A los 52 años, Daniel Johnston es el artista de culto más famoso del rock. Pero ésa no es la única paradoja en su vida: una enfermedad psiquiátrica le impide disfrutar plenamente del reconocimiento que le valió su talento para componer un repertorio tan crudo como inspirado. Amante de Los Beatles, dibujante excepcional (obra gracias a la que subsiste), en lucha permanente con el Demonio, mientras entraba y salía de internaciones, sus grabaciones en cassettes fueron un tesoro para iniciados. Cuando Kurt Cobain se puso una remera con uno de sus dibujos, la elite de la música popular norteamericana cayó a sus pies. El documental The Devil and Daniel Johnston (2006) lo hizo famoso en todo el mundo. Pero él siguió viviendo en la casa familiar, tomando la medicación, grabando y dibujando, tocando con bandas locales cada vez que viaja a alguna parte... y desde allá habla con Radar antes de venir a Buenos Aires, donde en secreto se lo espera con devoción.
› Por Mariana Enriquez
Waller, Texas, es un pueblo de 2000 habitantes que queda al costado de la ruta 290, a unos sesenta kilómetros de Houston. Poco y nada sacude la calma provinciana de Waller salvo que allí vive el artista de culto más importante del país, Daniel Johnston –icono del rock independiente, compositor formidable, artista plástico exitoso y paciente psiquiátrico grave, con un diagnóstico de manía depresiva (lo que hoy se llama bipolaridad) y esquizofrenia. Daniel vive con su padre; Mabel, la madre, falleció hace muy poco. Bill, el padre, no oye bien. Por eso resulta difícil comunicarse con la casa de los Johnston: toma un rato de griterío a ambos lados de la línea telefónica que Bill logre entender que alguien quiere entrevistar a Daniel, su hijo prodigio de 52 años, su hijo orgullo y problema. Bill Johnston, que debe andar por los ochenta años, es un perfecto caballero y un padre preocupado. Para muchos de los que vieron el documental The Devil and Daniel Johnston (2006, que elevó a Daniel a otro nivel de fama), Bill es el protagonista del episodio más extremo de la enfermedad de su hijo. En 1990, los Johnston, padre e hijo, volvían de un festival en Austin, Texas, donde Daniel había brillado con un show notable, con fans rendidos a sus pies que lo ovacionaron. Esa noche, ese show pareció un nuevo comienzo. Volaron de vuelta a casa en la pequeña avioneta de Bill. A mitad del vuelo, Daniel decidió que quería arrojarse por la ventanilla en paracaídas, igual que hacía Gasparín en un cómic que acababa de leer. El padre comprendió pronto hacia dónde iba el delirio, pero no pudo detenerlo: Daniel es grande, es fuerte, luchó, le sacó la llave de la avioneta y la arrojó por la ventanilla. Bill Johnston pudo –Dios sabe cómo– aterrizar la avioneta sobre los árboles de un bosquecito y los dos salieron vivos de las consecuencias del brote de Daniel que, una vez sano y salvo, sólo expresó satisfacción por lo que había hecho. Jamás se dio cuenta de que casi había provocado un accidente fatal: en su delirio incluso esperaba una felicitación. Acabó, una vez más, hospitalizado en un instituto psiquiátrico.
En el documental Bill llora, y parece que estuvieran reviviendo el trauma, el miedo que todavía siente. Pero las palabras de consuelo del director-entrevistador son reveladoras: “Yo estuve ahí, Bill, Daniel fue una estrella esa noche”. Y entonces queda claro: Bill llora porque vio a su hijo lleno de carisma y de talento y, horas después, lo vio derrumbarse real y metafóricamente. “No sabía que estaba sin medicación, traté de dársela y la escupió, pero no me di cuenta”, dice todavía llorando, y cada vez es más claro: no puede, no se puede, darle a Daniel la vida que su talento se merece. Es un genio y está muy enfermo y no hay nada romántico en eso. Bill llora porque el talento de su hijo está unido a la locura y porque cada momento de gloria es seguido de una crisis espantosa. Y porque es un anciano y va a morirse y quién va a cuidar de ese hijo.
