La trágica y espiritual vida de Van Gogh forjó uno de los mitos más contundentes y conmovedores del arte moderno: el del artista atrapado entre el misticismo y la locura. Muchas veces, incluso, esa mirada parece filtrar la que se tiene sobre su obra. Biografías, películas, ensayos: no fueron pocos quienes abordaron su vida y su mito. El argentino Camilo Sánchez, autor de una biografía de Haroldo Conti y de una obra poética, se mueve entre la sutileza del lirismo y la solidez de la documentación para explorar, en su primera novela, la historia del pintor a través del hipotético diario de su cuñada, Johanna Van Gogh Borger. Esposa de Theo, militante, sufragista, antibovariana y madre viuda de un niño llamado como su célebre tío, la figura y la voz de este personaje extraordinario son las puertas de entrada privilegiadas a La viuda de los Van Gogh, un mundo lleno de pequeñas revelaciones epifánicas como las pinceladas de Van Gogh.
› Por Guillermo Saccomanno
Es cierto que la obra de Vincent Van Gogh (1853-1890) no se puede aislar de su existencia trágica. Pero leerla subrayando la locura le otorga un matiz de piedad inmunda a su valoración. En todo caso, la acomoda para sosegar los sentimientos de angst que puede despertar la belleza a la vez religiosa y quemante en quienes contemplan su obra. No es uno el mismo antes y después de conocerla. Tal vez no es uno quien contempla esa visión del mundo. Apostaría a que es esa mirada la que lo comprende a uno (y al decir comprende digo también abarca). En su Strindberg y Van Gogh, subtitulado “Análisis patográfico comparativo”, Karl Jaspers escribe: “Es un hecho sorprendente la influencia que en la actualidad ejerce una serie de artistas de relieve que se han vuelto esquizofrénicos y, precisamente, a través de las obras concebidas durante su enfermedad. De Strindberg, por ejemplo, lo más difundido hoy son los dramas compuestos tras el segundo brote de psicosis, ya en estado final. De Van Gogh, así, los cuadros que más repercusión han tenido son los pintados durante su demencia”. Es decir, según Jaspers, es la enfermedad la que produce la grandeza artística. Más acá, Gilles Deleuze sale al cruce de las interpretaciones a lo Jaspers. En Crítica y clínica Deleuze sostiene que no es en los períodos de enfermedad que los enfermos crean. Contra lo que una concepción burguesa y romántica de la relación entre locura y arte pretende, se crea desde la salud. Dice Deleuze: “La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso. El escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre”. Es en esas rachas de salud cuando la potencia creadora se manifiesta y produce. Una digresión y no tanto: cabe preguntarse, en estos creadores que supuestamente crean desde la locura, qué clase de obras producen y, una vez más, cómo se juzgan. Loco, bajo el régimen capitalista, es aquel que no produce, no rinde. No obstante, estos artistas producen. ¿Qué producen? Producen un cuestionamiento, ponen en evidencia una realidad negada. La posteridad, esa esperanza de pobres diablos, sin embargo, suele pasar, habrá de otorgarles un valor. A la historia le gusta el sarcasmo: a fines de los ’90, un magnate japonés comprará el Retrato de Paul Ferdinand Gachet en 82,5 millones y lo guardará para su deleite personal. Secuestro de un “tesoro de la humanidad”, se diría. Pero cabe preguntarse (Van Gogh lo haría) qué es la “humanidad” bajo el capitalismo.
Estas anotaciones se tornan lícitas como introducción a La viuda de los Van Gogh, primera novela de Camilo Sánchez (Mar del Plata, 1958). Es que su lectura legitima esta clase de asociaciones por todo lo que hace reverberar en el lector. Uno podría pensar en los diferentes caminos que Sánchez hubiera adoptado para una biografía novelada (o una novela biográfica). Evitando la estandarización, Sánchez eligió otro camino, la percepción de Johanna Van Gogh Borger (1863), la esposa de su hermano Theo (1857-1891) y cuñada de Vincent. Poeta, investigadora del British Museum, aficionada a Percy Shelley, feminista pionera, Johanna, toda una anti Bovary, adquiere una relevancia curiosa no sólo por el magnánimo gesto de salvar del ninguneo, la destrucción y el olvido la obra de Vincent (a ella se debe hoy que conozcamos su trabajo inmenso y ciclópeo: más de 900 cuadros y 1600 dibujos en tan sólo diez años). Lo que Johanna descubre al sumergirse en la correspondencia de su marido y su cuñado es que las cartas de Vincent conforman, además de un legado ideológico, la revelación de lo que hoy los suplementos literarios juzgan un “escritor secreto”.
