ambicioso”. Una defensa más cerrada emprende Manohla Dargis en The New York Times, al citar a Peter Bergen, autor de uno de los libros más publicitados del año pasado sobre la captura de Osama (Manhunt): “Como no podemos retroceder la historia, nunca sabremos a dónde nos habría llevado una técnica de interrogatorios convencionales (sin tortura). Pero por muy improbable que fuera su efectividad, estos interrogatorios sí ocurrieron, y por lo tanto omitirlos de Zero Dark Thirty habría sido un acto condenable de cobardía moral”.
Tal vez inesperadamente, una de las defensas más insoslayables provino del cineasta militante Michael Moore, el autor nada menos que de Fahrenheit 911, y lo hizo en términos netamente ideológicos: La noche más oscura, argumenta Moore, cuenta cómo los años de Bush y la tortura no sirvieron para nada y cómo luego, con Obama, la CIA deja la tortura para dedicarse a la investigación detectivesca “y, entonces, ¿qué pasa? Encontramos a Bin Laden. Ocho años de tortura, y no hay Bin Laden. Dos de trabajo detectivesco y ¡bum!: Bin Laden”. También la defiende en términos artísticos, señalando que la película no tiene por qué pasteurizar su relato para que los “tontos puedan decir: ah, entiendo”.
Acaso el mayor problema de La noche más oscura no sea su hermetismo, su resistencia a ofrecer una interpretación única servida para tranquilizar conciencias, sino aquellos momentos en los que se aparta del rigor general de su propuesta. Evidentes pifiadas como el recurso del audio de una víctima del atentado a las Torres a modo de apertura, o alguna escena relativamente enigmática como la de la “sensible” relación del agente torturador con unos simpáticos monitos ¡en cautiverio! (que sólo se presta a la más calamitosa de las interpretaciones psicologistas), o los mínimos pero insoslayables quiebres emocionales de la agente Maya. Salvando esos momentos que amenazan con reinterpretar todo el relato, Zero Dark Thirty parece continuar la idea central de The Hurt Locker. Aquélla también fue acusada de glorificar a los escuadrones antibombas norteamericanos en Medio Oriente, pero una mirada atenta revela que no hay en ella un espíritu de grupo, un retrato de los militares como cuerpo, sino la descripción de un tipo de locura individual, de –palabras de Bigelow–, una “rara adicción a la adrenalina”, una forma de alienación. Un retrato de la alienación como parte constitutiva de la guerra. Bigelow encuentra en su nueva protagonista otra forma de aislamiento y alienación, y no es difícil entender qué es lo que la fascina de estos personajes: en esencia, le permite emprender un viaje hacia la demencia de la guerra y sus motivaciones, no de una guerra específica, sino de La Guerra, acaso como un factor que define a su país y la sociedad en que vive; en definitiva, un verdadero viaje al corazón de las tinieblas.
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