Su angustia resume una parte de la complejidad del artista Daniel Johnston. Escribía en 2006 el crítico Ty Burr, en su reseña de The Devil and Daniel Johnston: “Su trabajo tiene la inocencia perturbadora de un objet trouveé, pero sin embargo en sus momentos lúcidos es tan ambicioso como cualquier otro músico profesional. Es un participante activo de su fama, pero, ¿cuántos de sus fans responden a su música y cuántos a su status de choque de trenes hip? ¿Dónde está la línea entre la explotación –incluso la autoexplotación– y la admiración? Si Daniel Johnston no tuviera una enfermedad mental, ¿alguien escucharía sus canciones?”.
Los interrogantes que propone Burr no tienen respuesta, pero es posible contestarlos con otras preguntas: Daniel Johnston está enfermo y en su fama puede haber explotación, es cierto. Entonces, ¿hay que abandonarlo, silenciarlo, condenarlo al caso clínico? Porque su enfermedad provoca curiosidad –y en algunos casos morbo–, ¿hay que negarle su condición de pionero, de compositor puro y fascinante, de artista influyente y sintético, que capturó el espíritu de una época con intuición sobrenatural?
Daniel Johnston está en un gran momento artístico e, insólitamente, también comercial: después de una infección renal posiblemente provocada por la medicación que lo tuvo hospitalizado, muy grave, en 2006, editó el magnífico Is And Always Was en 2009 y estuvo de gira con la orquesta holandesa BEAM!, experiencia que terminó en la edición de un álbum de versiones orquestadas de su música, Beam Me Up!. Ese mismo año, su ilustración más famosa, el sapo alien Jeremiah, también conocido como el “Hi, How Are You” –porque estaba en la tapa de ese cassette– fue lanzado con ese nombre como app para iPhone, un juego que incluye muchos de sus otros personajes. En 2010 su fan más famoso, Matt “Simpson” Groening lo eligió para el prestigioso festival All Tomorrow’s Parties, del que fue curador. El año pasado Johnston editó Space Ducks, banda de sonido para su primer cómic oficial, su primer libro; desde la semana que viene, sus ilustraciones serán parte de una muestra enorme, la Collection de L’Art Brut en Lausanne, Suiza, y la canción “True Love Will Find You in The End” fue usada para un comercial de Axe. Así es como llega a Sudamérica y el 8 de marzo a Buenos Aires: en un buen momento.
Pero mientras tanto en su casa de Waller, Texas, Bill Johnston anuncia: “En media hora Daniel puede hablar” y despues sí, Daniel atiende. “Estoy muy entusiasmado porque es mi primera vez en Sudamérica”, dice, con todo el convencionalismo de un profesional y cierta simpatía aniñada; después explica su método para tocar en otros países. “Toco con un grupo que se forma especialmente para mí en cada país. Los músicos pueden elegir entre unas cuantas canciones. En los últimos años esto funcionó muy bien y me divertí mucho. También toco solo, acústico, con piano y guitarra, pero prefiero la parte de la banda.”
¿Te gusta salir de gira?
–Sí, pero sobre todo por Estados Unidos. Por Alemania también. Aunque no tanto. Porque hay que cruzar el océano. Y no me gusta mucho cruzar el océano.
¿Y en casa tenés horarios para trabajar? ¿Tocar a la mañana, dibujar a la tarde...?
–No. Todo el tiempo hago algo. Trato de mantenerme ocupado. Miro una película y dibujo y toco un poco. Todo el día.
Y entonces Daniel Johnston quiere saber cómo está el clima acá, en el lugar desde donde le llega la llamada. Cómo está todo, en general. Cómo andás, dice. Quiere charlar un poco, conversar de cosas muy normales. Y después se quiere ir.
–¿Hablé bastante para una entrevista?