No la pasó bien Johanna después del suicidio de Vincent y el derrumbe depresivo y la muerte de Theo, incapaz de soportar el duelo por su hermano. A los veintiocho años, viuda, madre de un recién nacido que portará el nombre del tío suicida, como el tío suicida recibió el nombre de un hermano anterior muerto al nacer, Johanna, mientras el bebé duerme, escribe: “Trato de calmar el dolor de los pezones agrietados por la demanda del niño con una crema de caléndula. Escribir me calma el cuerpo. Mi hijo, el pequeño Vincent, duerme en su cuna de roble: pienso, ahora, que tendrá que ser fuerte para quebrar el conjuro que lleva su nombre”.
No le resulta fácil adentrarse en esa obra pictórica que en su tiempo intimida a muchos que la califican de satánica y piden su destrucción. Durante la novela familiar (porque también lo es), en el machacar de Sánchez una y otra vez el nombre y apellido completo de Johanna parece empecinado en contrastar ese nombre, Johanna Van Gogh Borger, con la firma del cuñado en sus obras: Van Gogh firmaba, como un chico, sólo con el nombre, y prescindía del apellido. A tener en cuenta: Johanna sospecha que puede haber un destino marcado en el nombre. Decide entonces separar las aguas: a su hijo lo llamará Vincent (respeta, en esto, la tradición familiar) y a su cuñado, a partir del instante en que se pone a recuperar su obra, lo llamará Van Gogh. La respiración de ese diario, la detección de un relumbre, una imagen poética y el corte, con su silencio brusco, dicen más de ella que si realmente hubiera el autor accedido a su presunto diario.
“En cierto momento, Johanna se deja tomar por los ojos de uno de sus autorretratos. El que pintó poco después de la mutilación de su oreja. Tiene un gorro de invierno, un parche que le atraviesa la cara y enmarca aún más en el fondo de esos ojos. Johanna debe sortear una barrera de miedo”. Sin embargo, Johanna no afloja. No se conforma con el rescate de la pintura de Vincent. A medida que avanza en la clasificación de las cartas a Theo, la escritura de Vincent le presenta varios niveles de lectura: el autobiográfico, el narrativo, el poético y el teórico. También, un llamado radical al disenso y repudio de los circuitos de arte de la época y, por qué no, su visceralidad alcanza este presente y socava los cimientos de la crítica avant-garde y sus caprichos, las políticas museísticas, el star-system de las fundaciones, la tilinguería bienalera y obliga a repensar la función del arte. Para Van Gogh, un religioso que alterna la lectura de la Biblia con Shakespeare, el arte es una cuestión de fe. Y no de comercio. La fe supera las dimensiones de la tela, el cartón, el papel. “Encuentra bello todo lo que puedas”, le ha escrito a su hermano. Ese es su llamado. Así lo escucha Johanna.
La “locura” de los Van Gogh y, en especial, la inmersión en la obra del cuñado la inducen por lógica (Johanna no es una distraída) a preguntarse qué clase de pasión hermanaba a Theo y Vincent. “El estilo de los Van Gogh”, lo define. Además Vincent y Theo tienen dos hermanas. Elizabetha, la mayor, una mujer casada, formal y conservadora, y Wilhemina, la menor, más rebelde y aggiornada, culta y sufragista, que terminará en un hospicio psiquiátrico. Wilhemina es el femenino de Wilhem, el segundo nombre de Vincent. ¿Qué hay detrás de estos nombres que se repiten y cambian de género mientras las intervenciones psiquiátricas se suceden? A la vez, como si le explotasen en la cara, esas cartas de Vincent la hacen revivir escenas cotidianas a las que quizá en su momento no les había prestado atención suficiente. Las anécdotas mínimas ahora adquieren los rasgos de un amor hacia el cuñado que se negaba a admitir. ¿Ménage à trois con la muerte? Sería simplista pensarlo así. Porque si contra algo arremete la novela de Sánchez es contra el simplismo y las interpretaciones “oficiales” de la leyenda Van Gogh. Sánchez cuenta con una experiencia periodística vasta. En colaboración con Néstor Restivo publicó una biografía de Haroldo Conti, Biografía de un cazador, y es autor de una trilogía poética Del viento en la ventana. Reúne dos oficios, la crónica y la palabra poética. Es en la conjugación de ambas prácticas donde La viuda de los Van Gogh gana en sutileza y densidad con un aura poco frecuente al indagar en lo recóndito de la intimidad familiar.
