Domingo, 17 de febrero de 2013 | Hoy
Debe haber pocas organizaciones religiosas tan nombradas y poco conocidas como la Cientología. Muchos de sus adeptos son ricos y famosos y los trascendidos sobre sus prácticas son siempre inquietantes, su influencia sobre Hollywood parece absoluta y su fundador es una figura enigmática, atacada y hasta objeto de burla. Sin embargo, del corazón de esa industria que parece dominar, llega The Master. Paul Thomas Anderson, ya especialista en traumas paternales y los años ’50, ofrece un retrato inesperado no sólo del excéntrico Ron Hubbard, sino de la época que lo engendró.
Por Mariano Kairuz
“Esta no es la historia de L. Ron”, insistió en las entrevistas Paul Thomas Anderson, y el L. Ron al que hace referencia es por supuesto Lafayette Ronald Hubbard, el escritor de ciencia ficción y creador de la Cientología. La aclaración no es gratuita ni pretende definir bizarramente su sexto film, The Master, por lo que no es, sino que tiene que ver con las expectativas que se habían creado en la prensa y entre los seguidores del director acerca de su primer estreno en cinco años. Un abordaje directo del extendido culto religioso de famosas vinculaciones con varias estrellas hollywoodenses a cargo de uno de los cineastas más interesantes del cine norteamericano contemporáneo –según el neoyorquino J. Hoberman, uno de los pocos de su generación que podría considerarse un digno heredero de la última etapa clásica de Hollywood– habría sido potencialmente explosivo, en parte por las líneas que tiende desde adentro entre la industria más poderosa del espectáculo y diversas expresiones de la alienación contemporánea. Pero no, no es la película de la Cientología. Y sin embargo, sí.
The Master es incluso algo mejor que aquella biopic más convencional que pudo haber sido y muchos habrán esperado. Las referencias a la Cientología están a la vista para quien se interese en ellas: los nombres son ficticios, algunos personajes son inventados y otros condensaciones de personas reales, pero las situaciones y la cronología son las históricas, un poco el procedimiento que Anderson llevó adelante en su retrato del fin de fiesta del porno en Boogie Nights: juegos de placer. La operación de The Master consiste en tomar aquellos episodios que fueron el germen de un fenómeno social y cultural particular para retratar algo más amplio: la naturaleza de los cultos religiosos y la relación de dependencia mutua entre quienes los inventan y lideran y sus adeptos, y a partir de ello, pinta toda una época, un momento muy específico del siglo XX y de la vida norteamericana: la segunda posguerra mundial. Casi toda la película transcurre en 1950 pero, significativamente, arranca en 1945, mientras se anuncia el V-J Day, el día de la victoria estadounidense sobre Japón, el triunfo aliado en el Pacífico y el principio del verdadero fin de la guerra. En esas escenas iniciales vemos a los marinos, escasos de alcohol, recurriendo a lo único que les quedaba a mano para festejar: el combustible de los torpedos. Este episodio, que anuncia el tono ligeramente corrido de la realidad de lo que vendrá, está basado en una anécdota verdadera de las que Jason Robards –veterano actor y, famosamente, veterano de guerra– le contó a Anderson sobre su experiencia en el campo de batalla mientras filmaban Magnolia. El alcohol fabricado con lo que haya al alcance es un leitmotiv recurrente a lo largo de la película: habla de dependencia, de supervivencia, de intoxicación; en fin, de la batalla interior que siguió acosando a los ex combatientes cuando la guerra había terminado. Y ahí lo vemos a Freddie Quell, el marino adicto al alcohol de baja calidad, obsesionado con el sexo, a punto de perder, con la finalización de la guerra, el único propósito (un propósito totalmente ajeno, ya que no sale de él ni una sola palabra de patriotismo, pero propósito al fin) que parece encaminar de algún modo su vida. A continuación, seguimos a Freddie (Joaquin Phoenix) que, convertido en un buscavidas, huyendo de su último traspié, va a dar como polizonte al barco en el que se produce su primer encuentro con Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), es decir el master de todo el asunto, el L. Ron Hubbard de la película.