Bueno, estaría bien charlar un poco más.
–Pero se oye mal.
¿Ahora mejor?
–Bueno, seguimos.
Lo dice sin ganas pero con simpatía, con amabilidad. Daniel Johnston suena, al mismo tiempo, amoroso y difícil.
La historia de Daniel Johnston se desencadenó en Austin, la ciudad de los músicos de Texas, el sitio elegido por Stevie Ray Vaughan, Roky Erickson, Willie Nelson, Charlie Sexton, Larry McMurthy, Shawn Colvin, Alejandro Escovedo y también Butthole Surfers, Spoon, Alpha Rev, ...And You Will Know Us By The Trail Of Our Dead o Explosions In The Sky: una poderosa escena roots (de country, folk y blues) y otra igualmente notable de post rock y todas las ramas del rock alternativo. Ahí llegó Daniel Johnston en 1985, en circunstancias surrealistas, míticas pero reales, armado de sus cassettes.
Pero había empezado antes, en West Virginia. Daniel, hijo de una familia cristiana conservadora, venía decepcionando a sus padres: el buen alumno en la primaria pasó a padecer una “pérdida de seguridad” en la secundaria –los primeros signos de la enfermedad–, hasta convertir el sótano de su casa en una factoría de arte reclusiva de donde salían cómics, películas caseras y canciones, sobre todo dibujos, como siempre repetitivos y obsesivos: un ojo arrancado, fuera de su órbita, que además era su grafitti y marca personal; los primeros homenajes al Capitán América y Gasparín, y, además de las canciones, una especie de diario grabado, donde depositaba sus gustos, alegrías y decepciones. Una estadía en el Christian College de Texas fue frustrante y los padres decidieron inscribir a Daniel en la Universidad Kent, en el departamento de arte, donde conoció a otros artistas jóvenes con los que hacer películas y dibujar, pero quizá lo más importante que le pasó en su educación terciaria fue conocer a Laurie, su musa, su obsesión, la chica de sus sueños y sus canciones, que nunca supo lo enamorado que él estaba, que nunca jamás le dio siquiera un beso y que se casó con Peter, un chico dueño de una funeraria, desde entonces el villano imbécil de todas las muchísimas canciones de amor de Daniel Johnston. Dos años duró en la universidad. Como la educación formal resultaba demasiado para Daniel, fue enviado a casa de su hermano Dick, en Houston, para ver si podía encontrar un trabajo en la ciudad, valerse por sí mismo. Daniel no hizo nada por el estilo: consiguió un teclado y varios grabadores y convirtió el garaje de su hermano en su sótano de West Virginia. Siguió grabando sus canciones, los cassettes se acumulaban. Dick lo echó de la casa. Fue a parar al departamento de Margie, su otra hermana. Como no tenía lugar para armarse su cueva creativa en ese lugar, porque era pequeño.... se unió a un carnival, esas atracciones ambulantes tan norteamericanas, que no son exactamente un circo ni tampoco sólo un parque de diversiones. La familia estuvo desesperada hasta que Daniel apareció en Austin, en una iglesia: había tenido una pelea con un integrante del carnival –una discusión por el uso del baño– y, golpeado, fue a buscar ayuda a la ciudad.
Aquí entran dos personajes cruciales en esta historia: Kathy McCarthy, cantante de la banda Glass Eye, y el periodista Louis Black, del Austin Chronicle. De toda la gente que recibió los cassettes que Daniel ofrecía gratuita y constantemente, ellos estuvieron entre los que de verdad escucharon. Y ambos quedaron absolutamente impactados, enloquecidos por este talento. “Para mí –dice Black– fue como si Dylan me hubiera dado su primer disco.” Daniel trabajaba –más o menos– en McDonald’s. Pero en seguida Louis y Kathy lo adoptaron, lo protegieron y, más importante, le consiguieron lugares para tocar. E invitaron a sus amigos, los exigentes músicos de Austin. La ciudad se rindió a sus pies. Era 1985.