La historia del arte hizo, con su drama, un mito. Y por qué no afirmarlo, al erigirlo como el héroe romántico, el artista atormentado, incomprendido, deriva modelo de coherencia que muchos quisieran adoptar pero no se animan. Y –habría que decirlo también– lo que su concepción del arte plantea como programa irreductible es la cuestión de la fe. Piénsese en Van Gogh predicando en la cuenca aurífera del Borinage. Piénsese en sus modelos campesinos deudores de Millet (El Angelus como imagen paradigmática).
No sólo para Artaud en El suicidado por la sociedad Van Gogh ha sido y es una fuente de inspiración. El cine no podía desaprovechar el mito. Vincent Minelli, Akira Kurosawa y Robert Altman han filmado sus respectivos Van Gogh personales. También abundan novelas que se aprovecharon del mito, cuyo paradigma es Anhelo de vivir de Irving Stone. No faltan tampoco las biografías. Monumental, la más reciente, la de Steven Naifeh y Gregory White Smith (ganadores de un Pulitzer por una biografía de Jackson Pollock), produjo cierto revuelo hace un tiempo cuando buscaron demostrar que Van Gogh no se habría suicidado. El disparo en el pecho que le dio muerte habría provenido de un muchacho, un “loquito” de campo, al que le gustaba creerse Buffalo Bill. Pero el método Sánchez, como dije, va por otro lado: recurre a la fantasía y también al vuelo poético y es, en esta zona de confluencia, en la pura ficción, donde ya no importa si el diario de Johanna es inventado. Si se piensa cómo influyó en Van Gogh el descubrimiento de Hiroshige y Hokusai en su pintura, no le debió ser ajena tampoco la poesía japonesa en un tiempo en que Francia asimiló el exotismo de ultramar. En este sentido son un hallazgo los tramos de las cartas de Van Gogh que Sánchez versifica convirtiéndolos en una reminiscencia de Basho.
Si se quisiera encontrarle antecedentes a La viuda de los Van Gogh, los tiene y son ilustres: Vidas imaginarias de Marcel Schwob y la Historia universal de la infamia de Borges, deudor a su vez de Schwob. Se encontrarán también alusiones y guiños a la literatura argentina: como ejemplo, ese dandy putañero que se pasea por París con su esposa lesbiana atormentada. Sánchez no botonea: deja librada al lector la suspicacia. De todos modos, para quienes exigen verosimilitud –como si los estatutos de la novela fueran la realidad–, no cabe duda de que Sánchez dedicó a esta novela una investigación de años. A lo largo de la novela no faltan ni los chismes de salón ni los nombres de una cultura: Mirabeau, Gauguin, Lautrec, Renard, Bloy, Zola, Pissarro, etcétera. Están de telón de fondo los conflictos sociales, las huelgas y, como no puede ser de otra forma, en los entresijos de lo personal, las intrigas familiares y sus inquinas. Desde esa documentación que opera de base del iceberg, Sánchez eligió contar los Van Gogh según Johanna y, en consecuencia, no es improbable que, desde la escritura del diario apócrifo, llegue más lejos que un historiador ortodoxo. En términos del crítico Luis Harss, la novela describe “un borde de sombra alrededor del que giran otros enigmas”. En este aspecto Sánchez “nos muestra que el arte es un cristal de una perfecta claridad tan impenetrable como la locura”.
En una de las historias de los sueños de Kurosawa, “Cuervos”, un muchacho japonés, pintor con dos telas bajo un brazo y un caballete en la otra, recorre las pinturas de Van Gogh colgadas en un museo. Se detiene ante una: El puente de Langlois en Arlés con lavanderas (1888). De pronto la pintura se vuelve realidad. El muchacho ingresa en el paisaje. Pregunta a las lavanderas si han visto a Van Gogh. Las aldeanas lo orientan. Y le advierten: “Tenga cuidado, estuvo en un manicomio”. Después se ríen. El muchacho cruza el puente. Después de una caminata, el muchacho encuentra en el campo al pintor (actuado por Martin Scorsese). Van Gogh está dibujando parvas. Lo arenga sobre el valor de la naturaleza y el sol. Después se pierde en un camino entre mieses. El muchacho queda solo, perdido. Camina en la pintura, esa otra realidad. Atraviesa paisajes. Mientras Van Gogh se aleja en el horizonte, del horizonte viene una bandada de cuervos hitchcockiana digna de Los pájaros. Como ese muchacho japonés que entra en Arlés, el lector de La viuda de los Van Gogh accede a ese mundo. Pero a diferencia del muchacho de Kurosawa, no se sale así nomás de un encuentro con el artista.
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