Pero antes de eso, antes de que Freddie, el animal lastimado, quede librado a su suerte, Anderson nos expone al cuadro de una generación mutilada. La escena es sencilla y estremecedora en su sencillez: la voz de la autoridad militar les da la despedida a los soldados. Les dice que ya es hora de volver a la vida real, que pueden iniciar algún emprendimiento, que pueden buscarse un trabajo, en una estación de servicio, por ejemplo, o dedicarse a criar gallinas. Que pueden retomar sus estudios. Uno atrás de otro se suceden los rostros de estos hombres ante el fin de la guerra y lo que vemos en ellos no es un futuro lleno de posibilidades sino la más terrible incertidumbre, la desorientación absoluta. La sucesión de caras y miradas y tics está directamente inspirada en, casi copiada de, uno de los notables documentales que John Huston filmó sobre los efectos psicológicos y emocionales que las experiencias de combate dejaron en los soldados, Let There Be Light, de 1946 (Que se haga la luz). Huston mete la cámara en un hospital psiquiátrico en el que reciben tratamiento veteranos de guerra con traumas neuropsicológicos, registrando su testeo, las entrevistas y el relato de sus padecimientos (el estrés, la sensación de desastre inminente, etcétera). Una voz en off nos dice que el fin de la guerra ha sido el sueño de muchos que ahora no pueden sentir que esto sea precisamente un sueño. Una entrevista en particular está clonada del documental en The Master: antes de quebrarse, uno de los marinos entrevistados intenta explicar sus dolores de cabeza, sus calambres, sus dolencias, ahora que todo había terminado: “Creo que es lo que ustedes (los psiquiatras) llaman nostalgia”. En tanto Let There Be Light muestra la preocupación del gobierno por sus muchachos regresados del frente y el cuidado que les dispensa, funciona como un institucional; pero también muestra las pesadillas, los deseos de muerte y otras taras de los veteranos, el lado oscuro del regreso triunfal, de ahí que el mismo Ejército que la encargó decidió inmediatamente después prohibirla, temiendo el efecto desmoralizante que podría tener sobre el futuro reclutamiento. Salvo por alguna copia pirata, Let There Be Light casi no pudo verse hasta los años ’80 (ahora está disponible online). Es de aquí, de este universo de chicos dañados, tal vez ya demasiado marcados como para retomar sus vidas normales, que sale Freddie Quell. Y es en este nuevo país, de cara a los prósperos fifties, que nace la Cientología.
“Creo que los ’50 son una gran época en términos dramáticos –dijo Paul Thomas Anderson–. La posguera es un terreno fértil para contar historias. Volver al principio de las cosas te permite ver cuáles eran las buenas intenciones, cuál fue la chispa que llevó a la gente a querer cambiarse a sí misma y al mundo a su alrededor. La segunda posguerra fue un período en el que la gente miró hacia el futuro con gran optimismo pero, al mismo tiempo, debió lidiar con mucho dolor y muerte en el espejo retrovisor. Mi padre volvió de la Segunda Guerra y jamás estuvo tranquilo. Se ha dicho que cualquier época es propicia para el nacimiento de un movimiento espiritual o religioso, pero justo los tiempos posteriores a una guerra son particularmente aptos. Después de tanta muerte y destrucción, la gente se pregunta: ¿Cómo es posible? y ¿A dónde van los muertos? Son dos preguntas muy importantes.”