¿Qué tenían esos cassettes que convirtieron a Daniel Johnston en un mito? Canciones pop. Sencillas, crudas, dolorosamente sinceras, casi imposibles de escuchar para el oyente común, el que está acostumbrado a la producción, al destino radial. Canciones a veces a capella con una voz nasal e infantil, a veces acompañadas de un piano disonante. Daniel Johnston es fan de Los Beatles. No hay mucho más que le guste: recién a los 40 años conoció a los Beach Boys –su banda en Waller, The Nightmares, le hizo escuchar Pet Sounds hace poco más de diez años– y su educación musical es errática y caprichosa. Salvo con Los Beatles. De Los Beatles sabe todo. Y especialmente sabe cómo hacer una canción pop llena de luz con pinceladas de oscuridad.
Lanzados en su propio “sello”, llamado adecuadamente Stress Records, son diez –exceptuando los que corresponden a grabaciones en vivo: Songs of Pain (1981), Don’t Be Scared (1982), The What of Whom (1982), More Songs of Pain (1983), Yip/Jump Music (1983), Hi, How Are You (1983), Retired Boxer (1984), Respect (1985), Continued Story (1985) y Merry Christmas (1988)–. El universo Johnston está redondeado en estas canciones, con casi todos sus personajes y obsesiones. El amor no correspondido, encarnado en Laurie, la chica casada con el funebrero; personajes como Joe el boxeador (su alter ego, luchando contra el mal, y el Demonio, otro personaje); el Capitán América, Gasparín, la soledad de la enfermedad y la esperanza. Algunas canciones de estos cassettes son esenciales: “King Kong”, a capella: “Y cuando vio a la mujer/ Se la llevó sin preguntas/ Porque después de todo era el Rey/ Y amaba a la mujer/ Pero no podía detener sus gritos”. El abandono de “Walking The Cow”: “Intentando recordar pero mis sentimientos no pueden estar seguros de nada/ Tratando de alcanzar, de salir/ Pero se ha ido.../ Estrellas de suerte en tus ojos/ Estoy paseando la vaca/ No sé a qué tengo que tenerle miedo/ No sé por qué tiene que importarme”. “Casper, The Friendly Ghost”, un homenaje y velada biografía: “Sonreía desde su infierno personal/ Tiró su último centavo a un pozo de deseos/ Pero estaba deseando demasiado cerca/ Y se cayó/ Ahora es Gasparín el Fantasma Amigable”. La esperanzada y tristísima, muy hermosa “True Love Will Find You in the End”: “Solamente si lo buscás va a encontrarte/ Porque el verdadero amor también está buscando/ ¿Y cómo va a reconocerte si no salís a la luz? Pero no te rindas/ El verdadero amor va a encontrarte, al final”. La joya pop “Don’t Let The Sound God Down on Your Grievances”, la declaración de amor “The Beatles” (“Fueron un cuento de hadas difícil de creer/ Cuatro chicos que sacudieron el mundo/ Dios los bendiga por lo que hicieron”), la graciosa y terrorífica “I Had Lost My Mind”: “Tenía esta pequeña grieta en mi cabeza/ Que lentamente se abrió y mi cerebró se salió/ Se cayó a la vereda y ni me di cuenta/ Había perdido mi cabeza”. O los definitivamente terroríficos veinte segundos de “I’ll Never Marry”: “Nunca voy a casarme/ Nadie quiere besarte cuando estás muerto/ Nadie quiere compartir tu cama cuando tu piel se pudre”.
