FOTOGRAFIA > UNA RETROSPECTIVA DE MARCOS LóPEZ EN EL RECOLETA
En las últimas dos décadas, las imágenes de Marcos López pasaron del margen, donde enloquecía a todos los géneros y formatos de la fotografía, al centro de la escena artística. Con un ojo igual de dotado para la composición y el hallazgo, fascinado por los cultos populares y el colorinche plástico, su obra parece condensarse en el nombre que le dio a la serie que empezó en los ’90: Pop latino. Desde entonces, su mirada se ha expandido hasta volverse un modo de mirar el mundo injusto, doloroso y estridente que nos rodea. Debut y despedida (Obras 1978-2012) permite asomarse al modo en que fue encontrando, una y otra vez, una armónica verdad en la confusión chillona que no deja de acompañarnos.
› Por Claudio Iglesias
Existe un Marcos López antes y después de las fotos grupales estilizadas que pasaron de empapelar galerías y salas de exhibición a cubrir los diarios y revistas de domingo y convertir a su autor en el único artista argentino vivo en Taringa! Esas fotos tan conocidas de familias o amigos comiendo asado, basadas en composiciones estilo Jeff Wall con una especie de costumbrismo vernáculo de gran tamaño, lo lanzaron simultáneamente a la fama, al trabajo por encargo a destajo y a los proyectos en la vía pública. Pero antes, el nombre de Marcos López iba al frente de un conjunto de imágenes que se movía en los bordes de la fotografía conceptual, el lenguaje de los medios masivos y el discurso asociado con el arte argentino de los ’90, como un comando de hormigas emancipadas que saliera de su carril y comenzara a avanzar a contramano, enloqueciendo al resto de las hormigas o poniéndolas a bailar una coreografía de musical de Broadway bajo el sol bochornoso del Noroeste argentino. Este Marcos López que a mediados de los ’90 recién había probado la fotografía color abundaba en efectos psicotrópicos, confusiones calidoscópicas y signos adulterados, desentendidos del embrollo de la elaboración cuidadosa. Pop latino, su serie de fotografías comenzada entonces es particularmente desequilibrada: consta de un tropel de imágenes tan irregular que el mismo concepto de serie parece quedarle estrecho. Retratos, montajes, juegos de luz, paisajes y distintas formas de la transposición departen a los gritos en imágenes que, si en algunos de sus mecanismos recuerdan a Cindy Sherman, o a Rineke Dijkstra, o a Martin Parr, no tienen el rigor estilístico ni la consistencia serial de los trabajos de ninguno de ellos. Unas largas uñas de mujer de un violeta lechoso, acariciando lascivamente la carne irregular de una hamburguesa; el encuentro fortuito de un chorizo y una antena satelital frente a una casa de adobe; o una reina de la belleza de pueblo, debilitada y apática, salpicada de azul, sosteniendo dos hormas de pan delante de un silo en algo así como la cruza de una imagen de Richard Avedon y otra de los hermanos Becher; un fláccido cactus plástico en una Quebrada de Humahuaca extraviada y fuera de foco. Marcos López, antes de ser un artista reconocible, fue un autor anárquico y vital, un producto incómodo de su generación, capaz de burlarse tanto de la severidad de los fotógrafos de oficio como del purismo visual de algunos de sus compañeros de ruta. Genio del truchaje, amante perdido de las reinas populares y del plástico chino barato que asolaba las calles del Once, cerquita del Centro Cultural Rojas, López construyó una obra sobre la premisa de la confusión máxima de las superficies visuales. Pero aunque todo el tiempo escenifica y desmiente cualquier expectativa de verosimilitud, la fotografía de López tiene en sus orígenes algo de inmediato, como si más que construir sus imágenes, las encontrara en el barullo multicolor de su cerebro. Sus mejores piezas caminan solas: por eso son desprolijas, hijas de la inspiración y la gula más que del método y la tenacidad.
Contra lo que pueda parecer a simple vista, lo peor que le podía pasar a Marcos López no era masificarse sino depurarse. Sobre todo en sus mejores momentos, su obra es inclusiva, tanto más directa cuanto más irresuelta. La popularidad, más que un resultado, parece una condición de posibilidad de su trabajo. No puede decirse que Marcos López se haya abandonado a los golpes de efecto sino que inconscientemente fueron estos efectos los que se fueron domesticando hasta convertirse en una respuesta esperable. De tanto forjar un estilo y pulir el hit, con recaídas en tópicos como la última cena y el catch, el último cronista de la locura y la fantasía comenzó a generar imágenes más meticulosas y cargadas de un realismo ficticio que fueron fijando sus temas, alejándolo de lo mejor de él mismo: un amor desbordante por la imperfección.
Por Marcos Lopez
En el Sur, en las salvajes pampas donde habito, todavía existen gauchos que cuando tienen hambre, enfilan el caballo hacia alguna vaca particularmente despistada, de esas que se alejan del rebaño distraídas y quedan solas, a diez o quince metros del grupo principal, se bajan a la distancia exacta para que la vaca no se espante, caminan despacito, murmurando, canturreando unas sílabas que justamente repiten la palabra vaca, con las “a” más alargadas, intercalando otras palabras como “quieeeetaaaa”... “aacaaaa”... (diciendo vaca, pero en forma más gutural, sin la v corta). Como si el animal entendiera el idioma. En un momento la vaca deja de pastar y lo mira a los ojos. Piensa. Procesa la situación y confía. Se queda quieta, como hipnotizada. El gaucho le acaricia la parte central de la cabeza con la mano izquierda, se para bien, con las piernas entreabiertas, las rodillas un poco flexionadas, una pierna adelante pisando fuerte y la otra atrás, bien apoyada, y en un mismo movimiento la agarra de la oreja y con la otra mano saca el facón de la cintura, y en un solo movimiento le clava el facón en el cuello. Se lo entierra hasta el mango, y hace un sonido con la voz, sacando la energía de la parte baja del estómago, que suena parecido a un gemido de orgasmo y al sonido que hacen los karatecas cuando rompen maderas o cuando luchan, y se pegan patadas como muñecos tontos.