En varios momentos de The Master, Anderson crea una cualidad levemente irreal, fantasmagórica podría decirse, que nos impide decidir si eso que vemos en pantalla está ocurriendo o no; si sale de la cabeza de su protagonista o de los efectos alucinados de una borrachera con esos brebajes de nafta o aguarrás o diluyente o lo que sea. A veces un sueño o un recuerdo –como el recuerdo de Doris, la adolescente a la que Freddie dejó para ir a la guerra y que ya no estaba allí cuando regresó– irrumpe en medio del relato sin anunciarse como tal. The Master es, como han dicho los críticos norteamericanos, una suerte de película épica y un drama de cámara a la vez, porque aunque las proyecciones de lo que cuenta son enormes, su núcleo argumental es mínimo. Porque es una historia básicamente de personajes y sin embargo consigue ser visualmente absorbente, en parte gracias al trabajo fotográfico en 65mm –un formato que casi no se usa desde hace décadas– que le da un marco expresivo gigante a las imágenes del océano o a la reiterativa postal de esa muñeca sexual que Freddie erige en la arena entre sus compañeros marineros. El ojo del director de fotografía Mihai Malaimare Jr. (el de las últimas películas de Coppola, en lugar del colaborador de siempre de Anderson, Robert Elswit) se combina con la un poco machacosa banda sonora de Jonny Greenwood (guitarrista de Radiohead) para proveer de una textura hipnótica a secuencias como la de las motos que corren por el desierto hacia el infinito, o la del interior de la sala de cine, un arrebato onírico que calzaría a la perfección en Mullholland Dr. o Inland Empire o en casi cualquier película de David Lynch. Entre esas múltiples imágenes pregnantes, hay una escena de un efecto especialmente alucinógeno, acompasada por una versión de “Get Thee Behind me Satan” en la voz de Ella Fitzgerald, en la que la cámara sigue el suave recorrido de la modelo que ofrece un tapado de visón a los clientes de un centro comercial. Hay belleza y hay tristeza en la escena y en su protagonista, una mannequin delicada que pronto –en su rápido entendimiento con Freddie, que intenta trabajar allí como fotógrafo– se revela también como una chica dañada. Belleza y tristeza, delicadeza y dolor; en apenas unos minutos Anderson plasma visualmente su idea de la Norteamérica rajada al medio de la posguerra, bajo un velo sugestivo, fantasmagórico. ¿Una película de fantasmas? De alguna manera.
“Filmar los años ’50 es atractivo por las razones obvias: la ropa, las casas, los automóviles de diseños sexy”, dijo Anderson acerca de su inmersión en el estilo y los colores de los films de la llamada Era Eisenhower: las películas de George Stevens (Gigante) o de Nicholas Ray, y los melodramas de Douglas Sirk. “Pero además, uno escucha las canciones de la época y todas cantan acerca de ‘verte en sueños’ o ‘encontrarnos otro día’. Todas las letras son historias de fantasmas, los que salen de la guerra, o historias de ciencia ficción acerca de viajar en el tiempo. Uno vuelve de la guerra y el amor de tu vida está casado y con hijos, y ya no sos la misma persona que fuiste. Es un asunto doloroso y demasiado conmovedor.” En ese contexto aparece la primera Dianética, la filosofía y el conjunto de creencias original de Hubbard, que propone el encuentro interior a través de un viaje en el tiempo mental, hacia nuestras vidas pasadas. Fantasmas de uno mismo, ciencia ficción, la guerra, todo junto: el momento perfecto para el surgimiento de la Cientología.
Como parte de su investigación, Anderson leyó no solo sobre Hubbard y sus seminarios de Dianética financiados a menudo por damas de la alta sociedad, una de las cuales aparece representada por Laura Dern, cuya Helen Sullivan canaliza al personaje real de Helen O’Brien, una de las primeras seguidoras de Hubbard en hacer pública su desconfianza cuando notó que los principios del líder espiritual eran un tanto maleables, según su conveniencia. Anderson también se interiorizó sobre otros cultos surgidos a lo largo del siglo XX. La historia norteamericana provee muchos ejemplos: Wernerd Erhard (autor de técnicas y seminarios de transformación y liderazgo, como The Forum, en la California de los ’70), Jim Jones (el de la secta El Templo del Pueblo y el infame Kool-Aid mortal, San Francisco, 1978), Pat Robertson (el de El Club 700) y muchos otros. En la película, Dodd es cuestionado sobre sus procedimientos y su filosofía (“El Hombre está hipnotizado y nosotros lo despertamos”, dice; “nuestros espíritus han viajado por miles de billones (sic) de años”; “La Causa ha curado casos de leucemia y podría acabar con las guerras”) en diversas oportunidades. En una escena –de la que se comenta extraoficialmente que fue la que despertó el enojo de miembros prominentes de la Cientología–, el hijo mayor de Dodd dice que su padre “está inventando todo (toda su teoría) sobre la marcha”. Lo que equivale a decir que es un charlatán de feria, cosa que también queda en evidencia en la composición de Philip Seymour Hoffman, que hace de su personaje un pequeño monstruo carismático, verborrágico, entrador, gracioso, encantador, que cede en escasas ocasiones a pequeños arranques de ira, que se presenta sin pudor como un “escritor, médico, físico nuclear, filósofo teórico, pero antes que nada, un hombre”.