Daniel se convirtió en lo más cool de Austin y llegó a MTV: apareció en el programa The Cutting Edge –la rompió–, fue elegido mejor artista folk y mejor artista en los premios anuales del Austin Chronicle, se hizo amigo de los Butthole Surfers, empezó a tomar ácido y fumar marihuana y todo se fue, literalmente, al demonio. Le pegó a su manager en la cabeza con una cañería. Fue a pasar Navidad a su casa y le rompió una costilla a su hermano porque no quiso sacar del arbolito un disco de Los Beatles que había colgado de una de las ramas. De vuelta en Austin, los amigos lo encontraron “predicando” en un riacho durante la noche. El demonio, tan vívido en su infancia gracias a la devoción de sus padres, se volvió una presencia palpable. Y aquí empiezan años de tratamientos fracasados e internaciones, un “año perdido” tirado en una cama de la casa de sus padres y una leyenda en la ciudad de la que se había esfumado que llegó a oídos de músicos como Jad Fair de Half Japanese y Steve Shelley de Sonic Youth que se decidieron a “rescatarlo”. Se lo llevaron a Nueva York a grabar un disco, a conocer a Moe Tucker de Velvet Underground. Daniel hizo grafi-ttis de pescaditos dentro de la Estatua de la Libertad y casi fue preso, atacó a Steve Shelley, se escapó, fue encontrado en un parking de Nueva Jersey, terminó internado en el célebre Bellevue, se escapó para tocar en CBGB e hizo un show extrañísimo en Pier Platters Records, donde lloró y predicó. Cuando al fin sus padres pudieron encontrarlo de vuelta y contenerlo, otra vez fue internado –vestía de blanco en esa época, para espantar al demonio–, logró grabar un disco con Jad Fair (It’s Spooky) y, entre otras cosas, una madrugada, volviendo de las grabaciones, se metió en la casa de una mujer para “sacarle los demonios”; la mujer, una anciana aterrada, se tiró de un segundo piso y se rompió los tobillos.
La colección de catástrofes sigue. También seguía creciendo la fama de Johnston: durante 1992, Kurt Cobain usó y se sacó decenas de fotos con una remera que llevaba una ilustración de Daniel, Jeremiah el Sapo, el batracio alien que ya es clásico. De pronto todas las discográficas querían firmar con este músico que Kurt amaba. El problema era que el genio estaba internado. Igual los ejecutivos se acercaron a él: Daniel rechazó un increíble contrato con Elektra que era casi ideal (tenía una cláusula que impedía echarlo, de modo que se le aseguraba el tan necesario sueldo de por vida) porque la compañía tenía a Metallica, y Daniel creía que Metallica eran agentes del demonio. Firmó con Atlantic: después de un disco, Fun, que vendió menos de 6000 unidades, lo echaron.
A Daniel Johnston se lo suele ubicar como pionero del lo-fi, el género musical nacido en los ’80 con las grabaciones caseras en cassettes y portaestudios. Pero hay dos problemas con esta ubicación: el lo-fi tiene componentes ideológicos, es una reacción contracultural a las grabaciones hiperproducidas y asépticas de la industria musical en los ’80, es la búsqueda de autenticidad en el equipamiento barato y la continuidad del DIY del punk: una actitud y un sonido. Las primeras grabaciones de Daniel Johnston son lo-fi, pero son expresión pura, sin discurso, son un impulso creativo solitario, no son reacción ni escena.
Lo que Daniel Johnston sí captura, de una forma increíble, es el retraimiento de una amplia corriente de cantautores y bandas de rock independiente de los años ’90, músicos jóvenes que ahora sólo hablan de sus mundos privados, hasta la disección personal –Elliot Smith, Bill Callahan– y también el rescate irónico de artefactos pop vintage o cándidos que hoy son lugar común. Pero Daniel Johnston nunca tuvo la ironía de Pavement o Beck: tiene humor, sí, pero no hay levedad, no hay distanciamiento en su trabajo. Es la expresión llevada al límite del cambio del escenario juvenil post-punk: el DIY del punk pertenecía a una época en que los jóvenes estaban en el mundo público, de la política, la intervención, la provocación: la juventud todavía en la calle como factor de cambio y molestia, con volumen, alcohol y fotocopias. El indie de los ’90 conserva ese DIY pero ahora el joven está retraído a lo privado, canta sobre sus batallas de timidez y amor, y lo hace en su habitación. Del Sandinista! de The Clash a In Utero de Nirvana hay un mundo de distancia que está implícito en los títulos: revolucionarios centroamericanos en los ’70 y un feto flotando, aislado y protegido, en los ’90.