La vaca cae y se desangra. Hace casi lo mismo que el torero, pero con una diferencia sustancial: el gaucho la traiciona. En la situación final, en el desenlace donde se paran frente a frente el toro y el torero, hay un par de segundos donde se miran a los ojos. El gaucho mira sesgado. Disimula. Se aprovecha de la confianza.
Luego ata el caballo, haciendo un nudo con la rienda enroscada a un ramillete de pasto. Paja brava. Busca un árbol. Junta ramas. Algún tronco más grueso mientras pega unos gritos de triunfo para avisar a los amigos.
Se juntan en círculo (los imagino en cuclillas, de la misma forma que los hombres prehistóricos), hacen un fuego, comen como bestias pedazos de carne chamuscada, medio cruda, y dejan el resto a los caranchos. Mientras comen, toman largos tragos de aguardiente con el bocado a medio masticar. Se hacen buches. Escupen. Se ríen. Se emborrachan. Hablan al pedo. Disfrutan. Hablan de mujeres. De muertos. De fantasmas...
Esa es la primera imagen que se encarna en mi cuerpo cuando pienso en la palabra patria. Enseguida, después, viene el olor, la textura, la escena donde descubro el placer erótico, sensual, primario, profundamente bello que encierra el mestizaje. La América profunda. Casi india: una empleada doméstica, Odolina, que se termina de bañar en el fondo, en un bañito que había en el patio, en la casa de mi primera infancia en Gálvez. Se peinaba, se desenredaba los cabellos lacios negros azabaches, con la cabeza gacha, hacia adelante, con las piernas un poco abiertas y en ojotas.
Recuerdo –como si fuera ayer– el olor a champú barato, a campo, a mañana de vacaciones de verano, y me fascina.
Luego me conecto con una tarde de mucha humedad, calor de otoño en Santa Fe, más o menos a los dieciséis años, saliendo de un cine de arte que se llamaba Chaplin. El único cine club de Santa Fe. Quedaba al fondo de una galería comercial oscura, deprimente, donde fui a ver Stalker (La zona), de Andrei Tarkovski. Salí del cine como levitando. Seguramente fumando Parisiennes.
En esas cuadras, del centro (la calle San Martín) hacia mi casa de la calle Güemes, creo que fue el momento donde tuve la idea, un borbotón desordenado de imágenes borrosas donde seguramente conecté con un estado de conciencia paranormal, diferente al razonamiento cotidiano, y me di cuenta de que quería ser artista. O de que ya era un artista: alguien que tiene la necesidad imperiosa de hablar todo el tiempo de lo que siente. De mí mismo. De mi entorno: esa calle brumosa, el cine pegajoso, la costanera, la laguna...
De lo frustrante que resulta constatar día a día la imposibilidad de construir un país más digno, más justo, más solidario.
La necesidad de dejar un registro.
Exorcizar.
Dejar constancia.
Por Marcos Lopez
“Desde anoche que no puedo dormir, angustiado, triste, porque tengo necesidad de blanquear un tema con Leonardo Favio. Lo voy a hacer: Leonardo: te robé la frase del mantel de hule. La dije cada vez que me hicieron una entrevista, o en una conferencia, o una clase... En Europa, en Rafaela, en México DF. Siempre hablo de “la textura del mantel de hule”... Y no siempre dije que esa frase era tuya.
De esos restaurantes de ruta, donde los antebrazos se quedan pegados levemente en el mantel, y uno espera un momento, para que no se ofenda, cuando la camarera se da vuelta, camina para otro lado, y le pasa una servilleta de papel, para terminar de limpiar la parte donde se apoyan los brazos. Ese mantel tiene que ver con la patria. Con la memoria. Con la identidad de un país. Es como el Aleph de Borges, el Aracataca de Gabriel García Márquez, el pueblo Serodino de Saer y la costa del río Paraná de Juan L. Ortiz. El mantel de hule es la Argentina. Creo que es una frase de un libro de poemas de Favio. Estoy seguro de que esa sensación la inventó Leonardo Favio. Prefiero quedarme con esa idea y no buscarlo en Google. En esas rosas rojas sobre cuadriculado celeste, gastadas de tanto trapo húmedo, está la dignidad de un país. De un continente. No quiero prender la televisión, ni ver YouTube, no quiero escuchar las canciones para no llorar. Un abrazo, Leonardo. Nunca es tarde cuando la dicha es buena. Más vale tarde que nunca. Mozo, ¡otro Gancia con soda! Quiero decir: no creo que sea tarde para contarle a Leonardo que su mantel de hule es la estructura central de todo mi trabajo desde hace 25 años.
Debut y despedida
(Obras 1978-2012)
Marcos López
Centro Cultural Recoleta
Sala Cronopios
Junín 1930
Martes a viernes de 14 a 21
Sábados, domingos y feriados de 12 a 21
Lunes cerrado
Hasta el 31 de marzo
Los textos de Marcos López son algunos de los incluidos en el catálogo de la muestra.
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