La naturaleza de su relación con Quell es la de un maestro y su discípulo, pero también la de un amo y su siervo, un especialista y su paciente, su mascota y hasta su gorila. En su primera aparición en cine desde aquella broma masiva que fue I’m Still Here (para la que fingió ante el mundo haber enloquecido y dejado el cine para convertirse en un rapero), Phoenix caracteriza a Freddie a través de una actuación física extrema. Encorvado, caminando con los brazos a menudo apoyados sobre sus riñones –para aliviar el dolor de un destrozo provocado tal vez por la guerra, o por el alcohol venenoso–, con la mirada torva y erupciones de una risa algo alienada. Por momentos, Freddie es un verdadero animal. Se sabe que Anderson le hizo ver a Phoenix las escenas de un mono que se queda dormido (al principio del documental Baraka) y le dijo: “Ese sos vos”. El Quell de Phoenix es, dice el director, “pura reacción: uno ve en los videos de animales en cautiverio que hay un momento en que el cerebro ya no parece funcionarles, los músculos se dejan llevar; se está lastimando y ni siquiera se da cuenta, pero hay algo en su interior que le está diciendo: Salí, salí”. Quell es ese animal salvaje apenas contenido, que no duda atacar, perseguir, y golpear a todo aquel que ose cuestionar a su nuevo amigo y amo. Lo que no quiere decir que Quell crea en su método ni en su filosofía, ni que la entienda ni le interese entenderla. Dodd, por su parte, es cálido, firme pero amable con él; es luminoso y a la vez un poco siniestro; ostenta la grandilocuencia de varios de los personajes de Orson Welles, de Kane a Arkadin. El de Freddie y Lancaster es el encuentro entre dos dementes de distinto tipo, que acaso se complementen, o acaso haya algo más entre ellos. Seguro que hay una corriente homoerótica que termina de tomar forma sobre el final de la película. Pero también es posible ver entre ellos, sin forzar demasiado la mirada, una relación entre padre e hijo, que es después de todo una de las mayores constantes del cine de Paul Thomas Anderson.
Además de pasar su infancia compitiendo por algo de espacio en la casa familiar del Valle de San Fernando donde convivía con otros siete chicos –hermanos y medios hermanos– Paul Thomas se crió entre sets televisivos, aquellos en los que se movía su padre, Ernie Anderson, un locutor y presentador radial y catódico de los años ’50 y ’60 que, entre otras cosas, fue Ghoulardi, el monstruo de barba mefistofélica que preludiaba las emisiones de películas de terror. (Sus presentaciones como Ghoulardi, de las que pueden verse fragmentos en YouTube, son increíbles, verdaderamente demenciales y fumetas.) Paul Thomas le dio un lugar a su padre en sus primeras producciones, incluyendo un papel breve en su pequeña gran ópera prima Hard Eight; antes lo había convertido en el narrador del corto The Dirk Diggler Story, que el futuro cineasta hizo a los 17 y fue el germen de Boogie Nights. Ernie Anderson murió antes de poder verla, con lo cual se perdió casi toda la obra ascendente de su hijo prodigio. La relación paterno-filial entre hombres estaba ya entre Philip Baker Hall y John C. Reilly en Hard Eight, y se reiteraría en casi todos sus films: pensar en el productor porno interpretado por Burt Reynolds y su estrella (Mark Wahlberg); Jason Robards como el patriarca que se muere, en Magnolia (buena parte de su historia está basada en la experiencia personal de Anderson ante el cáncer terminal de su padre); Daniel Day-Lewis como el petrolero que se hace cargo del bebé en Petróleo sangriento; y ahora Dodd y Freddie. “Lo sé, es una decepción –dijo Anderson cada vez que le preguntaron por la recurrencia del tema–. Juro que no lo vi al principio en The Master, pero sí, ahí está, qué le voy a hacer. Simplemente demuestra que hay cosas que no pueden impedirse. Fue cuando entramos en la isla de edición que se hizo evidente que la cuestión central era la historia de amor entre estos dos tipos. Dos tipos desesperados el uno por el otro, pero condenados. Tristemente condenados.”