También se puede pensar en Daniel Johnston como el primer artista outsider, el primer representante del art brut que logra hacer el crossover, dar el salto, si no a la masividad, sí a una popularidad importante. Como artista plástico, Daniel Johnston es más exitoso que como músico. Sus dibujos se venden por miles de dólares, los coleccionistas se pelean por sus obras y participa de muestras importantísimas en todo el mundo, incluida, en Estados Unidos, la Whitney Biennial de Nueva York, que marca las tendencias del arte contemporáneo. Con el dinero de sus dibujos, por ejemplo, se construyó su propia casa, al lado de la de su padre; son sus ilustraciones las que, probablemente, le permitirán llegar a viejo con dinero en el banco. Y si bien los críticos de arte consideran que Johnston no puede considerarse un artista outsider en la misma línea que Henry Darger o Adolf Wölfei o Judith Scott o Marwencol –porque Daniel fue a una escuela de arte y nombra entre sus influencias a Jack Kirby, Duchamp y Dalí– también pertenece a esa tradición, y a la de artistas musicales “outsiders”como Hasil Adkins, un extraño cultor del rockabilly obsesionado con pollos o Wesley Willis, un punk rocker negro de Chicago también perseguido por demonios. Y, al mismo tiempo, no pertenece del todo. Suele abusarse del término “único” para referirse a un artista, pero le queda perfecto a Daniel Johnston. Su música y su arte y su historia se escapan de todos los límites y se derraman sobre territorios vecinos.
Desde la debacle de los ’90, Daniel Johnston vive una vida más apacible y, musicalmente, igual de interesante que aquella de los míticos cassettes. En discos recientes, como Rejected Unknown (2001), grabó una de sus mejores canciones, la inquietante, desolada “Dream Scream” (“Tengo sueños sobre vos/ Quiero gritar sobre vos/ Creí que era amado/ Qué tonto fui”) y muchos de sus mejores temas vienen de la era post-cassette: Daniel se mueve perfectamente con una banda y en grabaciones convencionalmente prolijas, más adecuadas a su sensibilidad pop: no tiene ninguna fidelidad al lo-fi. “My Life Is Starting over Again”, de 1993, es explícita: trata de empezar de nuevo e intentar ser una estrella (Daniel siempre quiso ser famoso). “Devil Town” de 1990, un extraordinario hit a capella, de melodía inolvidable (“Vivía en un pueblo de demonios/ No lo sabía/... Todos mis amigos eran vampiros/ No lo sabía/ Resulta que yo también era un vampiro en el pueblo de los demonios”) o “Love Not Dead” de Fear Yourself de 2003, otra gran canción de amor no correspondido: “Ella me hizo sentir que yo estaba bien/ Y el amor parecía tan normal/ Todavía siento cosas por ella/ Y cuando estoy de gira/ Siempre cantando sobre ella/ Recuerdo los buenos momentos que pasamos juntos/ De verdad traté de jugar el juego del amor/ Y odio perder/ Pero quizá de alguna manera pueda ganar/ Así que soñaré con ella/ Durante mil años”.
Durante décadas, músicos y amigos trataron de preservar todas esas canciones, tan hermosas y extrañas, por miedo a que Daniel no grabara nunca más o, sencillamente, desapareciera del mapa. De los muchísimos discos de covers, posiblemente el mejor sea Dead Dog’s Eyeball (1994) de Kathy McCarthy, cantante de Glass Eye. Y el más ambicioso The Late Great Daniel Johnston: Discovered Uncovered, donde lo versionan –se incluyen los originales, para contrastar y escuchar la cruda genialidad primordial– Eels, Beck, Bright Eyes, The Flaming Lips, M. Ward y Tom Waits (que interpreta “King Kong”: parece suya), entre muchos otros.
Esta tradición de alguna manera se replica en la forma que Daniel ha elegido para tocar en vivo: en cada lugar, una banda local lo acompaña. El show tiene tres partes: una acústica en piano, otra en guitarra y el cierre con banda. En Buenos Aires lo acompañarán Prietto y Shaman (que también abren el show). Dice Maxi Prietto: “Armamos una banda con integrantes de Patrulla Espacial, de Go Neko y Fede Terranova, de Fútbol, el violinista de la Fernández Fierro. Estamos honrados porque lo admiramos como músico y artista, porque ha hecho cosas geniales con poquísimos recursos”. Prietto todavía no habló con Daniel: lo conocerá acá. Siente, dice, una identificación inmediata con Johnston: “Todos empezamos grabando en nuestras casas. Como sabíamos que grabar en estudio era impensable, ésa era la solución. Es un referente y un embajador de esa cultura. Lo conocí por el documental. Lo vi y sentí que cerraban mil piezas del mundo de la música. Para él es imposible entrar a una industria que estandariza y, sin embargo, desde afuera, le va bien –y le va bien porque sus canciones son tan buenas que, aunque estén mal tocadas, emocionan–. Para mí es Van Gogh. Nosotros queremos que se sienta bien, acompañarlo con una buena banda, que esté tranquilo”.
En Uruguay, donde Johnston toca el 10 de marzo, lo acompañarán Eté & los Problems. Ernesto Tabárez, ansioso y contento, en charla con Radar, cuenta la mecánica de tocar con Daniel: “Ellos mandaron unas treinta canciones, con algunas especificaciones, y agregaron que si queríamos tocar alguna fuera de ese repertorio se la mandáramos grabada por nosotros. Adjunto con la lista viene un contrato que destila rock y buena fe con frases como ésta: Si sale todo mal en alguna canción, ¡nos reímos y seguimos adelante!”. Tabárez no recuerda episodios iniciáticos con la música de Johnston pero “sí recuerdo que cuando escuché ‘Dream Scream’ pensé que nunca había habido algo tan intenso como esa canción. Me impresionan tanto. Sus canciones suenan a verdad. ¿Cómo se hace para escribir una canción de amor no correspondido con las mismas palabras y los mismos acordes con los que se escribió mil veces y que parezca la primera? Se la escribe con verdad”.
En Waller, Texas, mientras tanto, Daniel Johnston al teléfono habla de su disco Space Ducks (que merece más difusión, igual que Is And Always Was de 2009, un disco soleado y encantador producido por Jason Falkner) y cuenta que los patos, en una época, fueron sus soldados contra el demonio.
Pero prefiere hablar de otro disco.
–Acabamos de sacar un disco nuevo con mi banda de acá del pueblo, The Nightmares. Mi guitarrista murió hace unas semanas pero logramos mezclarlo y sale el 15 de noviembre. Estoy muy excitado, creo que va a salir muy bien. Se llama Death of Satan.
Death of Satan ya se editó, en 2007, pero Daniel viene haciendo este extraño chiste, esta obsesión de hablar con los periodistas de aquel disco como si siempre estuviera a punto de salir, desde hace años. Mejor es preguntarle por la película de Capitán América, pero dice que no la vio.
–No estoy muy interesado en eso, últimamente. Pero sigo siendo fan de Jack Kirby.
¿Con quién venís a Sudamérica?
–Con mi hermano y mi tour manager. ¿Creés que va a ir gente al show?
Va a ir muchísima gente, Daniel.
–¿En serio? ¡Qué extraño!
Para nada extraño, en realidad. Y extrañísimo, al mismo tiempo.
Daniel Johnston toca el viernes 8 de marzo a las 21 (puntual) en Niceto, Niceto Vega 5510. Abren Shaman y los pilares de la creación + Prietto (acústico). Entradas: $ 250 en boletería de Niceto o por Ticketek.
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