En última instancia, The Master es sobre todo lo anterior –los cuerpos castigados y los espíritus disgregados de la posguerra, el pasado y el futuro, la familia– echado sobre el trasfondo de una historia con muchos evidentes puntos en común con la Cientología. El crítico Dennis Lim la definió en el The New York Times como una “exploración de la naturaleza animal del hombre y la civilización y sus decepciones” (que usa a Hubbard como contexto); para Ella Taylor, habla del “espacio que se abrió cuando se proclamó el fin de los tiempos duros y el comienzo de la prosperidad y la paz, un espacio en el que se arraigaron todo tipo de malignidades”; para Andrew O’Hehir (Salon.com) es “un poema abstracto y ominoso sobre la soledad masculina en la América de posguerra”. Pero fue J. Hoberman quien ofreció las lecturas más interesantes sobre la película. En The Guardian, escribió sobre el hilo que la une al “precoz sanador de la fe Eli Sunday (Paul Dano)” del film anterior de Anderson, Petróleo sangriento, en tanto “son personajes que pertenecen a una tradición que ha florecido en Norteamérica por más de 300 años: además de Hubbard, Dodd conjura la colorida historia norteamericana en materia de curanderos, salvadores y profetas autoproclamados: el prominente ministro de Salem Cotton Mather, en el siglo XVII; el fundador de la Iglesia de los Ultimos Días, Joseph Smith; el pionero autoayudista Dale Carnegie, el discípulo freudiano, creador del Análisis caracteriológico y conceptualizador de la ‘energía orgónica’ Wilhelm Reich, Timothy Leary y otros. Es un tema que rara vez ha sido tocado por Hollywood, tal vez porque las películas fueron alguna vez una forma de religión secular. Anderson está más interesado en el maestro como personalidad y ‘tipo’”. Hoberman cita films que trataron el tema desde otras perspectivas, como La mujer milagrosa (de Frank Capra, con una joven Barbara Stanwyck como una versión de la evangelista Aimee Semple McPherson); Richard Brooks y su adaptación de Elmer Gantry, de Sinclair Lewis, con Burt Lancaster como un hombre de negocios devenido evangelista; la adaptación de John Huston de Wise Blood, de Flannery O’Connor, con Brad Dourif como un predicador pueblerino. Pero, dice el crítico, aquéllos “son todos profetas gritando en el mundo salvaje, esto es otra cosa: aunque a veces está al borde de la comedia, The Master no es una sátira, ni siquiera una crítica: más bien trata la existencia de Dodd como un mero hecho de la vida”.
Contra muchos pronósticos, The Master, que figuró en las listas de mejores películas de 2012 de los críticos más influyentes de Estados Unidos, se quedó afuera de las principales nominaciones al Oscar. Solo se le asignaron tres: las dos más obvias, a mejor actor y mejor actor de reparto (Phoenix y Hoffman) y la acaso inesperada, pero más justa de todas, la de Amy Adams, como la esposa embarazada de Dodd. Callada y limitándose a observar la mayor parte del tiempo, de expresión serena y gentil, su Peggy Dodd se revela eventual, sutil y tenebrosamente como el verdadero motor de Lancaster, o al menos su sistema de control y protección, la verdadera Lady Macbeth del liderazgo cientológico. En una de sus escenas más memorables, que se impone por ser la menos gráfica pero más tensa de una película cargada de tensión sexual, masturba a su marido volviendo perversamente literales las expresiones tener la manija y dar manija. En otra, somete a Freddie –ese borracho que quizás “esté más allá de toda posibilidad de ayuda”, en palabras de ella– a una sesión estándar de “La Causa”, que implica concentrarse lo suficiente como para cambiar, en nuestras cabezas, los elementos más objetivos de la realidad. Anderson la saca del fondo del cuadro para poner su rostro rosado, pálido, pelirrojo y sus ojos celestes en un sostenido primer plano, subvirtiendo expectativas: Amy Adams, la chica que salió de la fábula de hadas Encantada, la pizpireta y vitalista heredera de Katharine Hepburn, la gran candidata de la última década para reina de la comedia romántica y novia de América (y de Superman: es la próxima Luisa Lane), la perfecta girl-next-door, se convierte en un monstruo de poder y oscuridad. Una oscuridad que, como en las películas de Lynch, anida y asoma en lo más soleado y común del espíritu de progreso y autosuperación norteamericanos. “Ahora –dice, mientras nos hipnotiza mirando fijo a cámara con sus ojos verdes o azules– hacé que se vuelvan negros. ¿De qué color son mis ojos?”
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.